SECCIONES

sábado, 26 de diciembre de 2015

Hava nagila

Hava Nagila pasa por ser la canción judía más famosa del mundo. Pertenece al repertorio tradicional hebreo y su título significa “Alegrémonos”. Se trata de un canto de celebración muy popular entre la comunidad judía, y se ha convertido en un elemento básico del repertorio de sus músicos.
Parece que la melodía es antigua, pero la letra es relativamente moderna (primer cuarto del siglo veinte) y su mensaje se reduce a decirnos que nos alegremos, que seamos felices, que cantemos y que nos despertemos con un corazón feliz.
He utilizado Hava Nagila en mis clases, y a mis alumnos, tras vencer la primera impresión —de extrañeza—, les ha gustado y han disfrutado mucho escuchando y cantando la versión de Harry Belafonte, “el Rey del calipso”, muy conocido como cantante, actor de cine y por su labor de compromiso como activista en el Movimiento de Derechos Civiles en los años sesenta.

Harry Belafonte
Ahora la traigo aquí para felicitar las navidades y el año que pronto comenzará a los seguidores de Abonico. Aunque no soy optimista ante el panorama que se nos presenta, deseo —ya he dicho más arriba el mensaje que encierra la letra de la canción— que seamos felices, que cantemos, que escuchemos música, que leamos, que veamos buen cine, que... (añadan a voluntad).
Aquí está:


miércoles, 23 de diciembre de 2015

El árbol mágico

En los años de mi infancia no se ponía árbol de Navidad en las casas de nuestros padres; se ponía, en las que se ponía, belén, y los Reyes Magos monopolizaban el magro reparto de regalos, y eso en las viviendas en que los había, ¡regalos, claro!
Sin embargo, en mi casa, cuando mis hijos eran pequeños, poníamos y disfrutábamos por Navidad de un árbol mágico. Era mágico de verdad, no el típico árbol en el que te encontrabas los regalos únicamente el día después de Nochebuena; en nuestro árbol había regalos constantemente, casi diariamente. Cierto que eran, muchas veces, “regalitos” —golosinas, pequeños juguetes...—, pero el árbol “los ponía” muy a menudo, incluso más de una vez en el mismo día.
Jose Alberto y Antonio se asomaban expectantes de vez en cuando al salón donde estaba el árbol, esperando con ilusión que este se hubiese espolsao y les hubiera dejado algo por los alrededores. Y cuando de vuelta de alguna salida cualquiera entrábamos en la casa, yo me adelantaba y así podía anticipar a los niños que había escuchado algo, algún sonido, en la habitación del árbol, lo que podía significar que este se había desperezado; antes de terminar de decirlo, los pequeños —primos y amigos incluidos cuando estaban con ellos— salían disparados para comprobar cómo el árbol mágico acababa de obsequiarlos a todos con regalos que ellos disfrutaban y celebraban mucho.
Todavía recuerda Antonio, además de los frecuentes juguetitos y golosinas, cómo una vez, al acercarnos para ver si se había espolsao el árbol, tropezó el que esto cuenta y, al mirar la causa del traspié, encontramos unos atriles en el suelo.
Todavía, ahora con dos nietas en la familia, conservamos el mismo árbol; y el año pasado, tras un enorme intervalo de tiempo, quiso mostrar sus cualidades, pero no pudo, por lo menos con la frecuencia y eficacia que mostraba antaño; es posible que ello se debiera a los muchos años de inactividad regalística, o a las muy espaciadas visitas de las niñas, o a la corta edad de las mismas, o... ¡vaya usted a saber!
Espero que esta Navidad el árbol mágico vuelva por sus fueros y retome con fuerza su costumbre, para que Paula y Ángela —la primera ya con tres años— comiencen a ilusionarse de verdad con su magia.
Aunque, pensándolo con detenimiento, la magia del árbol quizás tenga sus mayores efectos en los adultos, que, embobados, disfrutamos viendo cómo reaccionan los pequeños. Miren qué bien lo refleja esta viñeta de Erlich:

Erlich 25/12/2014 (El País)

jueves, 17 de diciembre de 2015

Elecciones desiertas

—Tiempo de elecciones. Todo, o casi, me suena a lo mismo: pan y circo.
—¡Qué exagerao eres!
—Decía hace unos meses, también en tiempo de consulta electoral, el humorista Alfons López, en el periódico Público, que las elecciones, igual que los premios literarios, tendrían que declararse desiertas cuando los concursantes, los candidatos en este caso, fueran de muy baja calidad. Mira:

Alfons - 17/03/2015 - Público
—¿Y qué hacemos cuando la calidad de los electores sea, igualmente, muy baja?
—¡Hombre, si te pones así, los examinamos antes de que ejerzan su derecho al voto!
—Pues… ya que lo dices... no estaría mal. Nos examinamos para cualquier cosa —para ser barrendero, por ejemplo—, pero no para algunas de las más importantes, como para ser padres, para votar o..., ya puestos, para ser ministro; mira, si no, lo que acaba de decir Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior: "Tengo un ángel de la guarda que se llama Marcelo y que me ayuda a aparcar".
—Creo que te estás pasando.
Además, un examen no tiene por qué ser solo de conocimientos, puede incluir otros aspectos.
—¡Sí, claro, igual que el psicotécnico para el carnet de conducir!
—No sé, podrían ser examinados aspectos que valoren realmente la capacidad de la persona en cuestión.
—¡Qué disparate! Ese terreno es muy peligroso.
—Mira... ya que has comenzado argumentando con un recorte de prensa, te voy a responder con otro: un fragmento del artículo Barbarie, de Félix de Azúa, publicado recientemente en El País (15/12/2015):
En una reciente entrevista el profesor Benito Arruñada, uno de los talentos de este país, decía que el problema no son los políticos, sino los votantes. Y lo razonaba: los políticos, aunque deseen ser racionales, acaban disparatando porque es lo que suma votos. La causa, como todos sabemos, es la nula educación española y la vagancia que conduce a no informarse, a desconocer, a no comprobar, a no exigir.
—¡Ahí me has dao!
—Bueno... ya en serio, sin exámenes ni leches, me concederás que los electores son, palmo arriba palmo abajo, de la misma calidad que los elegidos, ni más ni menos.
—¿¡De la misma!?
—Es un razonamiento simple: a tales elegidos, tales electores los han elegido.
—Bueno... pues... vale.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Entender

