SECCIONES

viernes, 25 de octubre de 2019

Como tú

«Como tú» es el título de un extraordinario poema de León Felipe, unos versos que de Blas Rubio aprendí a transmitir con emoción a mis alumnos. Blas es uno de los mejores profesionales que he conocido en el campo de la enseñanza (aunque muy cualificado, él se solía calificar a sí mismo como «maestro raso»). Así que… vi cómo lo hacía el maestro raso, me pareció una buena idea y desde entonces traté de imitar unas cuantas veces su pedagogía, o, dicho con más precisión, parte de su pedagogía.
Antología rota es el nombre de la primera obra de León Felipe que cayó en mis manos. La publicó Losada en su colección Clásica y Contemporánea, y la compré, apenas iniciada la década de los setenta, bajo manga (la censura de la dictadura franquista no permitía su venta en nuestro país); me hice con ella en Murcia, muy cerca de la Plaza de Santo Domingo, en la ya hace muchos años desaparecida librería Demos
¡Ah, el morbo de lo prohibido! En esta obra, una buena muestra de la poesía de León Felipe, me encontré por primera vez frente a «Como tú», y también ante un poema en el que el poeta llama sapo Iscariote a Franco; sí, a su excelencia el generalísimo, jefe de los ejércitos de tierra, mar y aire. Vean qué par de... versos:
[...] Franco.... el sapo Iscariote y ladrón en la silla del juez repartiendo castigos y premios. / En nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del pecho. [...]
Otro poema que conocí en esta antología y que me conmueve cada vez que acudo a él es aquel en que le dice al generalito —de voz atiplada, por cierto— que lo deja mudo, con la pistola pero sin la canción...: 
Franco, tuya es la hacienda, / la casa, / el caballo / y la pistola. / Mía es la voz antigua de la tierra. / Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo... / Mas yo te dejo mudo... ¡mudo! / y ¿cómo vas a recoger el trigo / y a alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?
¿Y el poema en el que le dice Raposa a Inglaterra?:
INGLATERRA, / eres la vieja Raposa avarienta, / que tiene parada la Historia de Occidente hace más de tres siglos, / [...] / ¡Raposa¡ /¡Hija de raposos! [...]
Pero vayamos con «Como tú». En el aula (siguiendo en parte, como he dicho, lo que vi hacer a Blas), antes de comenzar con la lectura del poema, hay que pedir a los niños de la clase que salgan al patio del colegio y que cada uno traiga una piedra. Si no hay piedras en el patio (en el de mi colegio sí las había), se les encarga que para la próxima clase cada uno venga con la suya. ¡Ojo!, hay que orientarlos, hay que decirles qué tipo de piedra es conveniente, porque si no lo hacemos nos podremos encontrar  con algunas sorpresas, como la de que algunos alumnos vengan con una muy pequeña, diminuta, o, todo lo contrario y peor, que vengan con una excesivamente grande. Debe ser una piedra pequeña, sí, modesta, que quepa con holgura en el hueco de la mano del niño, pero que tenga suficiente entidad y se la pueda ver con claridad, ello debido a su protagonismo.
Una vez provisto de piedras el alumnado, mostraremos cómo se hace el recitado del poema; en primer lugar lo hará el maestro, adoptando el papel del poeta, que mira y habla con emoción a la piedra que tiene en la palma de la mano, bien visible, a unos 20-30 centímetros de los ojos que la miran, y a la que dice con mucho sentimiento:
   COMO TÚ
Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña:
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia...
como tú, piedra aventurera...
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda...
piedra pequeña
y
ligera...
   León Felipe

Podemos utilizar después la versión musical —sencilla, sobria—, del cantautor Paco Ibáñez, que he extraído del disco Paco Ibáñez en el Olimpia, grabación de una actuación legendaria en la sala parisina; tengamos en cuenta que aquí en nuestro país la censura —otra vez— no permitía cantar a este músico.

Tras la escucha de Paco Ibáñez (aunque puede invertirse el orden, pero siempre bajo la supervisión del maestro), aquellos alumnos que quieran, individualmente o en grupo, pueden musicalizar el texto a su manera (mejor si tienen costumbre de otras veces). Quienes no se sientan seguros con la realización de la melodía, pueden hacer una versión rítmica, a modo de rap, que, seguro, resultará interesante.
Para terminar, organizaremos una ordenada exposición literario-musical de lo realizado, a cargo del alumnado, individualmente y/o en grupo, a elegir. Y como colofón: grabación de cada una de estas exposiciones para disfrutar de ellas después.

viernes, 18 de octubre de 2019

Primera biblioteca (y 2)

