SECCIONES

sábado, 28 de noviembre de 2015

A las 10…

A Emilia, que acaba de dejarnos.
A las 10 se deja la noche pa lo que es”
Esto, y justamente en estos términos, es lo que tenía que decirles yo, de niño, a la pareja de novios formada por Emilia, la moza que teníamos en casa —sirvienta, criada—, y Antonio, su novio, que estaban platicando o... enfrascados en sus cosas, perdidos en el almacén o en la tienda ya cerrada al público de un enorme caserón de entonces.
Moza. f. Criada, fámula. // 2. Adj. Soltera. RUIZ MARÍN, Diego (2007): Vocabulario de las hablas murcianas, Murcia, Ed. Diego Marín.
Las mozas que trabajaban en casa de mis padres siendo yo niño —comienzos de la segunda mitad del siglo pasado—, que yo recuerde, no tenían un horario determinado de trabajo; comían con nosotros (en la misma mesa y de la misma comida, y de ello se ufanaba mi padre, porque en otras casas “de más señorío” lo hacían aparte y no sé si de los mismos manjares); dormían en casa (hasta hace muy poco, Emilia, ya bastante mayor, me recordaba, cuando de vez en cuando me veía por la calle, las veces que yo, siendo muy niño, dormía con ella). Lo que quiero decir es que vivían con nosotros como un miembro más de la familia. Y no recuerdo que tuvieran libres sábados o domingos, que se fueran a sus casas y no estuvieran disponibles. Algunas —como ella, nunca mejor dicho, pues Emilia lo hizo de mi propia casa—, salieron del servicio doméstico para casarse. Así era.
Pues bien, a lo que iba, ya al final de la jornada diaria, cuando se acercaba el momento, mis padres me mandaban para que advirtiera a la pareja de que había llegado la hora, para que les diera el aviso de que tenían que terminar la charla —o lo que estuviesen haciendo— y empezaran a pensar en lo que tocaba a partir de entonces: ir a dormir. Poco después, Antonio pasaba por delante de la familia reunida en la salita o en la cocina, se despedía con un “buenas noches” y se marchaba.
Ahora me imagino a los novios en “sus quehaceres”, lo que pensarían y lo que se dirían cuando vieran llegar al mocoso, que les cortaría el rollo la mayoría de las veces, para darles la noticia, siempre la misma y con las mismas palabras, hasta con rima:
A las 10 se deja la noche pa lo que es”

sábado, 21 de noviembre de 2015

Volteretas

Me molesta.
Ustedes, como yo, habrán visto cómo lo celebran los futbolistas, y otros deportistas, cuando marcan un gol, cuando anotan un tanto: las volteretas, las carreras, las montoneras de jugadores y la cantidad de gestos, bailes y montajes, algunos muy originales. ¿Y todo esto para qué? Pues… para indicar su alegría, para señalar a quién —o quiénes— dedican el tanto, para contestar con ¡chúpate esa! a alguien que ha puesto en entredicho cualquier aspecto referido al jugador en cuestión...
Les puedo asegurar que en el mundo de la interpretación musical, por hablar de un terreno con el que me siento más familiarizado, se hacen frecuentemente cosas mucho más difíciles que ese gol tan teatralmente celebrado y muchas veces producto de la suerte, cuando no de la pillería ramplona y de las malas artes de su autor.
Me viene a la cabeza estar viendo en televisión un ensayo de una orquesta —no recuerdo su nombre ni el de la obra— en el que el flautín tenía que “dar” —un término demasiado prosaico ese “dar”— veintitantas notas en tres segundos, creo recordar. Era muy difícil “darlas” con éxito todas y la chica encargada de ello lo hizo muy bien, salió victoriosa del pasaje y fue aplaudida por sus compañeros y por el director (Recordemos que era un ensayo, no lo habrían hecho, no habrían interrumpido para aplaudir en mitad de un concierto). Sin embargo, ella no hizo ningún gesto exhibicionista, todo lo contrario, sonrió y se ruborizó ante el agasajo del resto de los músicos.
Pues bien… lo que quiero decir es que no logro situar en el mundo de la música —del arte en general, o en el de la ciencia…: en fin, en el mudo intelectual— algo parecido a la exhibición futbolera. Imagínense ustedes a un pianista —o trompetista o saxofonista o…— que al finalizar la pieza o, peor, tras cada pasaje de gran dificultad interpretado con éxito, se levanta de su silla y comienza a dar volteretas por el escenario, mostrando los dedos índice y corazón de ambas manos en señal de victoria, o chupándose el dedo pulgar para que sepamos que tiene un bebé al que le dedica el éxito de haber tocado el pasaje sin atranques, o acunando a un niño, o señalando una barriga porque su señora está embarazada, o…
¿A que no se lo imaginan?
“¡Pues claro que no!” —me contestarían ustedes—, “no es propio del pianista, flautista, clarinetista…”
¿Y del futbolista sí?
¡Pues sí!
¡Pues eso!