Me ha ocurrido bastantes veces: lo de sentirme fuera de juego (en una clase —como alumno—, en una reunión, tertulia, discusión…), lo de pensar que no sé nada comparado con los demás. Ahora me pasa menos, lo tengo más claro, en parte gracias a Rafael Sánchez Ferlosio, a una reflexión suya.
De ninguna manera hubiera podido decirlo yo como lo hace Sánchez Ferlosio, nunca con la prosa que él utiliza; pero me parece, desde que lo leí por primera vez, y ya han sido muchas, que ha embellecido con sus palabras lo que yo he intuido con frecuencia y he terminado pensando con el tiempo; es como si me lo hubiera quitado de la boca para mejorarlo y lo hubiera dicho como el gran escritor que es.
Por favor, lean detenidamente, con mucha atención:
En otro tiempo yo creía que “entender” quería decir bastante más de lo que a mí me pasaba cuando en verdad estaba entendiendo igual que los demás, y como eso no me bastaba para satisfacer lo que yo pensaba que sería “entender” creía que yo no había entendido y que los que decían que habían entendido habían visto una luz mucho más clara y unas figuras mucho más nítidas que yo. Al cabo de los años empecé a sospechar que cuando los demás dicen que entienden en realidad están viendo ese vago resplandor, esos contornos de humo, esas difuminadas sombras que yo nunca habría osado antaño designar como «entender». Y empecé a sospecharlo porque la otra hipótesis sería que yo soy tonto y, a estas alturas, una infamia semejante tendría que haber llegado a mis oídos o supondría una doble e imperdonable canallada: una canallada por parte del Creador, porque al que no se le concede inteligencia debería proveérsele por lo menos de humildad, para que no se rían de su atrevimiento, y una canallada por parte del prójimo, por no habérmelo hecho saber o tan siquiera dejado delicadamente adivinar a tiempo. (SÁNCHEZ FERLOSIO, Rafael (1995): Vendrán más años malos y nos harán más buenos, Destino, págs. 104 y 105).
Estoy seguro de que a muchos prudentes lectores de Abonico les ocurrirá como a mí, que, sin saber expresarlo así de bien, les ha pasado por la cabeza más de una vez, pero no se han atrevido a formularlo.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Proud Mary

Para Toñi: un recordatorio
Muy a comienzos de los años setenta del siglo pasado, uno de los primeros discos que regalé a mi mujer (entonces no lo era todavía; ni siquiera, creo, era mi novia: salíamos) fue uno de “Los Criden” (perdonen la licencia: realmente eran Creedence Clearwater Revival, grupo musical conocido como Creedence o por CCR, sus iniciales). El disco —de vinilo, recuerden la fecha— terminó inservible, ondulado por una excesiva exposición en la bandeja trasera del coche a un inclemente tórrido sol veraniego; una verdadera pena, pues quedó como una montaña rusa que provocaba saltos en el brazo del plato giradiscos, con los consiguientes fallos y alteraciones en la audición. Si no me engaña la memoria, esta era la carátula:
Creedence Clearwater Revival fue un grupo de rock estadounidense, de la costa oeste, muy popular por esos años —finales de los sesenta y primeros setenta—, formado por cuatro californianos, dos de ellos hermanos, y liderado por el guitarrista, cantante y compositor John Fogerty, uno de los hermanos, que, sin ambiciones de visionario o virtuoso, retomó el ritmo de las contagiosas melodías de los discos de baile sureños (Sonido del Sur). Los Creedence supieron combinar distintos géneros, como el rhythm and blues, el country, el gospel y el rock and roll, por, y con sus triunfos (nueve éxitos entre los diez primeros de 1969 a 1971) consiguieron encarnar la esencia de lo que siempre había hecho únicos a los discos sureños.
Uno de los muchos grandes éxitos del grupo fue Proud Mary (conocida también como Rolling on the River), una de sus canciones más versionadas; escrita por Fogerty —que toca la guitarra principal y canta la primera voz—, fue la primera grabada por el grupo en un álbum de 1969, Bayou Country, que pronto se convirtió en el primer gran éxito de los CCR. Otras de mi gusto: Suzie Q., Bad moon rising, Cotton fields, Down on the corner, Hey tonight...
Además de la original, entre las versiones que he escuchado, quiero destacar, por impresionante, por explosiva, la de Tina Turner, en 1971, junto a su marido, Ike Turner (un maltratador violento, según la propia cantante), que toca el bajo eléctrico y aporta una enriquecedora voz grave a la interpretación. Aquí la tienen:

sábado, 28 de noviembre de 2015

A las 10…

A Emilia, que acaba de dejarnos.
A las 10 se deja la noche pa lo que es”
Esto, y justamente en estos términos, es lo que tenía que decirles yo, de niño, a la pareja de novios formada por Emilia, la moza que teníamos en casa —sirvienta, criada—, y Antonio, su novio, que estaban platicando o... enfrascados en sus cosas, perdidos en el almacén o en la tienda ya cerrada al público de un enorme caserón de entonces.
Moza. f. Criada, fámula. // 2. Adj. Soltera. RUIZ MARÍN, Diego (2007): Vocabulario de las hablas murcianas, Murcia, Ed. Diego Marín.
Las mozas que trabajaban en casa de mis padres siendo yo niño —comienzos de la segunda mitad del siglo pasado—, que yo recuerde, no tenían un horario determinado de trabajo; comían con nosotros (en la misma mesa y de la misma comida, y de ello se ufanaba mi padre, porque en otras casas “de más señorío” lo hacían aparte y no sé si de los mismos manjares); dormían en casa (hasta hace muy poco, Emilia, ya bastante mayor, me recordaba, cuando de vez en cuando me veía por la calle, las veces que yo, siendo muy niño, dormía con ella). Lo que quiero decir es que vivían con nosotros como un miembro más de la familia. Y no recuerdo que tuvieran libres sábados o domingos, que se fueran a sus casas y no estuvieran disponibles. Algunas —como ella, nunca mejor dicho, pues Emilia lo hizo de mi propia casa—, salieron del servicio doméstico para casarse. Así era.
Pues bien, a lo que iba, ya al final de la jornada diaria, cuando se acercaba el momento, mis padres me mandaban para que advirtiera a la pareja de que había llegado la hora, para que les diera el aviso de que tenían que terminar la charla —o lo que estuviesen haciendo— y empezaran a pensar en lo que tocaba a partir de entonces: ir a dormir. Poco después, Antonio pasaba por delante de la familia reunida en la salita o en la cocina, se despedía con un “buenas noches” y se marchaba.
Ahora me imagino a los novios en “sus quehaceres”, lo que pensarían y lo que se dirían cuando vieran llegar al mocoso, que les cortaría el rollo la mayoría de las veces, para darles la noticia, siempre la misma y con las mismas palabras, hasta con rima:
A las 10 se deja la noche pa lo que es”

