SECCIONES

viernes, 25 de abril de 2014

Coma

Hace poco me encontré con una antigua alumna que me dijo con bastante alegría: “me acuerdo mucho de ti, maestro, porque ahora pongo todas las tildes y me fijo en las comas y…”. Me alegra que ponga las tildes, que se fije en las comas… y también que se acuerde de mí.
Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla.
 Oscar Wilde
¿Un escritor es una persona que se pasa todo un santo día pensándoselo para poner una coma y el día siguiente para quitarla?, ¿que no duerme por la noche pensando en una determinada expresión? ¿Que vive obsesionado con esas bagatelas? Bueno… muchos… desde luego: una coma, un adjetivo, un sinónimo adecuado para no repetir una palabra…
¿Y tan importantes son las tildes? ¿y las comas? ¿y…?
En mis clases he utilizado unos cuantos casos sencillos, con un pretendido toque de humor para atraer al alumnado, a fin de demostrar el valor que puede tener una simple coma bien puesta o resaltar qué ocurre si la cambias de lugar. Quizás sean bastante conocidos algunos de estos casos, pero no puedo evitar la vena magisteril.
Es evidente —leía hace poco— que “vamos a comer, niños” no es lo mismo que “vamos a comer niños”. En el segundo caso la ausencia de coma tras la palabra comer convierte el enunciado en un verdadero disparate caníbal.
Puede ocurrir, como veremos ahora, que al cambiar la coma de lugar en una oración, cambie también sensiblemente el significado del enunciado, incluso hasta pasar a significar lo contrario de lo que indicaba el primer caso.
a)     Si el hombre supiera realmente el valor que tiene la mujer, andaría a cuatro patas en su búsqueda.
b)    Si el hombre supiera realmente el valor que tiene, la mujer andaría a cuatro patas en su búsqueda.
¿Quién andaría a cuatro patas según cada enunciado?
Y algo parecido se da en el caso siguiente, que algunos pretenden verídico además de cierto: otra vez el cambio de lugar de una coma altera totalmente el sentido, hasta indicar lo opuesto al original.
Cuentan que a Carlos I le presentaron, para que firmase, un documento en el que venía redactada la condena a muerte de un pobre infeliz. En el papel en cuestión ponía:
“Perdón imposible, que se cumpla la condena”
El rey, en vez de firmarlo como estaba, cambió la coma de sitio — unos dicen que porque se apiadó del condenado; otros, que por ignorancia— y salvó la vida del condenado. El escrito pasó a decir:
“Perdón, imposible que se cumpla la condena”
Y termino con un caso en que al efecto producido por el cambio de lugar de una coma y la supresión de otra, sumamos el que produce la alteración de una palabra a la que se le cambia la sílaba que lleva el acento. El resultado, cómico, no tiene nada que ver con lo pretendido. Se trata, ahora, de un breve relato que se viene contando tradicionalmente como chascarrillo:
Eran otros tiempos. Viajaba un señor ya de cierta edad con su joven criado. Lo hacía para visitar a un amigo gravemente enfermo. Pensando en un rápido desenlace, en el temido final, el señor le dice al criado:
—Pablo, adelántate, te presentas en casa de mi amigo, ves cómo está la situación y me lo notificas.
—Bien, señor —responde el criado—, no se preocupe. En cuanto llegue le escribiré una nota, o… mejor… un  telegrama, que es más rápido.
Pablo parte, se da prisa en el camino, pero el enfermo ya ha fallecido cuando él llega. Inmediatamente va a la centralita de teléfonos y pide poner un telegrama. El precio de este, como sabemos, se encarece conforme aumenta el número de palabras de la comunicación, por lo tanto el mensaje ha de ser lo más breve posible.
—Buenos días, señorita, por favor, quiero poner un telegrama.
—Buenos días. Ahora mismo. ¿Qué texto quiere poner?
—Escriba: “Señor, muerto está, tarde llegamos”.
La chica, que no ha ido a la escuela el tiempo suficiente, escribe el siguiente texto, que es el que llegará definitivamente a su destino:
“Señor muerto, esta tarde llegamos”

jueves, 17 de abril de 2014

72 Rue de Seine, París

Corren los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado. Toñi, mi novia —ahora mi mujer—, estudia COU en Murcia, en un instituto público femenino. Su curso organiza un viaje de estudios a París, pero no tienen profesor responsable. Yo, maestro de primera enseñanza, me apunto como acompañante. Resultado: un verdadero viaje de novios.

Antes del viaje, me las arreglo para localizar la dirección parisina de la Librería Española. En Demos, una librería de la Murcia de aquellos años, mi amigo Juan me informa de las señas —entonces no existía Google—: Calle del Sena, número 72. 

Una vez en París, lo primero que hacemos Toñi y yo es buscar la Calle del Sena, pero, ¡ojo!, en francés: Rue de Seine. Miramos el plano de la ciudad, tomamos el metro, nos acercamos al barrio y pregunto (con la que yo entonces creía una buena —o por lo menos, decente— pronunciación francesa) al primer parisino a mi alcance:

— S'il vous plaît, monsieur, ¿où est la Rue de Seine?

Supongo ahora que esto sonaría algo así como silvuplé, mesié, ¿u es la Gggi de Sen?

