SECCIONES

viernes, 30 de septiembre de 2016

Mago con serrucho

Con el serrucho, el mago corta en dos la caja de donde asoman las piernas, los brazos y la cabeza de su partenaire. La cara de la mujer, sonriente al principio, se deforma en una mueca de miedo. En seguida empieza a gritar. Brota la sangre, la mujer aúlla pidiendo socorro y mueve los brazos y las piernas con aparente desesperación mientras la gente aplaude y se ríe. Al rato sólo se queja débilmente. Después se calla. En otras épocas, recuerda el mago, el público era más exigente: pretendía que la mujer volviera a aparecer intacta. Ahora, en cierto modo, todo es más fácil. Excepto conseguir ayudante, claro.
Ana María Shúa (Buenos Aires, 1951)
El País, 1 de septiembre de 2007

viernes, 23 de septiembre de 2016

La pulga

Preguntando, para una entrada de Abonico, por el segundo apellido de don José Aguilera, que resultó Bernabé, me dijeron que nuestro médico ajedrecista —por lo escuchado, un picarón— estaba abonado a un palco en el Teatro Romea de Murcia, y que le gustaba mucho el mundillo de las variedades, las llamadas revistas, con sus vedettes y supervedettes, sus cómicos, sus plumas, sus lentejuelas… Después me he enterado de que en vez de un palco lo que frecuentaba era la fila cero, desde la que tendría, supongo, más cercanía y mejor perspectiva visual.
Y esto me recordó un libro hace tiempo olvidado en mis estanterías, Estrellas del cuplé (Su vida y sus canciones), de Álvaro Retana, que el autor dedica a Sara Montiel. Un libro con pobre pinta exterior, restaurado —más que encuadernado— con un trozo de cartulina, y en un estado casi deplorable. Lo compré ya usado, muy usado, sabiendo que había pertenecido a la biblioteca de Francisco Alemán Sainz —escritor murciano con fama de saber mucho y de todo—, que el librero Diego Marín “liquidó” por entonces en su establecimiento Antaño.
En esos días frecuentaba yo, dentro de la librería Antaño, el altillo donde Diego tenía los libros de ocasión, y conservo bastantes ejemplares comprados con el precio marcado con lápiz rojo, —5 pesetas, por ejemplo—. Lo digo para que se hagan una idea de en lo que puede —¿con el tiempo, suele?— terminar una biblioteca —en este caso, muy buena, magnífica diría yo—, hecha con mucho esfuerzo, tiempo, ilusión, dinero y conocimiento. Parece que en cuanto murió Francisco Alemán, su familia —¿muy necesitada?—, vendió —¿al peso?— los muchísimos libros de su biblioteca, que fueron a parar, Diego Marín mediante, a otras bibliotecas, a otras manos; en las mías precisamente cayeron bastantes ejemplares, algunos con dedicatorias del autor de turno al escritor murciano, otros con reseñas en recortes de periódico entre sus páginas o, incluso, con postales dirigidas a Don Francisco.
En Estrellas del cuplé (90 pesetas es el precio marcado con lápiz rojo en la primera página), Álvaro Retana describe la vida de algunas cupletistas y bailarinas que alcanzaron celebridad en su tiempo: Fornarina, Raquel Meller, La Goya, Pastora Imperio, La Bella Chelito y Carmen Flores.
Dice el autor que “en el mundillo de las variedades existieron creencias muy generalizadas, aunque totalmente equivocadas”, entre ellas la de que la Bella Chelito fue la creadora del cuplé La pulga. Afirma que esta cantante —Consuelo Portela era su nombre— no tuvo con esa canción otra relación que haberla cantado cuando se puso de moda, como lo hicieron muchas otras cupletistas. Para Retana “la indiscutible creadora de La pulga fue su introductora en España, la alemana Augusta Berges”, que se presentó en nuestro país a fines del siglo XIX y que —muy grande, muy blanca y muy rubia— provocaba aullidos aprobatorios en el tablao, y, fuera de él, escándalos muy sonados.
 La letra de la canción no es explícitamente pecaminosa pero sí llena de dobles sentidos, y, como la calidad mollar de la cupletista está fuera de toda duda, pues era la que estaba de moda en la época, el éxito del número, que desataba el furor de la tropa masculina, dependía de la ropa de la intérprete (ligera, vaporosa, diáfana…) y de cómo se la iba quitando pícaramente, con gestos “intencionadísimos”, en busca del diminuto insecto parásito que tanto, según ella, la molestaba.
Sara Montiel, cómo no,
también se buscó la pulga.
La pulga fue declarada de interés nacional por los empresarios del género, y su “maliciosa pero graciosa” interpretación era exigida a todas las artistas aunque no la llevaran en su repertorio, originando —algunas sin desearlo— escándalos como el del 25 de octubre de 1906, en que debutó Consuelo Bello, La Fornarina, en el Teatro Villar de Murcia, altercado que ella misma nos cuenta en el diario La Tribuna, de esta ciudad, unos días después, el 11 de noviembre:
De las alturas del teatro, con ferocidad terrible, me gritaban pidiéndome canciones indecorosas. Me excusé diciendo que no sabía lo que de mí se deseaba. El gobernador civil, que se encontraba en el teatro, me prohibió que siguiera cantando. El público daba miedo. ¡Echaba abajo el teatro! La Guardia Civil desalojó el local. Los alborotadores marcháronse a la puerta de la Fonda de Patrón, donde me hospedo. Alguien me dijo que pretendían desnudarme en la calle. Yo salí del teatro muerta de espanto.
>> El señor Blaya, de la empresa, me acompañó a la fonda, reclamando para mi custodia el auxilio de los policías nocturnos que hallamos al paso. Llegué por fin a mi cuarto y apenas si pude descansar aquella noche. A la siguiente, la Autoridad evitó los escándalos en el teatro. ¡Si los hubiera evitado antes!...”
Ahora nos enfrentamos en Abonico, poco puestos en pulgas y músicas cabareteras, al problema de qué versión elegir de esta canción, que hemos encontrado como La pulga sabia, La pulga maldita, La pulga indiscreta o, simplemente, como La pulga. Al final, la interpretación que elegimos, y a la que corresponde la letra que les ofrecemos —también en el vídeo de la audición— es la de la cupletista y, según ella misma, cupletóloga Olga María Ramos.