sábado, 21 de noviembre de 2015

Volteretas

Me molesta.
Ustedes, como yo, habrán visto cómo lo celebran los futbolistas, y otros deportistas, cuando marcan un gol, cuando anotan un tanto: las volteretas, las carreras, las montoneras de jugadores y la cantidad de gestos, bailes y montajes, algunos muy originales. ¿Y todo esto para qué? Pues… para indicar su alegría, para señalar a quién —o quiénes— dedican el tanto, para contestar con ¡chúpate esa! a alguien que ha puesto en entredicho cualquier aspecto referido al jugador en cuestión...
Les puedo asegurar que en el mundo de la interpretación musical, por hablar de un terreno con el que me siento más familiarizado, se hacen frecuentemente cosas mucho más difíciles que ese gol tan teatralmente celebrado y muchas veces producto de la suerte, cuando no de la pillería ramplona y de las malas artes de su autor.
Me viene a la cabeza estar viendo en televisión un ensayo de una orquesta —no recuerdo su nombre ni el de la obra— en el que el flautín tenía que “dar” —un término demasiado prosaico ese “dar”— veintitantas notas en tres segundos, creo recordar. Era muy difícil “darlas” con éxito todas y la chica encargada de ello lo hizo muy bien, salió victoriosa del pasaje y fue aplaudida por sus compañeros y por el director (Recordemos que era un ensayo, no lo habrían hecho, no habrían interrumpido para aplaudir en mitad de un concierto). Sin embargo, ella no hizo ningún gesto exhibicionista, todo lo contrario, sonrió y se ruborizó ante el agasajo del resto de los músicos.
Pues bien… lo que quiero decir es que no logro situar en el mundo de la música —del arte en general, o en el de la ciencia…: en fin, en el mudo intelectual— algo parecido a la exhibición futbolera. Imagínense ustedes a un pianista —o trompetista o saxofonista o…— que al finalizar la pieza o, peor, tras cada pasaje de gran dificultad interpretado con éxito, se levanta de su silla y comienza a dar volteretas por el escenario, mostrando los dedos índice y corazón de ambas manos en señal de victoria, o chupándose el dedo pulgar para que sepamos que tiene un bebé al que le dedica el éxito de haber tocado el pasaje sin atranques, o acunando a un niño, o señalando una barriga porque su señora está embarazada, o…
¿A que no se lo imaginan?
“¡Pues claro que no!” —me contestarían ustedes—, “no es propio del pianista, flautista, clarinetista…”
¿Y del futbolista sí?
¡Pues sí!
¡Pues eso!

lunes, 16 de noviembre de 2015

La Ratita

La Rata, La Ratita —mejor en diminutivo, que, deduzco, se debía sobre todo a su ínfima envergadura física, tanto de talla como de volumen— vino al pueblo siendo yo niño y, con el tiempo, muchos años después, terminó trabajando para mi familia, en casa de mi padre. Aunque tenía fama de deslenguada, de respondona, no era sino respuesta al trato que recibía de la gente que a menudo la provocaba. Yo, por el contrario, siempre hice buenas migas con ella y guardo buenos recuerdos de nuestra relación.
La Ratita tenía una hija, más o menos de mi edad, con la que, recién llegadas al pueblo, recorría sus casas —supongo que no todas; irían donde dieran “algo”, en tiempos de tanta necesidad— pidiendo comida: restos de cualquier tipo —guisos en general—, que, recuerdo, recogían en latas de conserva vacías ya usadas, latas que eran utilizadas como recipientes y, donde, seguro, comerían directamente e imaginen con qué cubiertos. Recuerdo que los niños, crueles, nos reíamos de la hija de La Ratita y le levantábamos el vestido porque no llevaba bragas.
Al principio vivían en una cueva que había en una de las pequeñísimas elevaciones montañosas —si se pueden llamar así— que hay a las afueras del pueblo; después, en un cuartico. Los cuarticos son, en Santomera, mini viviendas sociales para gente indigente, aunque no hay unanimidad entre la población local respecto de lo adecuado del adjetivo “indigente” para algunos de los ocupantes de ellas.
Pequeña, muy pequeña, menuda, menudísima, de unos treinta kilos, pero puro nervio. Con el pelo siempre corto, canoso, piel tostada, sin pasarse, y unos ojillos muy vivos (estos sí que hacían honor a su apodo), unos ojos que siempre tenía —en mi recuerdo así es— “malos” y se limpiaba a menudo con un pañuelo moquero que llevaba en el bolsillo del delantal. De ese cuerpo tan menudo salía incesante, machaconamente, una voz aguda y algo chillona (que también hacía honor a su apodo), cuyo timbre permanece en mi memoria.
La Ratita vivía arrejuntá con El Largomi Largo, decía ella—, un hombre con fama de gandul que, recuerdo, hacía remolinos de papel sujetos a la punta de un palito y los vendía en ferias y fiestas. La delgadez y altura del Largo justificaban su apodo, pues debía medir dos metros, si no más. ¡Menudo contraste el de la Ratita y el Largo cuando iban juntos!
Él leía empedernidamente novelas del oeste a la luz de una vela, por lo cual —decía ella— se estaba quedando ciego y tenía que acercarse mucho el libro a los ojos (yo recuerdo su imagen con el libro a unos 10-15 centímetros de distancia, no más, de sus ojos); incluso en el cine, que también le gustaba mucho, en los descansos y tiempos muertos, aprovechaba para enfrascarse en Marcial Lafuente Estefanía y compañía.
El Largo era también conocido por el “por baho”, debido, cuentan, a que un día estaba el hombre cogiendo higos en higuera ajena —recuerden los tiempos que corrían y las necesidades de nuestros personajes— y apareció el dueño del árbol reprochándole su acción; El Largo contestó que “solo cogía por bajo”, pero con su acento andaluz la “jota” no sonaba o sonaba muy suave. El propietario de la higuera, vista la talla de quien le estaba afanando los higos, le contestó, imitándolo, algo así como “no te jode..., por baho llegas a toa la higuera”.
Encarna, que ese era el nombre de nuestro personaje principal, era analfabeta y, además, no tenía documentos que acreditaran su identidad. Si le preguntabas por su nombre y apellidos, contestaba, ceceando y con deje andaluz, algo así como Encarna Zaorín, con una pronunciación en la que no quedaba claro el apellido —ni la primera sílaba ni la última—: podía ser Saorín, Saolín, Zaorín, Zaolín... Nunca pude llegar a una conclusión satisfactoria.
En casa de mi padre, conviviendo con ella, pude comprobar que era trabajadora, limpia, honrada... Le gustaba mucho fumar, así que cuando llegaba su santo yo solía regalarle un cartón de paquetes de su tabaco favorito: Ducados, pero la envoltura de los paquetes tenía que ser de cartón, no de papel. Como entonces yo también fumaba, ella correspondía con lo mismo el diecinueve de marzo. También le gustaba mucho el café, del que abusaba, junto con el tabaco, diariamente. El tabaco, el café y la charleta eran sus pasiones.
No la volví a ver, aunque he sabido de ella por mi hermana, que sí lo hizo, y me cuenta que iba a visitarla a Caravaca, donde terminó en uno de esos centros que perifrástica y eufemísticamente llamamos residencias de la tercera edad, antes asilos, donde Encarna, La Rata, La Ratita, terminó sus días, espero que, como tanto le gustaba, parloteando, fumando y tomando café.