lunes, 16 de noviembre de 2015

La Ratita

La Rata, La Ratita —mejor en diminutivo, que, deduzco, se debía sobre todo a su ínfima envergadura física, tanto de talla como de volumen— vino al pueblo siendo yo niño y, con el tiempo, muchos años después, terminó trabajando para mi familia, en casa de mi padre. Aunque tenía fama de deslenguada, de respondona, no era sino respuesta al trato que recibía de la gente que a menudo la provocaba. Yo, por el contrario, siempre hice buenas migas con ella y guardo buenos recuerdos de nuestra relación.
La Ratita tenía una hija, más o menos de mi edad, con la que, recién llegadas al pueblo, recorría sus casas —supongo que no todas; irían donde dieran “algo”, en tiempos de tanta necesidad— pidiendo comida: restos de cualquier tipo —guisos en general—, que, recuerdo, recogían en latas de conserva vacías ya usadas, latas que eran utilizadas como recipientes y, donde, seguro, comerían directamente e imaginen con qué cubiertos. Recuerdo que los niños, crueles, nos reíamos de la hija de La Ratita y le levantábamos el vestido porque no llevaba bragas.
Al principio vivían en una cueva que había en una de las pequeñísimas elevaciones montañosas —si se pueden llamar así— que hay a las afueras del pueblo; después, en un cuartico. Los cuarticos son, en Santomera, mini viviendas sociales para gente indigente, aunque no hay unanimidad entre la población local respecto de lo adecuado del adjetivo “indigente” para algunos de los ocupantes de ellas.
Pequeña, muy pequeña, menuda, menudísima, de unos treinta kilos, pero puro nervio. Con el pelo siempre corto, canoso, piel tostada, sin pasarse, y unos ojillos muy vivos (estos sí que hacían honor a su apodo), unos ojos que siempre tenía —en mi recuerdo así es— “malos” y se limpiaba a menudo con un pañuelo moquero que llevaba en el bolsillo del delantal. De ese cuerpo tan menudo salía incesante, machaconamente, una voz aguda y algo chillona (que también hacía honor a su apodo), cuyo timbre permanece en mi memoria.
La Ratita vivía arrejuntá con El Largomi Largo, decía ella—, un hombre con fama de gandul que, recuerdo, hacía remolinos de papel sujetos a la punta de un palito y los vendía en ferias y fiestas. La delgadez y altura del Largo justificaban su apodo, pues debía medir dos metros, si no más. ¡Menudo contraste el de la Ratita y el Largo cuando iban juntos!
Él leía empedernidamente novelas del oeste a la luz de una vela, por lo cual —decía ella— se estaba quedando ciego y tenía que acercarse mucho el libro a los ojos (yo recuerdo su imagen con el libro a unos 10-15 centímetros de distancia, no más, de sus ojos); incluso en el cine, que también le gustaba mucho, en los descansos y tiempos muertos, aprovechaba para enfrascarse en Marcial Lafuente Estefanía y compañía.
El Largo era también conocido por el “por baho”, debido, cuentan, a que un día estaba el hombre cogiendo higos en higuera ajena —recuerden los tiempos que corrían y las necesidades de nuestros personajes— y apareció el dueño del árbol reprochándole su acción; El Largo contestó que “solo cogía por bajo”, pero con su acento andaluz la “jota” no sonaba o sonaba muy suave. El propietario de la higuera, vista la talla de quien le estaba afanando los higos, le contestó, imitándolo, algo así como “no te jode..., por baho llegas a toa la higuera”.
Encarna, que ese era el nombre de nuestro personaje principal, era analfabeta y, además, no tenía documentos que acreditaran su identidad. Si le preguntabas por su nombre y apellidos, contestaba, ceceando y con deje andaluz, algo así como Encarna Zaorín, con una pronunciación en la que no quedaba claro el apellido —ni la primera sílaba ni la última—: podía ser Saorín, Saolín, Zaorín, Zaolín... Nunca pude llegar a una conclusión satisfactoria.
En casa de mi padre, conviviendo con ella, pude comprobar que era trabajadora, limpia, honrada... Le gustaba mucho fumar, así que cuando llegaba su santo yo solía regalarle un cartón de paquetes de su tabaco favorito: Ducados, pero la envoltura de los paquetes tenía que ser de cartón, no de papel. Como entonces yo también fumaba, ella correspondía con lo mismo el diecinueve de marzo. También le gustaba mucho el café, del que abusaba, junto con el tabaco, diariamente. El tabaco, el café y la charleta eran sus pasiones.
No la volví a ver, aunque he sabido de ella por mi hermana, que sí lo hizo, y me cuenta que iba a visitarla a Caravaca, donde terminó en uno de esos centros que perifrástica y eufemísticamente llamamos residencias de la tercera edad, antes asilos, donde Encarna, La Rata, La Ratita, terminó sus días, espero que, como tanto le gustaba, parloteando, fumando y tomando café.