En casa de mis padres, la de mi infancia, no hubo libros, solo los de texto cuando llegó el momento; en aquel hogar no había novelas ni libros de cuentos ni de poesía u otros cualesquiera. Más tarde, al llegar a la mayoría de edad tras unos años juveniles en Babia, perdidos (en barbecho, prefiere pensar ahora mi yo más conformista), decidí seriamente reanudar los estudios. No recuerdo exactamente en qué año fue eso —quizás 1970—, pero sí recuerdo que entonces comenzó, y que aumentó día a día, y que aún sigue en pie mi ilusión por la lectura, por los libros, por el estudio... por el aprendizaje... por el conocimiento. Si he de ser sincero, creo que siempre tuve conciencia —a veces remota, lo confieso— de que lo que estaba haciendo en aquellos años desérticos desde un punto de vista académico no era lo correcto, no lo que quería.
La verdad es que siempre, desde pequeño, me atrajeron los libros, y más los gruesos, los tochos, no sé por qué; quizás pensara que en esos enormes volúmenes que veía en manos de algunos estudiantes universitarios, había mucho conocimiento: a más grosor, más saber, supongo que razonaría entonces.
Ya en el primer tramo del buen camino, el del estudio que pretendía serio, un día fui a Murcia en el Renault 4L de mi padre y compré una estantería para mis escasos libros, una librería barata, de unos dos metros de alta por uno de ancha, metálica, de color marrón, de las que se montan con tornillos adaptando la altura de las baldas a voluntad. Estas estanterías eran habituales en algunas de las más modernas tiendas de antes y siguen siéndolo en las más cutres de ahora.
La instalé en una pequeña habitación que en la planta superior de la casa había junto al cuarto de baño, y allí coloqué con mucho esmero, diría que con mimo, los poquísimos libros que entonces tenía, que, ya lo he dicho, en general eran de estudio, sobre todo manuales de texto que conservaba del bachillerato elemental, del superior y de la todavía entonces no acabada carrera de magisterio, además del típico diccionario escolar de la lengua española, el de francés, el de latín, un atlas geográfico... También había en ese primer lote algunos pocos libros de la colección Reno, de la editorial Plaza Janés, otros pocos de la famosa colección Austral, de Espasa Calpe, alguno de la colección RTV, y no sé si ya dispondría de algún ejemplar de la de bolsillo de Alianza Editorial que en lo sucesivo tan importante sería para mí. Eran tan pocos los volúmenes que contenía aquella estantería, que los esponjaba y colocaba estratégicamente para que parecieran más de los que en realidad había.
Por eso, ahora, cuando alguien, normalmente algún joven, un alumno o exalumno en el que despunta la querencia por los libros, se asombra por los muchos que ve en mis estantes o cree que tengo, le digo, tratando de animarlo, por si le sirve de ayuda, que a su edad yo tenía, casi con toda seguridad, menos libros que él tiene ahora, que no se preocupe, que se hace camino al andar.

viernes, 11 de octubre de 2019

Primera biblioteca (1)