 


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Dies irae (y 3)

Solo conozco unas cuantas de las muchas composiciones que sobre el tema que tratamos, el del Dies irae, se han realizado a lo largo de la Historia; sobre todo he escuchado las de los grandes compositores, la mayoría de los cuales las ha incluido en sus misas de difuntos. Algunas me resultaron, cuando las descubrí, una auténtica sorpresa. Como ejemplos nombraré —ya lo anticipé en Dies irae (1)— las de Cherubini, Salieri, Mozart, Dvorak, Verdi y Donizetti. Y de ellas me gustaría mostrar ahora la muy famosa de Mozart y la “marchosísima” de Verdi.
Damos el nombre de Requiem a la Misa de Difuntos (Missa pro defunctis), debido a la primera palabra de su Introito (“Requiem aeternam dona eis Domine”: Dales, Señor, el descanso eterno); aunque también, en el siglo XX, se ha dado ese nombre a obras no estrictamente litúrgicas. Pues bien, una de las partes de la Misa de Difuntos es el Dies irae, del que ya sabemos, por entradas anteriores, de qué va.
Con su Requiem (Misa de Réquiem en re menor, K. 626), de una belleza conmovedora y envuelto en una atractiva leyenda sobre un encargo hecho por un desconocido, Mozart se despide de la vida (se ha dicho, quizás demasiado teatralmente, que, escribiéndolo, muere y el lápiz se le cae de las manos). Esta obra supone el testimonio más alto de su música sacra, y en ella están presentes el amor, la dulzura, la emoción y la piedad, por emplear los sustantivos más utilizados por la crítica.
La interpretación que ofrecemos en Abonico del Dies irae del Requiem de Mozart es la de la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm.
La segunda audición que les traigo —y que pueden escuchar si no se han hartado ya; si están cansados, déjenla para después— pertenece al “dramático” —cómo iba a prescindir su autor del lenguaje operístico— Requiem de Verdi, obra compuesta en memoria del escritor italiano Alessandro Manzoni. Prestemos atención a su “apasionado” Dies irae, interpretado por la misma orquesta que hemos escuchado antes, la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida en esta ocasión por Georg Solti.
Pero, como suelo aconsejar, no se conformen ustedes solo con estas versiones; busquen, hay muchas, y algunas muy buenas: descubrirán lo que va de unas a otras, la esencia de la interpretación. Y no se conformen tampoco con estos pocos Dies irae, ya les he dicho que hay muchísimos; busquen y verán qué sorpresas les aguardan.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Dies irae (2)

Entre los músicos que han utilizado la melodía del Dies irae en sus composiciones —la del canto llano y, por supuesto, algunos de ellos “jugando” con ella, variándola— hemos seleccionado, y escucharemos ahora,  a Berlioz y a Saint-Saëns.
Hector Berlioz (1803 - 1869) utiliza el tema en su poema sinfónico Sinfonía fantástica, op. 14 (1830), un buen ejemplo de música programática.
El gran compositor francés se enamoró apasionadamente de una actriz irlandesa, Harriet Smithson; aunque posteriormente sería su esposa, en un principio lo rechazó y Berlioz expresó su desesperación en la Sinfonía fantástica.
La obra, subtitulada Episodio de la vida de un artista, consta de cinco movimientos, el último de los cuales lleva por título Songe d'une nuit du Sabbat (Sueño de una noche de aquelarre o Sueño de una noche de brujas).
En este movimiento, el compositor se ve a sí mismo, tras su propia muerte, entre brujas y monstruos, mezclada con los cuales baila su amada, otra fea y vieja bruja, que se burla de él. Campanas fúnebres… cantos a los muertos…
Y es aquí, en este quinto movimiento, donde aparece el Dies irae, el famoso tema de la misa de difuntos.

El otro ejemplo que tratamos hoy, igualmente de música programática, se lo debemos —ya lo hemos anticipado— al también compositor francés Camille Saint-Saëns. Y también es un poema sinfónico: la Danza macabra, op. 40 (1874), para violín y orquesta, basada en un poema de Henri Cazalis —médico y poeta simbolista francés, amigo de Mallarmé— que describe los horribles sucesos que acontecen en un cementerio en la noche de difuntos, la víspera de Todos los Santos.
Cuando el reloj da la medianoche, aparece la figura de la Muerte y levanta a los esqueletos de sus tumbas para que bailen las melodías que toca en su violín. El xilófono sugiere vívidamente el claqueteo de los esqueletos. Finalmente, cuando el gallo canta (solo de oboe) al amanecer, los esqueletos vuelven a sus tumbas y la Muerte también desaparece. (Roy Bennett: Léxico de música, Akal, 2003).
Saint-Saëns incluyó —hay quien dice que con gusto discutible— una parodia de la melodía del Dies irae de unos pocos segundos de duración. Atentos, porque al no ser tan fiel al original, es un poquito más difícil la identificación.

martes, 3 de noviembre de 2015

Dies irae (1)

Yo recuerdo, de mi infancia, en las “oscuras” e imponentes misas de difuntos —no sé qué pintábamos allí los niños—, la melodía del Dies irae (♫ fa – mi – fa – re – mi – do – re – re…♫♪). Entonces no sabía lo que tal música quería decir, lo que significaba, aunque intuía su “seriedad”, su tenebrosidad, dado el ritual al que servía de acompañamiento.
Dies irae es el nombre latino —Día de la ira— de una famosa secuencia medieval (una de las formas literarias y musicales más populares de este período), un himno que forma parte de la misa de réquiem, la de difuntos.
Esta melodía de canto llano (Gregoriano) ha sido utilizada posteriormente para evocar no solo el símbolo de la muerte o los horrores del Día del Juicio Final, sino también el miedo a lo sobrenatural.
Entre los músicos que la han utilizado en composiciones donde es reconocible el original —literalmente o modificado—: Berlioz, Liszt, Rachmaninov y Saint-Saëns, por poner solo unos pocos.
Otros grandes compositores han hecho sus propias —algunas, extraordinarias— versiones musicales, sobre todo para orquesta y coro; entre ellas queremos destacar unas pocas: la de Mozart (Requiem en re menor, KV 636), que es la más conocida, y las de Cherubini, Salieri, Dvorak, Verdi y Donizetti.
Veamos, en primer lugar la versión “original”, perteneciente al canto llano, basada en un famoso, impresionante y significativo poema de la literatura latina cristiana, atribuido al fraile Tomás de Celano (muerto hacia 1250).
Aunque en textos de la liturgia de difuntos ya aparece siglos antes de Tomás de Celano. Concretamente, la frase “dies irae, dies illa” nos la encontramos ya en un poema del siglo IX, del que existe más de una versión.
¿Impresionante?, sí, mucho, por lo que representó para el hombre del medievo ese vivir aterrorizado por el miedo, ese constante martilleo: has de morir, te van a juzgar rígidamente, no te escapas, te espera el infierno...
El poema trata de un asunto tradicional en la cultura cristiana: el Juicio Final, un tema muy presente en la mente de los cristianos de la época, muy representado en el Románico y en el Gótico, y reflejado en la literatura.
Para apreciar el Dies irae en su simplicidad espiritual gregoriana, deberíamos ponernos en situación y escucharlo de un buen coro de monjes en alguna iglesia de la época, pero, a falta de pan… lo haremos de una versión grabada por los Monjes de la Abadía de Notre Dame.