 


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Dies irae (y 3)

Solo conozco unas cuantas de las muchas composiciones que sobre el tema que tratamos, el del Dies irae, se han realizado a lo largo de la Historia; sobre todo he escuchado las de los grandes compositores, la mayoría de los cuales las ha incluido en sus misas de difuntos. Algunas me resultaron, cuando las descubrí, una auténtica sorpresa. Como ejemplos nombraré —ya lo anticipé en Dies irae (1)— las de Cherubini, Salieri, Mozart, Dvorak, Verdi y Donizetti. Y de ellas me gustaría mostrar ahora la muy famosa de Mozart y la “marchosísima” de Verdi.
Damos el nombre de Requiem a la Misa de Difuntos (Missa pro defunctis), debido a la primera palabra de su Introito (“Requiem aeternam dona eis Domine”: Dales, Señor, el descanso eterno); aunque también, en el siglo XX, se ha dado ese nombre a obras no estrictamente litúrgicas. Pues bien, una de las partes de la Misa de Difuntos es el Dies irae, del que ya sabemos, por entradas anteriores, de qué va.
Con su Requiem (Misa de Réquiem en re menor, K. 626), de una belleza conmovedora y envuelto en una atractiva leyenda sobre un encargo hecho por un desconocido, Mozart se despide de la vida (se ha dicho, quizás demasiado teatralmente, que, escribiéndolo, muere y el lápiz se le cae de las manos). Esta obra supone el testimonio más alto de su música sacra, y en ella están presentes el amor, la dulzura, la emoción y la piedad, por emplear los sustantivos más utilizados por la crítica.
La interpretación que ofrecemos en Abonico del Dies irae del Requiem de Mozart es la de la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm.
La segunda audición que les traigo —y que pueden escuchar si no se han hartado ya; si están cansados, déjenla para después— pertenece al “dramático” —cómo iba a prescindir su autor del lenguaje operístico— Requiem de Verdi, obra compuesta en memoria del escritor italiano Alessandro Manzoni. Prestemos atención a su “apasionado” Dies irae, interpretado por la misma orquesta que hemos escuchado antes, la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida en esta ocasión por Georg Solti.
Pero, como suelo aconsejar, no se conformen ustedes solo con estas versiones; busquen, hay muchas, y algunas muy buenas: descubrirán lo que va de unas a otras, la esencia de la interpretación. Y no se conformen tampoco con estos pocos Dies irae, ya les he dicho que hay muchísimos; busquen y verán qué sorpresas les aguardan.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Dies irae (2)