¡Sorpresa!: el franchute no me entiende.
¿Gggi de Sen…? —responde, extrañado, frunciendo el ceño.
—Ui, Gggi de Sen —confirmo yo, cerrando un poco más la “e” y esforzándome mucho en la “u” francesa y en la “erre” gutural, y repito— ¡Ui, Gggi de Sen!
El individuo llama a otro parisino que por allí pasa y le pregunta, pronunciando como puede aquello que acaba de oír de mis labios.
—¿…?

Y nada:
¿Gggi de Sen…? ¿Gggi de Sen…? —van diciendo, extrañados, por orden de llegada.
Y yo:
¡Ui, Gggi de Seine! —solo me falta decir airosamente: “¿¡¡es que no lo entienden!!?”
Y así, conforme se van acercando nuevos parisinos, unos cuantos intentos más. 
Hasta que, pasado un buen rato, alguien cae en la cuenta:
—¡¡Ahhh, Ggi de Senn!! —dice, con bastante entonación, quizás con una “g” menos de las pronunciadas por mí y convencido de articular algo totalmente distinto de lo que yo he dicho— ¡¡Ggi de Senn!! —como diciendo: “ahora caigo, ¡haberlo dicho antes, hombre!”.

Yo pienso: “¡joder, pues si es lo mismo que he dicho yo!”.

Entonces nos orientaron y pudimos llegar poco después a La Librería Española, del 72 de la Rue de Seine, por cierto, no muy lejos de donde estábamos.

La Librería Española de Antonio Soriano del 72 de la Rue de Seine, fue durante décadas el punto de cita obligado de todos los exiliados españoles del 39 y los viajeros de la Península de paso por París: desterrados y visitantes ávidos de lecturas vedadas por el franquismo nos reuníamos en ella como en un café. La simpatía acogedora de Soriano invitaba a la convivencia: después de comprar u hojear las novedades publicadas en Francia o las que llegaban de Iberoamérica, proseguíamos la plática en la trastienda. La lista de los asiduos sería larguísima: abarcaba dos generaciones del exilio republicano y a los primeros disidentes de los años cincuenta y protagonistas del llamado "contubernio de Múnich". Intercambiábamos allí direcciones, noticias, proyectos. La atmósfera amistosa del lugar y la generosidad de Soriano eran un elemento aglutinador de la diáspora intelectual hispana, como lo serían después las de José Martínez en la librería de Ruedo Ibérico. 
Juan Goytisolo (El País, 12-12-2005)
 

Antonio Soriano en su Librería Española


Y allí, ¡qué maravilla!: la librería estaba llena de libros prohibidos en nuestro país; editados por la propia Librería Española, por Ruedo Ibérico o por alguna editorial sudamericana. Yo en aquellas fechas estaba estudiando Historia y, recuerdo que bastante emocionado y con un bagaje pobre, no sabía qué títulos coger: todos me parecían extraordinariamente atractivos.
Me interesaba la historia de España en el siglo XX, sobre todo desde la Segunda República en adelante, y más concretamente, el tema que más me atraía, teniendo en cuenta el lugar en que me encontraba y la censura de nuestro país, era el de la Guerra Civil. Y allí estaba sobre una mesa —todo estaba a la vista de cualquiera, increíblemente, no como en España— El laberinto español, de Gerald Brenan, todo un mito en la bibliografía, un ensayo sobre el contexto histórico previo a la Guerra Civil. Junto a él La guerra civil española, de Hugh Thomas, título pionero en el tema y en absoluto una visión de izquierdas, pero prohibido aquí. Del estadounidense Gabriel Jackson, de quien ya “conocía”, por referencias, La república española y la guerra civil, había allí un librito interesante: Breve historia de la guerra civil de España. También encontré, después supe que era una joyita, El mito de la cruzada de Franco, de un autor entonces desconocido para mí, Herbert Rutledge Southworth. Igualmente, allí estaba La España del siglo XX, de Manuel Tuñón de Lara, motivo suficiente para que muchos se desplazaran al país vecino en su búsqueda. También me traje La prodigiosa aventura del Opus Dei. Génesis y desarrollo de la Santa Mafia, de Jesús Infante, un título con una lista de opusdeistas al final y mucho morbo, pues se decía que el autor había pertenecido a la secta y tenido acceso a archivos secretos.
Y unos cuantos más: León Felipe. Antología y homenaje, de varios autores, La enseñanza en España, de autores anónimos, debido a la censura, La revolución sexual, de Wilhem Reich, y algunos otros que, por no cansar, no quiero reseñar. Todos ellos, o casi todos, los conservo en buen estado y con su precio escrito en francos.
El miedo vino después: había que pasar la frontera con todo el material adquirido. Y lo hice, vaya si la pasé; la pasamos, mejor dicho, con el consiguiente riesgo para mucha gente, escondiéndolos en los que creímos los lugares menos comunes, como por ejemplo, bajo la ropa de las chicas del viaje de estudios: ¡Qué astucia!
Bueno… pues… todos estos libros, y muchos otros adquiridos en aquella época — en librerías españolas, bajo manga, desde luego—, supusieron para mí una vacuna. Desde entonces, y ahora, me siento inmune, aunque alerta, a pseudohistoriadores revisionistas (moas, vidales y algunos ¿historiadores? autores de determinados artículos del Diccionario Biográfico Español, de la Real Academia de la Historia), con sus historias neofranquistas, historias para ignorantes, historias engañabobos.

“Hay mucho engañabobos porque hay mucho bobo al que engañar” (Manuel Toharia)