Como la letra latina va en el vídeo (gracias, Jaime Vado), solo tenemos que añadir la traducción para un mejor entendimiento.
TRADUCCIÓN
Aquel día, día de ira, reducirá este mundo a cenizas, como profetizaron David y la Sibila.
¡Cuánto terror sobrevendrá cuando venga el Juez a pormenorizar todas las cosas con estricto rigor!
La trompeta, esparciendo un maravilloso sonido por todos los sepulcros del mundo, reunirá a todos ante el trono.
La muerte y la naturaleza quedarán estupefactas cuando resuciten las criaturas para responder a su juez.
Saldrá a la luz el libro escrito que todo lo contiene, por el que el mundo será juzgado.
Cuando al Juez le parezca oportuno, todo lo oculto saldrá a la luz; nada quedará impune.
¿Qué podré yo, desdichado, decir entonces? ¿A qué protector invocaré, cuando apenas los justos están seguros?
Rey de tremenda majestad, que salvas gratis a quienes van a ser salvados, sálvame, fuente de piedad.
Recuerda, piadoso Jesús, que soy la causa de tu camino, no me pierdas aquel día.
Buscándome, te sentaste cansado; me redimiste padeciendo muerte de cruz; no sea vano tanto esfuerzo.
Juez que castigas justamente, hazme el regalo del perdón antes del Día del Juicio.
Gimo como un reo, se enrojece mi rostro por el pecado, perdona, Dios, a quien te implora.
Tú, que absolviste a María y escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza.
Mis ruegos de nada valen, pero tú que eres bueno haz misericordioso que no me queme en el fuego eterno.
Dame un lugar entre las ovejas y separándome de los cabritos colócame a tu diestra.
Rechazados ya los condenados, y entregados a las duras llamas, llámame con los bienaventurados.
Suplicante y humilde te ruego, con el corazón casi hecho ceniza: toma a tu cuidado mi destino.
Día de lágrimas será aquel en que resurja del polvo el hombre culpable para ser juzgado.
¡Perdónale pues, oh Dios,
Piadoso Señor Jesús ¡Dales el descanso!
Así sea.

miércoles, 28 de octubre de 2015

En magele dema…

Cuando la veo de vez en cuando por la calle, cargada de niños, aparentemente orgullosa, platicando de sus cosas con otras jóvenes madres, no puedo evitar el recordar que siendo niña, estando todavía en el colegio, ya la sometían a tratamiento para evitar que se quedara embarazada: “se veía venir”, comentan ahora los maestros que la tuvieron en clase por entonces.
Ya en aquella época, como queriendo compensar sus carencias escolares, se enorgullecía de que sabía muy bien fregar, limpiar, poner una lavadora…; decía, utilizando frases de uso común, que era muy curiosa, muy limpia —que dejaba los grifos del cuarto de baño como los chorros del oro; que, tras su limpieza, se podían comer sopas en la taza del váter...— y se veía muy dispuesta, dicharachera, simpática, como muy desenvuelta en estos asuntos; pero el trabajo escolar era un problema imposible para ella; algo en su cabeza le impedía acceder a las labores más o menos intelectuales del colegio.
Cuando muestro, por supuesto que anónimamente, un dictado que hizo estando ya finalizando su etapa de Primaria, los profesionales de la enseñanza a los que se lo enseño no pueden creer lo que tienen delante. Si, junto a lo que ella escribió, no pongo lo que le dictaron, nadie puede “descifrar su versión”.
¿Que no?
Prueben y verán.
Lo que escribió ella:
Lo primero que piensas ante este texto es que puede tratarse de un idioma desconocido: “En magele dema pero a vime quiorato be cosa biega…”, pero no es así; está escrito en nuestra lengua. Además, como pueden comprobar, la letra —caligrafía— es totalmente legible, incluso, buena, pero… ¿qué dice?
Lo que le fue dictado:
 Comparen.
¿Conclusión? 

jueves, 22 de octubre de 2015

Los piensos

Si yo digo, apreciados aboniqueros, frases como “las carreteras no piensan”, o “los corazones están locos”, o… “los aviones se vuelven conejos”, les estaré dando pie para que opinen de mí cualquier cosa, por muy disparatada que sea: que soy un superdotado, un intelectual de altura que se expresa en un raro lenguaje encriptado, o, por el contrario, con más razón, que no ando muy bien de la mollera, o... qué sé yo.
Pero el asunto va por otro camino; las anteriores son frases del Lolo del molino, un personaje del pueblo, que fue famoso por esos discursos tan particulares, y tan elocuentes a veces, sobre todo cuando sabías qué estaba diciendo, cuando conocías de qué iba la cosa; se trata de frases que soltaba aquí y allá, donde se le ocurría, sin pararse a pensar, sin importarle mucho quiénes eran sus destinatarios, sus interlocutores a veces, sus escuchantes en definitiva.
Sus historias pasaron a ser tan populares en el pueblo, en otros tiempos, que, con los años, como suele ocurrir en estos casos (cambios, añadidos, personalizaciones…) se convierten en mitos, en leyendas.
Así, dicen, un día iba el Lolo en el carro —vehículo del que tiraba una yegua y que entonces era un medio normal de locomoción y transporte— y lo paró la guardia civil; cuentan que la benemérita le dio el alto porque había rebasado la línea amarilla continua que separaba los dos carriles de la carretera. Ante la demanda de la pareja de civiles nuestro hombre se despachó a gusto, pues contestó en su media lengua particular y con una entonación que subía frecuentemente el tono dentro de una misma frase, pronunciando unas palabras —o partes de ellas: algunas sílabas— más agudas que el resto, como si le salieran gallos (en La diligencia, de John Ford, el conductor del vehículo habla de manera parecida): “¿Quién ha pisao la raya?, ¡la yegua!, pues… ¡multa a la yegua!”, añadiendo a continuación, “¡ganduleras!, que no hacéis na por las carreteras”.
No creo que haga falta traducirlo, ¿verdad? Pues, bien, los guardias, tras insistir unas cuantas veces, tuvieron que dejarlo porque él no salía de ese bucle de oraciones, que repetía, galleando, una vez tras otra: “¿Quién ha pisao la raya?… ¡Multa a la yegua!… ganduleras...”.
Bueno… pues a lo que vamos. Me cuentan fuentes autorizadas, de las que podríamos llamar de toda confianza, que estando reunidos los mandamases del partido gobernante entonces en la localidad —no sé en qué fechas, pero el partido sí lo sé: es uno que tiene en su emblema un pío-pío, como diría mi nieta Paula—, se asoma el Lolo del Molino al local de reunión —en el que por cierto estaba en ese momento la persona de quien procede esta historia, uno de los mandamases, de ahí lo de fuentes autorizadas— y, al ver las caras de quienes allí estaban, les dijo subiendo un par de veces el tono al agudo:
“vosotros, los piensos
Supongo que la cabeza del Lolo discurriría: “si estos son los que gobiernan, los que deciden en el pueblo, evidentemente deben ser los que piensan”, y, a su manera, se lo dijo a ellos, pero en vez de pensantes o pensadores, le salió los piensos.
Y no le faltaba razón.
Adenda: Los Piensos es el nombre, a propuesta mía, de la tertulia con la que unos cuantos amigos “disfrutamos” en Santomera un par de veces a la semana.
¿Lo han cogido?

