SECCIONES

viernes, 16 de octubre de 2015

El Titanic y Dios

Primeros años de la década de los setenta del siglo XX.
Como no recuerdo, o no quiero recordar, su nombre, lo llamaremos Don Ceporro, que le va que ni pintado. Don Ceporro era un cura con un corto, aunque enorme —por ancho y carnoso—, cuello: un pescuezo que unía una pelada cabeza pequeña a un cuerpo también corto pero muy voluminoso. Era “profesor de religión” —es un decir— en el Colegio San José, en el que yo trabajé de joven durante unos años, mientras preparaba oposiciones. El personaje del que estamos hablando era un verdadero animal, no solo de aspecto; su cabeza pequeña no lo era solo de tamaño: yo lo recuerdo tan bruto físicamente como tosco y escaso de cerebro.
Un día, explicando en su hora de clase, con zafiedad como en él era habitual, les dijo a los niños de mi tutoría, pausada y teatralmente, tratando de aparentar una autoridad intelectual y académica que no tenía:
—El Titanic era un barco muy grande, grandííísimo —y señalaba abriendo los brazos cuanto podía, exageradamente; los volvía a cerrar y añadía—, y llevaba un letrero que decía: “Este barco no lo hunde ni Dios”.
—¿Sí, Don Ceporrro? —preguntaba algún niño de los más curiosos—. ¿de verdad?
—Sí, ¿y sabéis qué?
—Qué —respondían algunos niños en grupo, esperando la reanudación del relato.
—Que chocó con un iceberg así de pequeñito —y, como si el diminutivo no hubiera sido suficiente, volvía a señalar en el espacio, marcando ahora determinada altura con la mano derecha a menos de un metro del suelo— y se hundió en cinco minutos —y mostraba los dedos de una mano varias veces mientras lo repetía, remarcando muy bien cada una de las distintas sílabas de las dos últimas palabras— ¡se hundió en cin-co mi-nu-tos!
—¿…? —los niños se quedaban con cara de interrogante, preguntando con la mirada, esperando de Don Ceporro la continuación o la moraleja, y esta última llegaba pronto:
—... ¡Que no se puede dudar del poder de Dios! —decía el cura, casi gritando, abarcando a toda la clase con la mirada— ¡que es un pecado gravísimo retarlo! —y, tras una breve pausa, concluía— ¿Habéis comprendido la lección?
—Sííí, Don Ceporro.

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