SECCIONES

viernes, 27 de noviembre de 2020

Don Bestia (y 3): La doctrina de don Bestia

En el crucero de la iglesia del pueblo, justo allí donde se juntan las dos naves que forman su planta de cruz latina, rememoro a don Bestia junto a un trípode de madera en el que nos muestra a los niños que estamos frente a él unos carteles de papel estucado ilustrados con grandes viñetas sin texto, unos cuadros del tamaño, o casi, de los que años después llamaremos pósteres (¡menudo powerpoint para la época!), gráficos que el cura va pasando en vertical, para arriba y hacia atrás, y con cuyos dibujos se empeña, con un estilo muy personal, en enseñarnos distintos aspectos de la historia sagrada, intercalando a su modo entre las diversas historias bíblicas «su» doctrina; sí, la suya, mezclada con la de la iglesia católica.

En unos pocos bancos que hay situados frente a don Bestia estamos sentados con aparente formalidad un grupo de niños que, recién salidos de la escuela, andamos atentos, por la cuenta que nos trae, a lo que el cura nos cuenta, pues en la mano exhibe un palo largo (no es redondo, es un prisma octogonal de poco más de dos metros de arista lateral y de unos cuatro centímetros de diagonal en sus bases regulares), un palo que es la parte larga de una cruz que ha perdido el trocito pequeño que, próximo a uno de sus extremos, la cruzaba, una cruz que se utilizaba en las procesiones para golpear con su extremo inferior la parte delantera del trono con el fin de que el sonido producido comunicara a los nazarenos portadores del paso la orden de que se detuvieran o de que reanudaran la marcha, según fueran desfilando o estuvieran parados, respectivamente.

Con solo mostrar el palo, aunque debido a su hábil manejo, tiene garantizada don Bestia nuestra atención, real o simulada, porque en el momento menos pensado, cuando por distracción no lo esperes, puede caerte encima (siempre te golpea con alguna arista), pues, gracias a su longitud, llega sobradamente hasta el último niño de la última fila, a quien el párroco, llegado el caso, golpea certeramente y siempre en la cabeza repetidas veces al tiempo que pronuncia la palabra «penco» también repetidamente, una vez por cada golpe, marcando en cada caso el pulso rítmico con cada estacazo, y demostrando con ello la increíble sincronía de destrezas motrices y capacidades musicales de nuestro cura.

Precisamente, debido a ese ritmo de la palabra «penco» repetida por don Bestia mientras te sacudía, permanece todavía hoy con claridad en mi cabeza el recuerdo de que solían ser tres los golpes propinados: penco, penco, penco (tres parejas de corcheas —equivalentes a tres negras—, la primera de cada par acentuada con el palo, que, por tanto, te golpeaba a ritmo de negra).

Cuando saco este tema en alguna conversación con gente más o menos de mi edad, siempre hay alguien que bromea mostrando la parte superior de la cabeza mientras se palpa lo que dice es una grieta todavía abierta, para indicarnos a quienes lo escuchamos que aún no se le ha cerrado tras los golpes que le propinó entonces el bestia del cura.

Así que es fácil hacerse una idea de cómo entraron en las molleras de los chiquillos de mi época muchas de aquellas historias del Antiguo Testamento y algunas de las aventuras de Jesús en el Nuevo: David y Goliat, Sodoma y Gomorra, Esaú y Jacob (con lo del plato de lentejas y la primogenitura, que entonces no acababas de entender cómo se podía ser tan tonto como para cambiar toda una herencia por un plato de comida), la historia de Isaac, la de David y Betsabé (muy morbosa, no sé para quién más, pienso ahora, si para los niños o para el propio cura), la de Judit y Holofernes, la de Sansón, la historia de José y sus hermanos, que incluía la también morbosa escena del protagonista con la esposa de Putifar; el sermón de la montaña, la resurrección de Lázaro y la expulsión de los mercaderes del templo; la lista de los doce hijos de Jacob, que había que saberse de memoria y en riguroso orden bajo la sempiterna amenaza del largo palo y el triple y rítmico «penco, penco, penco», etc.

Bien... pues... esto me cuadra bastante bien con lo que vengo predicando muchos años sobre el apreciable, aunque no tan apreciado como me gustaría, valor formativo de la música; por lo visto, el rítmico «penco, penco, penco» (tanto los golpes reales sufridos, como, en mi caso, los imaginarios temidos) contribuía a «meter el conocimiento» en la cabeza de los niños y conseguía que permaneciera allí per saecula saeculorum.