viernes, 16 de octubre de 2015

El Titanic y Dios

Primeros años de la década de los setenta del siglo XX.
Como no recuerdo, o no quiero recordar, su nombre, lo llamaremos Don Ceporro, que le va que ni pintado. Don Ceporro era un cura con un corto, aunque enorme —por ancho y carnoso—, cuello: un pescuezo que unía una pelada cabeza pequeña a un cuerpo también corto pero muy voluminoso. Era “profesor de religión” —es un decir— en el Colegio San José, en el que yo trabajé de joven durante unos años, mientras preparaba oposiciones. El personaje del que estamos hablando era un verdadero animal, no solo de aspecto; su cabeza pequeña no lo era solo de tamaño: yo lo recuerdo tan bruto físicamente como tosco y escaso de cerebro.
Un día, explicando en su hora de clase, con zafiedad como en él era habitual, les dijo a los niños de mi tutoría, pausada y teatralmente, tratando de aparentar una autoridad intelectual y académica que no tenía:
—El Titanic era un barco muy grande, grandííísimo —y señalaba abriendo los brazos cuanto podía, exageradamente; los volvía a cerrar y añadía—, y llevaba un letrero que decía: “Este barco no lo hunde ni Dios”.
—¿Sí, Don Ceporrro? —preguntaba algún niño de los más curiosos—. ¿de verdad?
—Sí, ¿y sabéis qué?
—Qué —respondían algunos niños en grupo, esperando la reanudación del relato.
—Que chocó con un iceberg así de pequeñito —y, como si el diminutivo no hubiera sido suficiente, volvía a señalar en el espacio, marcando ahora determinada altura con la mano derecha a menos de un metro del suelo— y se hundió en cinco minutos —y mostraba los dedos de una mano varias veces mientras lo repetía, remarcando muy bien cada una de las distintas sílabas de las dos últimas palabras— ¡se hundió en cin-co mi-nu-tos!
—¿…? —los niños se quedaban con cara de interrogante, preguntando con la mirada, esperando de Don Ceporro la continuación o la moraleja, y esta última llegaba pronto:
—... ¡Que no se puede dudar del poder de Dios! —decía el cura, casi gritando, abarcando a toda la clase con la mirada— ¡que es un pecado gravísimo retarlo! —y, tras una breve pausa, concluía— ¿Habéis comprendido la lección?
—Sííí, Don Ceporro.

sábado, 10 de octubre de 2015

Hoy por ti, mañana por mí

Prehistoria: velas, fotogramas, perros...
Hace ya mucho tiempo leí (no recuerdo el nombre del autor de la ingeniosa imagen pedagógica, Luis Pericot, Martín Almagro, Juan Maluquer..., no sé) que lo que sabíamos de la Prehistoria era tan poco que el enorme período se podía comparar a un extensísimo desierto que conocíamos solo por la luz que nos daban unas pocas velas situadas en él y separadas entre sí por muchos kilómetros de distancia; lógicamente, poco se podía ver, poco podíamos conocer de tal período con tan poca “iluminación”.
Recientemente, sin embargo, la imagen que se plantea es bien diferente: el último símil pedagógico que me he encontrado compara nuestro conocimiento de la Prehistoria con una película a la que le faltan algunos fotogramas.
¡Menudo cambio! Desde luego que hay diferencia entre lo que se sabía sobre la Prehistoria cuando yo la estudié —primeros años 70 del siglo pasado— y lo que se sabe ahora, cuarenta años después.
Siempre me ha interesado el estudio del proceso de hominización (¿humanización?: Aun no somos humanos titulan Eudald Carbonell y Robert Sala una obra suya), la revolución neolítica, los orígenes de la civilización, de las primeras culturas urbanas —Egipto, Mesopotamia—, su introducción en Europa...
Especialmente me han llamado la atención los neandertales y las preguntas, las múltiples teorías, que se han planteado sobre su desaparición, así como la idea de que nos “cruzáramos” con ellos y tuviéramos descendencia común, algo que ahora sí se sabe que ocurrió, pero que hace no tantos años se descartaba. He recomendado muchas veces a mis alumnos y a mis amigos la película En busca del fuego (que utilicé en una entrada de Abonico) para que se hicieran una idea de lo que pudo ser aquello.
Pero lo que leí no hace tanto me pareció de lo más original. Fue en Esos lobos que nos salvaron, un artículo de Rosa Montero publicado en El País Semanal (29/03/2015); en él se introduce la idea, tomada, dice ella, de un artículo de The Guardian sobre un libro que ha publicado un profesor norteamericano, Pat Shipman: The Invaders: How Humans and Their Dogs Drove Neanderthals to Extinction (Los invasores: cómo los humanos y sus perros llevaron a los neandertales a la extinción), en el que propone una novedosa teoría: el hambre, provocada por las condiciones de la glaciación (había menos comida), acabó con los neandertales, mientras que los cromañones, aguantaron el tirón gracias a que se aliaron con los lobos —comienzo de nuestra relación con los perros—: una alianza para la caza, una unión que formó un equipo fructífero y letal; tanto... que cazamos —y a algunos exterminamos— mamuts, leones, búfalos..., y... matamos de hambre a los neandertales.
¿¡Original, no!?
Ahora parece que voy entendiendo mejor el que los humanos mimemos tanto a los perros y vayamos pacientemente detrás de ellos recogiendo sus mierdas en bolsitas: es simple y llanamente compensación. Hoy por ti, mañana...