Sufro de una preocupante falta de espacio para los libros en mi casa, un problema que me agobia desde hace ya muchos años y que he tratado de solucionar con parches que en absoluto me contentan, pues he ido añadiendo, poco a poco según necesidades inaplazables en cada momento, estanterías en todas las habitaciones de la vivienda (en el aseo no, por temor a la humedad, al vapor del agua caliente en invierno; aunque me ronda la cabeza ya mucho tiempo una «práctica» idea que no me he atrevido a llevar a cabo: la de una pequeña estantería en el cuarto de baño, bien cerrada con puertas de cristal, donde colocaría libros de lectura muy fraccionada y rápida: aforismos, cuentos breves, diarios, artículos…).
A pesar de estar distribuidos por todas las habitaciones de la casa, tengo los libros más o menos suficientemente ordenados, muchos de ellos por materias y, dentro de ellas, aunque no la mayoría, por orden alfabético de autores y/o según algún otro criterio. De modo que no suele suponer un gran problema la localización de un título determinado. Aun así, daría cualquier cosa por tenerlos todos juntos en una sola habitación, en un estudio grande donde poder organizarlos a mi gusto, todos al alcance de la mirada y casi de la mano, por materias, en un buen orden —temático, alfabético, por autores, por títulos...—, más cercanos los que más me interesan, más lejanos los de poco uso... Pero no he dado ese paso hasta ahora, me da pereza, y... para lo que me queda...
El uso de toda la vivienda como biblioteca tampoco soluciona mi problema; así que la falta de espacio continúa y es, día a día, cada vez mayor: paredes llenas de estanterías, estanterías llenas de volúmenes, libros encima de sillas, sobre algunas mesas, por el suelo, bajo el piano, metidos en cajas en el trastero, en la leñera... He leído, a gente que se enfrenta a este mismo problema, algunas propuestas de solución que, por ahora, no me convencen, como la que dice que por cada libro que entra en la casa tiene que salir otro, o la que aconseja hacer donaciones a bibliotecas, o venderlos a algún librero de viejo, o...: NO.
«De vez en cuando he de hacer una saca forzosa de libros.» (García Martín, José Luis: Nadie lo diría, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2018, pág. 78).
Muchas veces me han preguntado —amigos, alumnos, conocidos…— que cuántos libros tengo. También, cuando algunas personas que me conocen menos entran en mi casa y ven las estanterías tan cargadas, preguntan extrañadas si los he leído todos. Incluso hay quien, como David, agorero, me pronostica que, entre los libros y el piano, con el excesivo peso, el suelo de mi estudio —el lugar de la casa donde más libros se acumulan— terminará por ceder y se hundirá, y añade a continuación que él por nada del mundo viviría en el piso que hay debajo del mío. Espero que sean solo exageraciones.
La verdad es que no sé la cantidad de libros que tengo, ni quiero saberla por ahora: me decepcionaría; tengo, créase, muchísimos menos de los que me gustaría. Y no, no me los he leído todos, ni creo que los vaya a leer: me parece imposible, entre otras cosas, aparte de que compro más ejemplares de los que leo, porque muchos son de estudio, o de consulta. Ya hace muchos años que, animado por un amigo, se me ocurrió ficharlos para, sobre todo, controlar mejor su ubicación y los préstamos; pero, tras el largo y costoso esfuerzo, una vez catalogados todos, pronto abandoné la idea: «un calentamiento menos de cabeza», pensé. Así que, ante la pregunta de cuántos libros tengo, suelo contestar que unos cuantos miles: ocho mil, diez mil, doce mil...: tomo una amplia horquilla.
Continuará.

viernes, 4 de octubre de 2019

Halagos

Desde que, hace unos pocos años, La Calle, una revista local, comenzó a publicar algunos de mis artículos, no es infrecuente que, cuando voy paseando por el pueblo o estoy sentado en la terraza de cualquier bar o cafetería, algún amigo, o conocido, o alguien menos cercano, incluso totalmente desconocido, se dirija a mí en tono elogioso sobre algo de lo publicado, a veces haciéndome un guiño con alguna expresión, con alguna frase o idea de algún artículo aparecido en la publicación.
Entonces, la verdad, se me ocurre que es agradable que piensen y hablen bien de uno. «No me gustan los halagos [breve pausa]: siempre se quedan cortos», me dijo hace un tiempo Mariano Sanz al respecto, bromeando y parodiando a no sé qué personaje, en una ocasión en que alabé en su presencia algo de lo por él escrito. Y a mí, ¡qué voy a decir!, me agrada el halago, pero ante cada caso —ante bastantes de ellos— no puedo dejar de pensar en algo que le leí a Iñaki Uriarte, autor de unos Diarios de mucho éxito literario, que me gustaron bastante hace unos años y he releído hace poco:
Me despido de él. Estoy contento porque me ha halagado. Es una persona importante. Al cabo de unos pasos pienso: ¿pero por qué estoy tan contento si es alguien que apenas me merece respeto intelectual? La relación con las personas importantes tiene siempre algo de penoso. (Uriarte, Iñaki: Diarios, 3er volumen: 2008-2010, Pepitas de calabaza, 2015, pág. 121).
En mi caso, muchos de estos halagos no suelen venir de personas especiales, destacables por su cultura; se trata con frecuencia de gente normal, sencilla, buena gente que simplemente me comenta que le gusta cómo escribo o que me dice lo que le ha parecido tal artículo o que me agradece que haya escrito sobre tal personaje local... Pero —lo que dice Uriarte— ¿por qué nos agrada que elogien nuestra escritura personas que intelectualmente tenemos en poca consideración, a menudo en ninguna? En algunos casos debería ser suficiente el enfático halago de alguna de estas personas para que te plantearas con seriedad: «si a esta le entusiasma..., mal asunto».
¿No será que nos gusta que nos elogien debido al deseo, afanoso incluso, de ser considerados y admirados por unos méritos que creemos más que suficientes, por unos valores que consideramos altos? Se me ocurren unos cuantos términos que apuntan en esta dirección, entre los que se puede elegir a voluntad e incluso añadir alguno más: ¿vanidad?, ¿orgullo?, ¿inmodestia?, ¿presunción?, ¿altivez?, ¿fatuidad?, ¿arrogancia?, ¿engreimiento?...