 

viernes, 20 de noviembre de 2020

Don Bestia (2)

Se contaban, y se siguen contando aunque ya bastante menos, muchas anécdotas de aquel curángano tan bruto, como la que se recreaba con recochineo en el relato de cómo una vez, en plena misa, don Bestia metió una ficha de dominó en la boca de una «atrevida» mujer que se acercó a comulgar con los labios pintados de carmín: ¡Habrase visto! La ficha que le introdujo en la boca a la pobre mujer —se decía— fue el seis doble, que el cura llevaba en el bolsillo de la sotana porque, haciendo trampas (aquí, la persona a la que se lo escuché contar en distintas ocasiones intercalaba un brevísimo silencio al que sumaba una maliciosa sonrisa), con triquiñuelas, se la había guardado mientras jugaba la porra en el bar.

También se cuenta (lo escribo en presente porque lo he escuchado hace no mucho) que andaba este ensotanao individuo (¡qué casual parecido entre ensotanao y ensatanao!), con aviesas intenciones, tras la mujer de un vecino del pueblo, y que no era el cura el único de los mandamases locales que lo hacía, pues competía nuestro dómine en ello con un gerifalte político, dedicado quizás con más obsesión todavía que el cura a estas labores tan inconfesables; y parece ser que ambos utilizaban la misma despreciable treta con aquella señora de buen ver, a la que el cura y el otro presionaban cada uno por su lado para que accediera a sus turbias pretensiones, amenazándola con «perjudicar» a su marido, que estaba preso porque era «rojo» en unos tiempos en que serlo —republicano, entiéndase— tenía sus consecuencias: era lo peor que se podía ser.

Lo último que me ha llegado de don Bestia, y no sé con qué grado de certeza, de credibilidad (me he enterado hace poco y me ha sorprendido, aunque no tanto, y más por no haberlo sabido de antes que por la naturaleza del hecho), es que tenía «sobrinas» (o una sobrina, pues ahora dudo de la precisión en la confidencia), algo no muy infrecuente entonces entre los de su gremio, pues de muchos es sabido que las criadas, las amas de casa, los primos, los amigos… y las sobrinas de bastantes de estos curas de aquellos años no eran sino amantes encubiertos de los religiosos.

Continuará.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Don Bestia (1)

Llamo ahora don Bestia al cura que marcó parte de mi infancia, el que, de los varios que hubo en el pueblo durante aquellos años, de alguna manera más influyó en mí, y lo hizo, desde luego, de forma negativa, muy negativa.

Fue con él con quien tuve que hacer la primera comunión y con quien durante años, periódicamente, hube de confesar mis pecados: primero, a menudo, y después, de vez en cuando, distanciando poco a poco cada vez más mis visitas al confesionario, hasta eternizar sus intervalos; en fin… él fue el cura al que tanto miedo tuve, pues siempre me pareció muy brusco... violento… un animal.

No recuerdo haber oído nunca a don Bestia hablar con dulzura; sí, sin embargo, me acuerdo de que te arreaba algún pescozón o tirón de orejas cuando, arrodillado frente a él en el confesionario, compungido, le decías que te habías tocado, tu pecado habitual. Y a él había que dirigirse prontamente para besarle la mano cuando te lo encontrabas por la calle, incluso aunque estuviera a decenas de metros de distancia. Y también era él quien, para que prestases más atención, te golpeaba varias veces, rítmicamente, en lo alto de la cabeza, con un largo palo muy aristado, si creía haberte pillado distraído mientras explicaba su doctrina. 

Y creo que sus mañanas y tardes consistían en el deleite vicario e inconfesable de asistir una tras otra, como en una larga sesión de pornografía oral, a las minuciosas confesiones de nuestra irreprimible sed de sexo. El padre Mario quería siempre detalles, más detalles, con quién y cuántas veces y con cuál de las manos y a qué horas y en dónde, y uno le notaba que esas revelaciones, aunque las condenara de palabra, le atraían de una manera enfermiza, tenaz, y que su insistencia en el interrogatorio lo único que revelaba era su ansia por explorarlas. (Abad Faciolince, Héctor, 2006: El olvido que seremos, Barcelona, Seix Barral, pág. 84).

Ya su físico imponía: Un cuerpo grande, recio y redondeado aunque no muy gordo, ensombrecido por la vestimenta curil, coronado por una cabeza mussoliniana que se conectaba al tronco por un cuello que recuerdo corto y ancho, con un pescuezo molludo que tenía dos pliegues horizontales a unos tres centímetros de distancia uno del otro, por encima y por debajo de la molla sobresaliente, y vestido con una sotana parecida a la del dómine Cabra que de forma tan extraordinaria retrató Quevedo en El Buscón.

Continuará.