Entre los músicos que han utilizado la melodía del Dies irae en sus composiciones —la del canto llano y, por supuesto, algunos de ellos “jugando” con ella, variándola— hemos seleccionado, y escucharemos ahora,  a Berlioz y a Saint-Saëns.
Hector Berlioz (1803 - 1869) utiliza el tema en su poema sinfónico Sinfonía fantástica, op. 14 (1830), un buen ejemplo de música programática.
El gran compositor francés se enamoró apasionadamente de una actriz irlandesa, Harriet Smithson; aunque posteriormente sería su esposa, en un principio lo rechazó y Berlioz expresó su desesperación en la Sinfonía fantástica.
La obra, subtitulada Episodio de la vida de un artista, consta de cinco movimientos, el último de los cuales lleva por título Songe d'une nuit du Sabbat (Sueño de una noche de aquelarre o Sueño de una noche de brujas).
En este movimiento, el compositor se ve a sí mismo, tras su propia muerte, entre brujas y monstruos, mezclada con los cuales baila su amada, otra fea y vieja bruja, que se burla de él. Campanas fúnebres… cantos a los muertos…
Y es aquí, en este quinto movimiento, donde aparece el Dies irae, el famoso tema de la misa de difuntos.

El otro ejemplo que tratamos hoy, igualmente de música programática, se lo debemos —ya lo hemos anticipado— al también compositor francés Camille Saint-Saëns. Y también es un poema sinfónico: la Danza macabra, op. 40 (1874), para violín y orquesta, basada en un poema de Henri Cazalis —médico y poeta simbolista francés, amigo de Mallarmé— que describe los horribles sucesos que acontecen en un cementerio en la noche de difuntos, la víspera de Todos los Santos.
Cuando el reloj da la medianoche, aparece la figura de la Muerte y levanta a los esqueletos de sus tumbas para que bailen las melodías que toca en su violín. El xilófono sugiere vívidamente el claqueteo de los esqueletos. Finalmente, cuando el gallo canta (solo de oboe) al amanecer, los esqueletos vuelven a sus tumbas y la Muerte también desaparece. (Roy Bennett: Léxico de música, Akal, 2003).
Saint-Saëns incluyó —hay quien dice que con gusto discutible— una parodia de la melodía del Dies irae de unos pocos segundos de duración. Atentos, porque al no ser tan fiel al original, es un poquito más difícil la identificación.

martes, 3 de noviembre de 2015

Dies irae (1)