sábado, 3 de octubre de 2015

Mozart en África

Out of Africa (1985) es el nombre original de una película estadounidense, de Sydney Pollack, que en España se tituló Memorias de África, y en otros países de habla hispana, África mía. Ganadora de 7 Oscars en 1985, la obra está basada, libremente, en una novela de la escritora danesa Isak Dinesen  —sedónimo literario de Karen Blixen, más exactamente Karen Christentze Dinesen—, con guion de Kurt Luedtke y una impresionante fotografía de David Watkin. Los actores principales son Meryl Streep y Robert Redford, que protagonizan uno de los romances más famosos de la historia del cine.
El argumento es simple. A comienzos del siglo XX (1914, comienzo de la Primera Guerra Mundial), una europea decidida y fuerte, Karen Blixen (Meryl Streep), llega a Kenia, donde dirigirá una plantación de café junto a su mujeriego marido, un primo lejano, que le contagia la sífilis, del que no está enamorada y del que termina separándose. La película, sencilla, poética (hay quien la considera —Carlos Aguilar— llana y plúmbea), se centra en la relación de la protagonista —su enamoramiento— con el lugar y sus habitantes, así como en el romance apasionado que mantiene con el cazador Denys Finch-Hatton (Robert Redford).
Isak Dinesen en África
Casi toda la música del film es del compositor británico John Barry (1933-2011), creador del famoso “sonido Barry”, ganador de cinco Oscars, y considerado entre los diez grandes de la composición musical para cine. Es archiconocido sobre todo por su música en una docena de películas de James Bond, así como de la de El león en invierno y Bailando con lobos, entre otras muchas. Pero lo que los amantes de la música recordamos de Memorias de África es, sobre todo, el famosísimo, y más todavía desde entonces, Adagio —un extracto en el film— del Concierto para clarinete, en La mayor, K 622, de W. A. Mozart (su último concierto para instrumento solista, escrito originalmente para clarinete di bassetto). Mozart compuso la obra —para Anton Stadler, clarinetista, amigo y “hermano” masón— a los treinta y cinco años, en octubre de 1791, en Viena, dos meses antes de morir en lo más alto de su madurez creativa.
Detalle de un retrato inacabado 
de Mozart, el mejor según su mujer.
La versión que escuchamos en Memorias de áfrica —en mis lejas, en vinilo—, es la de Jack Brymer, todo un mito, a quien se sitúa a la cabeza de la escuela británica de clarinete.
Brymer fue profesor en la Royal Academy of Music y en la Royal Military School of Music, y solista, entre otras, de la Royal Philharmonic Orchestra, de la BBC Symphony Orchestra y de la London Symphony Orchestra. En esta ocasión está acompañado por la Academy of Saint Martin in the Fields bajo la dirección de Neville Marriner.
Déjense hipnotizar por el encanto del adagio, el movimiento cumbre de un concierto considerado una verdadera obra maestra del último estilo mozartiano, la obra que, para muchos especialistas, hasta hoy, mejor ha hecho justicia al clarinete. La melodía de este movimiento, tierna, íntima y aparentemente sencilla, es de una belleza sublime, símbolo de levedad y serenidad en una obra en la que destaca su extraordinaria delicadeza expresiva y tímbrica.
Pero no paren aquí; busquen el movimiento completo y escúchenlo, y, después, los otros dos; escuchen el concierto entero: dense un homenaje.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Migas

Esto que ven ustedes a continuación de este párrafo es una fotografía —¿podríamos llamarla cenital?— del centro de la mesa del comedor donde suele manducar la familia de este humilde servidor; y lo que se ve, en el mismísimo centro de la imagen, es una sartená de migas, rodeada, sin intención ornamental, de los pertinentes tropezones, que la autora —artista es más correcto— sirve por separado.
Foto: Jose Alberto Abellán (29-09-2015)
Resulta que siempre me acuerdo de la foto cuando estamos terminando y solo quedan los restos, pero esta vez me di cuenta antes; aunque alguien se me adelantó e inmortalizó mejor, con más tino, el momento. Bueno..., de cualquier manera, quede para la posteridad —que se sepa en todo el mundo, para... estudios académicos venideros— lo que comimos ayer.
¿Artista o genio?: Toñi, la madre de familia; ¿invitadas de honor?: dos Ángeles, madre e hija —consuegra y nuera de la autora de la preparación de la minchá, así como del que esto escribe—; ¿resto de manducantes?: los dos hijos de la familia, Jose y Antonio, y yo, el plumilla que, para darles envidia, les cuenta la comida. Las dos nietas todavía andan con sus comidas infantiles: potitos y esas cosas.
Vayamos con la descripción: En el centro, ya lo he dicho antes, la sartén con las migas, y rodeándola apretadamente —empezaremos por arriba como si fueran las horas de un reloj y seguiremos, ya con el símil, en dirección horaria—, los tropezones, a saber:
  • Ajos tiernos fritos, a las doce.
  • Entre la una y las dos: longaniza y salchicha, fritas también, en trocitos pequeños.
  • Entre las cuatro y las cinco: habas tiernas fritas.
  • Entre las siete y las ocho: magra de cerdo, costillejas de ídem y tocino, todo bien frito en pedacitos de un solo bocado.
  • Pasadas las nueve: pimientos fritos, muy carnosos y bien hechos; ya solo el color, te camela.
  • Y a ambos lados, uno casi a las diez y otro a las tres: sendos platos con cebollitas en vinagre, olivas y pepinillos.
El intríngulis está en saber ir mezclando “al gusto” de cada uno (los músicos utilizamos las expresiones ad libitum o a piacere para indicar lo que quiero decir) los ingredientes acompañantes con la base formada siempre por migas: ahora un trocito de tocino, luego unos ajitos, después una costilleja... 
Añadamos que para el caso “bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino” (Berceo), intercalado a intervalos regulares entre los distintos bocados; en nuestro caso, vasos de una botella de Juan Gil, cuya imagen asoma parcialmente por la esquina inferior derecha la fotografía.  
¡Ah!, se me olvidaba, para el final dejamos unas pocas migas destinadas a acompañar el último postre —tras la fruta—: un cuenco con delicioso chocolate calentito: se introducen las migas —que no llevan la grasa de los tropezones, informo— en el recipiente con chocolate, se bañan bien y con una cuchara se van sacando en sabia proporción (otra vez a piacere)... ya saben.
Gracias, Toñi.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Juan el Carlos

