SECCIONES

viernes, 27 de agosto de 2021

Garabatear

De todas las peculiaridades que conozco de Mozart, muchas de ellas increíblemente maravillosas, la que más me sorprende (además de su enormidad como compositor y de su precocidad extraordinaria) es su talento para elaborar mentalmente la totalidad de la obra que tiene entre manos (que tiene in mente, nunca mejor dicho), y ello antes de escribir una sola nota en el pentagrama. A este proceso hay que unir otra faceta increíble —más que la anterior, si cabe—, que es la capacidad de oír en un momento —una escucha global instantánea— la integridad de la obra ya elaborada en su cabeza, que, como cualquier pieza musical —no lo olvidemos— se desarrolla en el tiempo, segundo a segundo, minuto a minuto (piénsese en la duración de uno solo de los movimientos de cualquier sonata, concierto, sinfonía…).

[…] Cuando estoy solo conmigo mismo y de buen humor, por ejemplo de viaje en el coche, o paseando después de una buena comida, o de noche, cuando no puedo dormir, entonces me vienen las ideas a chorros y del mejor modo. De dónde y cómo no lo sé, tampoco puedo hacer nada para saberlo. Las que me gustan las guardo en la cabeza, y me dedico también a tararearlas, al menos según me han dicho otras personas. Una vez las tengo bien agarradas, me vienen en seguida una tras otra las ideas sobre cómo utilizar estos trozos para hacer un guiso, de acuerdo con el contrapunto, con el sonido de los distintos instrumentos et caetera, et caetera, et caetera. Esto me excita el alma, siempre que realmente nadie me estorbe. Todo va haciéndose cada vez más grande, y yo lo voy haciendo cada vez más extenso y más claro. Y verdaderamente, la cosa queda ya casi lista en la cabeza por larga que sea, de modo que después la veo toda en el espíritu con una sola mirada, en cierto modo como si fuera un bello cuadro o una bonita figura humana, y la oigo en la imaginación, no de forma que una cosa vaya viniendo detrás de otra, como luego debe ser, sino en un instante, todo a la vez. Esto es un festín. Todo lo que es encontrar y elaborar se produce en mí como un sueño bello e intenso, pero el hecho de oírlo así, todo a la vez, es evidentemente lo mejor. Lo que se ha formado de este modo no lo olvido fácilmente, y éste es quizá el mejor don que nuestro Señor Dios me ha regalado. Cuando me pongo luego a escribir, tomo del saco de mi cerebro lo que antes, como ya he dicho, había quedado reunido allí. Es por eso que entonces todo pasa bastante rápidamente al papel, porque al fin y al cabo ya estaba listo, y raramente se transforma en algo distinto de lo que había habido en la cabeza. Por lo tanto, mientras escribo puedo dejar también que me distraigan, y a mi alrededor pueden ir ocurriendo todo tipo de cosas; yo continúo escribiendo a pesar de todo. También puedo ir hablando, por ejemplo sobre gallinas y ocas, y cosas así. […]

Carta de Mozart a un amigo. Original perdido. Copia publicada en 1815 por Friedrich Rochlitz, director de la revista Allgemeine musikalische Zeitung. La he tomado de Balcells, Pere-Albert: Autorretrato de Mozart. Barcelona: Acantilado, 2000, págs. 308-310).

Original y asombroso, ¿no?, el funcionamiento de la cabeza del genio salzburgués en el proceso de percepción y creación de una obra musical, el de una composición que (en muchas ocasiones, y pocas dudas caben al respecto) termina siendo una maravilla de la historia de la música.

Todo esto explica muy bien el que, como se puede apreciar en la película Amadeus, el genial compositor pudiera entretenerse jugando con las bolas de billar mientras escribía música mecánicamente; o el que no haya apenas tachaduras ni correcciones en sus partituras originales; o el que, preguntado por una obra que le ha sido encargada pero no entregada, responda que ya la tiene y que, a continuación, cuando se le pide la partitura de la misma, conteste, al tiempo que se señala la sien con el dedo índice, que la obra está en su cabeza, y que el resto, su escritura, solo es garabatear.


viernes, 20 de agosto de 2021

¿Despilfarro?

Muy cerca de las once, volviendo ya de mi andadura diaria, me paro a hablar unos minutos con Jesús, que está en la casa de sus padres, a la que suele ir a dar vuelta de vez en cuando desde que quedó deshabitada tras la muerte de su madre.

Nos saludamos y, al tiempo que me quito el auricular izquierdo y bajo el volumen de la música en el móvil, le digo que voy disfrutando de la obertura de Tannhäuser, de Richard Wagner, interpretada por la Orquesta Sinfónica de Chicago bajo la batuta de Georg Solti, una música estimulante, maravillosa, terapéutica, que me proporciona energía y anima mi caminar.

Bastante eufórico, le cuento que llevo una mañana —ya casi un par de horas— muy atractiva musicalmente, pues antes de esta obra he escuchado, del mismo autor, la «Cabalgata de las valquirias», de La valquiria, y antes, algunas otras de Vivaldi; y todo ello, le digo, después de una emisión de radio dedicada exclusivamente a Mozart, un programa epistolar, bien apoyado en la correspondencia del compositor, la de su padre, su hermana…

Por último, le traslado que vengo pensando (y que esto es algo que me viene a la cabeza de vez en cuando) en el tamaño que podría haber alcanzado la obra de Mozart si hubiera llegado a vivir treinta o cuarenta años más, sin olvidar, claro, la calidad de la misma, que también habría continuado en aumento en paralelo a la cantidad.

Jesús me contesta que recuerda perfectamente una charla que tuvimos ambos en mi casa, una conversación que mantuvimos hace ya treinta y cinco años pero de la que se acuerda al detalle: de cómo estábamos sentados en mi estudio, de la ubicación del piano, de la de los libros detrás de mí…, un diálogo en el que le confesé —cree que respondiendo a una pregunta suya— que yo tenía entonces la misma edad que había alcanzado Mozart antes de morir —treinta y cinco años— y que veía mi vida como un despilfarro si la comparaba con la del genio del clasicismo (recuérdese su obra: más de seiscientas composiciones, entre las cuales figuran muchas de las cumbres de la historia de la música).