Yo recuerdo, de mi infancia, en las “oscuras” e imponentes misas de difuntos —no sé qué pintábamos allí los niños—, la melodía del Dies irae (♫ fa – mi – fa – re – mi – do – re – re…♫♪). Entonces no sabía lo que tal música quería decir, lo que significaba, aunque intuía su “seriedad”, su tenebrosidad, dado el ritual al que servía de acompañamiento.
Dies irae es el nombre latino —Día de la ira— de una famosa secuencia medieval (una de las formas literarias y musicales más populares de este período), un himno que forma parte de la misa de réquiem, la de difuntos.
Esta melodía de canto llano (Gregoriano) ha sido utilizada posteriormente para evocar no solo el símbolo de la muerte o los horrores del Día del Juicio Final, sino también el miedo a lo sobrenatural.
Entre los músicos que la han utilizado en composiciones donde es reconocible el original —literalmente o modificado—: Berlioz, Liszt, Rachmaninov y Saint-Saëns, por poner solo unos pocos.
Otros grandes compositores han hecho sus propias —algunas, extraordinarias— versiones musicales, sobre todo para orquesta y coro; entre ellas queremos destacar unas pocas: la de Mozart (Requiem en re menor, KV 636), que es la más conocida, y las de Cherubini, Salieri, Dvorak, Verdi y Donizetti.
Veamos, en primer lugar la versión “original”, perteneciente al canto llano, basada en un famoso, impresionante y significativo poema de la literatura latina cristiana, atribuido al fraile Tomás de Celano (muerto hacia 1250).
Aunque en textos de la liturgia de difuntos ya aparece siglos antes de Tomás de Celano. Concretamente, la frase “dies irae, dies illa” nos la encontramos ya en un poema del siglo IX, del que existe más de una versión.
¿Impresionante?, sí, mucho, por lo que representó para el hombre del medievo ese vivir aterrorizado por el miedo, ese constante martilleo: has de morir, te van a juzgar rígidamente, no te escapas, te espera el infierno...
El poema trata de un asunto tradicional en la cultura cristiana: el Juicio Final, un tema muy presente en la mente de los cristianos de la época, muy representado en el Románico y en el Gótico, y reflejado en la literatura.
Para apreciar el Dies irae en su simplicidad espiritual gregoriana, deberíamos ponernos en situación y escucharlo de un buen coro de monjes en alguna iglesia de la época, pero, a falta de pan… lo haremos de una versión grabada por los Monjes de la Abadía de Notre Dame.

Como la letra latina va en el vídeo (gracias, Jaime Vado), solo tenemos que añadir la traducción para un mejor entendimiento.
TRADUCCIÓN
Aquel día, día de ira, reducirá este mundo a cenizas, como profetizaron David y la Sibila.
¡Cuánto terror sobrevendrá cuando venga el Juez a pormenorizar todas las cosas con estricto rigor!
La trompeta, esparciendo un maravilloso sonido por todos los sepulcros del mundo, reunirá a todos ante el trono.
La muerte y la naturaleza quedarán estupefactas cuando resuciten las criaturas para responder a su juez.
Saldrá a la luz el libro escrito que todo lo contiene, por el que el mundo será juzgado.
Cuando al Juez le parezca oportuno, todo lo oculto saldrá a la luz; nada quedará impune.
¿Qué podré yo, desdichado, decir entonces? ¿A qué protector invocaré, cuando apenas los justos están seguros?
Rey de tremenda majestad, que salvas gratis a quienes van a ser salvados, sálvame, fuente de piedad.
Recuerda, piadoso Jesús, que soy la causa de tu camino, no me pierdas aquel día.
Buscándome, te sentaste cansado; me redimiste padeciendo muerte de cruz; no sea vano tanto esfuerzo.
Juez que castigas justamente, hazme el regalo del perdón antes del Día del Juicio.
Gimo como un reo, se enrojece mi rostro por el pecado, perdona, Dios, a quien te implora.
Tú, que absolviste a María y escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza.
Mis ruegos de nada valen, pero tú que eres bueno haz misericordioso que no me queme en el fuego eterno.
Dame un lugar entre las ovejas y separándome de los cabritos colócame a tu diestra.
Rechazados ya los condenados, y entregados a las duras llamas, llámame con los bienaventurados.
Suplicante y humilde te ruego, con el corazón casi hecho ceniza: toma a tu cuidado mi destino.
Día de lágrimas será aquel en que resurja del polvo el hombre culpable para ser juzgado.
¡Perdónale pues, oh Dios,
Piadoso Señor Jesús ¡Dales el descanso!
Así sea.