No había posibilidad de pérdida: justo detrás, inmediatamente detrás, de la iglesia del pueblo, allí estaba el Bar de[l] Juan el Carlos, toda una institución, entonces, el establecimiento, y todo un personaje, siempre, el dueño. Además de bar y casa de comidas, era una pensión.
A pesar de que hace bastantes años que fue cerrado al público, todavía queda el local, cierto que con la frialdad propia de lo no utilizado, de lo deshabitado, pero compensada por el recuerdo que trae la conservación todavía de la misma distribución de estancias de que gozó en “vida”; hasta la barra permanece, al entrar, a la izquierda, con su curvatura, algo que, a quienes lo conocimos, nos permite recordar, tras ella, a Juan —su gran corpulencia, sus andares pausados y balanceantes, su cara llena y graciosa— despachando a sus clientes, convidándose y bromeando con ellos, y..., muy importante, contando sus anécdotas, sus chascarrillos…: sus cosas.
Las cosas de Juan el Carlos no se pueden contar ahora, no, por lo menos, como las narraba el protagonista: imposible imitar, y menos reflejar por escrito, su gracia, su chispa, su dicharachería. Imagínenlo diciendo algo así:
Como aquella vez que fuimos al fútbol mi Paco, Fulanico y yo. [pausa y aclaración] (Cuando íbamos a los toros o al fútbol, yo me echaba todos los “recortes” que encontraba encima de la barra [haciendo el gesto de recoger, arrastrando el brazo sobre el mostrador, de fuera a dentro]: jamón, lomo, morcón, chorizo…, acompañados de la bota del vino). Entonces, pa que lo sepáis, mi peso estaba en los 140 kilos, y el de mi hermano no andaría muy lejos. Llegamos al “campo” y ocupamos nuestros asientos, de esos señalados con rayas de pintura en las gradas de cemento. Poco después viene un tío que quería sentarse donde estábamos nosotros; decía el individuo que allí estaba su asiento, que lo ponía en su papeleta. Después de discutir un rato, tuvimos que llamar a un acomodador, que estuvo indagando hasta que descubrió que entre mi Paco, Fulanico y yo, entre los tres, ocupábamos cuatro localidades: ¡ahí estaba la rata! ¡menudos culos!
O cuando ¿¡se comió 58 huevos fritos!?:
En un viaje para comprar vino, fuimos a Pinoso mi Paco y yo, y en una venta del camino, apostamos a ver quién comía más huevos fritos. Gané yo, que me comí 58. [Pequeña pausa y aclaración pedagógica] (Para comerse 58 huevos fritos no hay que “magrearlos” mucho: se pincha con el tenedor en un lado [gesto de hacerlo], se dobla el huevo, se pincha el otro lado... [gesto] y pa dentro); ¡ah!, y con cada huevo, un trago de vino.
Los miércoles… sí, creo que era ese día cuando su mujer, la Teresa (su Teresa) hacía callos, que Juan iba despachando en el bar como tapa en pequeñas cazuelas de barro: ¡buenísimos! A mi mujer y a mí nos gustaban tanto que ella tenía la costumbre de ir más de un miércoles con una cacerolica y traer unas raciones para comérnoslas en casa: ese día ya teníamos la comida.
Como era tan bromista, uno de esos miércoles, Juan le coloca a un cliente, desconocido, un forastero, un plato de callos sin que este los hubiera pedido; el hombre, extrañado, contesta, quizás algo desabridamente:
—¡Yo no he pedido eso!
A lo que nuestro entrañable personaje responde, teatralmente, muy serio y abrumador, como enfadado:
—¡Todavía no ha nacío quien se niegue a comerse unos callos hechos por la Teresa!
Pronto se descubría la broma, salía a relucir su talante y no pasaba nada: unas aclaraciones, unas risas y unas convidás.
La verdad es que la diferencia entre nuestras edades (la mía y la suya) dificultó que lo conociera mejor, pero he de decir que entre nosotros había una recíproca apreciación; tan clara, que cuando murió Juan, su hijo, mi amigo y también compañero de aventuras durante unos años, Vicente Carlos, me dijo: “ha muerto tu amigo”; y así era, si no amistad entre iguales, sí por lo menos, por lo que a mí respecta había, y mantengo, mucho cariño, y admiración, por su talante bromista, comprensivo y parlanchín.
Le gustaba el tango y creo que su favorito era —se lo oí cantar algunas veces, mitad emocionado mitad en broma— Sus ojos se cerraron, cantado por Carlos Gardel, claro. Y ese es el homenaje que Abonico quiere ofrecer a Juan el Carlos, ese tango que tanto le gustaba y que con tan graciosa teatralidad cantaba.
Va por ti, amigo Juan.

Carlos GardelSus ojos se cerraron.
Fotos de Juan El Carlos, cedidas por su nieto Antonio.

Y aquí tienen la letra para que nadie se pierda:
Sus ojos se cerraron  
(Música: Carlos Gardel 
Letra: Alfredo Le Pera)

Sus ojos se cerraron 
y el mundo sigue andando, 
su boca que era mía 
ya no me besa más, 
se apagaron los ecos 
de su reír sonoro 
y es cruel este silencio 
que me hace tanto mal.  

Fue mía la piadosa 
dulzura de tus manos 
que dieron a mis penas 
caricias de bondad, 
y ahora que la evoco 
hundido en mi quebranto, 
las lágrimas trenzadas 
se niegan a brotar, 
y no tengo el consuelo 
de poder llorar. 

¡Por qué sus alas tan cruel quemó la vida! 
¡por qué esta mueca siniestra de la suerte! 
Quise abrigarla y más pudo la muerte, 
¡Cómo me duele y se ahonda mi herida! 

Yo sé que ahora vendrán caras extrañas 
con su limosna de alivio a mi tormento. 
Todo es mentira, mentira ese lamento. 
¡Hoy está solo mi corazón! 

Como perros de presa, 
las penas traicioneras 
celando su cariño 
galopaban detrás, 
y escondida en las aguas 
de su mirada buena 
la muerte agazapada 
marcaba su compás.  

En vano yo alentaba 
febril una esperanza,
clavó en mi carne viva 
sus garras el dolor; 
y mientras en las calles 
en loca algarabía 
el carnaval del mundo 
gozaba y se reía, 
burlándose el destino 
me robó su amor.

¡Por qué sus alas tan cruel quemó la vida! 
¡por qué esta mueca siniestra de la suerte! 
Quise abrigarla y más pudo la muerte, 
¡Cómo me duele y se ahonda mi herida! 

Yo sé que ahora vendrán caras extrañas 
con su limosna de alivio a mi tormento. 
Todo es mentira, mentira ese lamento. 
¡Hoy está solo mi corazón!