viernes, 16 de septiembre de 2016

Pesambre

Escucho de vez en cuando la palabra pesambre y últimamente suelo prestarle bastante atención: me gusta; y recuerdo que a un excompañero de trabajo le ocurría lo contrario: le daba mucha pesambre escucharla; decía que lo correcto es pesadumbre.
Desde luego, pesambre no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; y, ciertamente, sí encontramos, en esta obra, pesadumbre, un sustantivo femenino que se utiliza para indicar un “sentimiento de pena o desazón provocado por alguna preocupación”.
Sin embargo, en los diccionarios sobre las hablas murcianas sí encontramos pesambre —como una síncopa de pesadumbre—, y significa, igualmente, molestia, desazón, padecimiento físico o moral; podría ser sustituida por términos como: pesar, disgusto, enfado, pena...
Síncopa: desaparición de un sonido o grupo de sonidos en el interior de una palabra.
 Bueno... a lo que vamos, que me enrollo mucho con los preludios. En mi pueblo, para muchos, no se toman, o se dan, pesadumbres; se toman, o se dan, pesambres. Por ello, aquí, para esa gente, la persona que tiene un disgusto no está apesadumbrada, está apesambrá; y si la pena es grande, se dice que esa persona tiene, o, mejor, se suele decir que ha tomao, o que le han dao, una pesambre muy gorda, o, más frecuentemente, y es algo que significa lo mismo pero más acentuado todavía, un pesambrón.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La escuela de los cagones

Tenías que ser muy pequeño para que te lo preguntaran, pero, a veces, por “picarte”, lo hacían incluso viéndote ya crecidito:
—¿Tú todavía vas a la escuela de los cagones?
A lo que, molesto, te apresurabas a contestar y dejar bien claro que no.
—No, yo ya soy grande.
Y daba rabia; daba rabia porque los cagones eran los más pequeños, además de que la palabra cagón tiene unas connotaciones que no creo sea necesario resaltar. La pregunta implicaba, según tú entendías, que te estaban tomando por un pequeñajo que todavía no controlaba sus esfínteres.
Los lugares llamados escuelas de los cagones eran los equivalentes de entonces a las guarderías de ahora, a las escuelas infantiles. Nos lo confirma Diego Ruiz Marín en su Vocabulario de las hablas murcianas, Diego Marín, 2007.
Cagón. adj. Niño pequeño. El que va a la escuela de los cagones párvulos.
Escuela de los cagones. f. Parvulario. Guardería infantil.
En Santomera era famosa en mi más remota infancia la “escuela” de la Tia Pereta (unos dicen tia y otros tía), una ¿escuela? a la que tenías que llevar, creo recordar, tu propia silla, que, aunque pequeñita, te la tenía que transportar una persona mayor, tú no podías.
¿Y qué hacíamos en la escuela de la Tia Pereta?… ¡Son tan vagos los recuerdos…!: casa vieja, suelo de tierra, niños, mocos, llantos, rezos, elementales recitados corales…; realmente no me acuerdo de nada con claridad.
¡Cuántas veces me habrán preguntado, de pequeño, si iba a la escuela de los cagones, a la escuela de la Tia Pereta!
¡Y no me daba gusto!

jueves, 8 de septiembre de 2016

Encajonarte

Muchos de ustedes ya conocen a mi hijo Jose; apareció en AbonicoUna flauta recta (1)—, y les dije entonces que en los últimos años dedica todos sus esfuerzos profesionales al cajón flamenco. Su último empeño es la organización de ENCAJONARTE, Festival Internacional de Cajón, un acontecimiento que tendrá lugar el próximo fin de semana en Santomera.
Me acaba de mandar los carteles por correo, y me aclara, por encima, en qué consiste el festival, algo que yo resumo y se lo paso a ustedes para que luego no digan.
ENCAJONARTE, cuyo nombre nace de la idea de unir otras artes con la de tocar el cajón, surge en Santomera pero puede tener un carácter itinerante, y se ha enfocado tanto para niños como para adultos, con la pretensión de ser una experiencia única para los asistentes. 
En el festival habrá talleres infantiles de percusión y pintura, conciertos, masterclasses a cargo de profesores de prestigio internacional, feria de fabricantes de cajones de las principales marcas internacionales, y una "cajoneada" (domingo, 11-09-2016, de las 11 a las 13 horas) que pretende reunir el mayor número de personas de todas las edades tocando cajón de una manera sencilla, ordenada y musical.
Espero que la experiencia sea un éxito.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Corduroy

Ya escribí, aquí en Abonico, en noviembre de 2014 (Paula y los libros), cómo me las arreglaba con mi nieta Paula, de dos años entonces, con el asunto de la lectura, cómo era su —nuestra— relación con los libros que yo le iba regalando y ella tenía, ordenados desordenadamente, en el salón de su casa.
La aventura de la lectura duró una buena temporada, pero, después, con el tiempo, se fue enfriando su magia, sustituida por otros intereses de cada momento, sobre todo, ¡cómo no!, por la tele, con Dora exploradora, los Cantajuegos, La patrulla canina... “¡Qué le vamos a hacer!”, pensé, “paciencia y a esperar”.
Ahora, tiempo después —casi dos años han pasado cuando esto escribo—, fiel a mi idea de la importancia de la influencia del medio (familia —sobre todo—, escuela y sociedad) en la educación de nuestros pequeños, estoy comprando, a ritmo de uno por semana, una colección de cuentos ilustrados que voy acumulando, y exponiendo al alcance de mis nietas, para que, llegado el momento, puedan leerlos por sí mismas.
Mientras tanto, siembro: procuro, a menudo —a petición de ellas si puede ser, aunque con mi indisimulado estímulo— “leerles” alguno de los libros adquiridos hasta el momento. Realmente, más que leérselos, se los cuento a mi manera, procurando dramatizarlos con bastante exageración de voces y gestos, que, según he podido comprobar por cómo reaccionan, les encanta.
Se trata de cuentos bien editados, con buenos textos y vistosas ilustraciones de calidad, que una empresa recopiladora ha elegido de entre los publicados anteriormente, por separado, en distintas editoriales —alguno, como el que traemos hoy aquí, con casi cincuenta años a sus espaldas—, y seleccionados, quiero creer, por su calidad, en muchos casos reconocida con algún premio o mención distintiva.
Aunque llevo bregando con esta colección de cuentos ilustrados seis o siete meses, entre las tentativas y experiencias de lectura que con ellos hago para mis nietas, el mayor éxito ha llegado hace poco; lo ha protagonizado Corduroy (Don Freeman, 1968), uno de los últimos ejemplares comprados —el 25º de la serie—, un cuento que narra la historia de un osito de peluche que espera, en la estantería de los juguetes de unos grandes almacenes, que venga a comprarlo alguien que lo quiera y se lo lleve a su casa.  
Portada de Corduroy
Ir, poco a poco y detalladamente, mostrando el cuento y contándoselo a cada una de mis nietas por separado es un verdadero gozo, un placer que disfruto como pueden imaginar; pero el problema surge cuando —y ahora es muy frecuente— las niñas quieren que se lo lea a las dos —en cuanto una lo pide, la otra lo quiere igualmente—, y surge por las fricciones que se producen en cuanto sube cada una de ellas a una de mis piernas para escuchar cómo “leo” el cuento.
Cuando Paula y Ángela escuchan juntas el relato del osito, el narrador ha de estar muy atento (si se harta el abuelo —reventao de tanta repetición continuada—, actúan la abuela o el tito Antonio, eficacísimos sustitutos ambos); el narrador —continúo— tiene que estar muy pendiente de que ninguna parte del cuerpo de una de las niñas —pierna, brazo, mano...— invada el espacio físico de la otra, porque entonces salta la chispa, la queja, el gimoteo: la pelea. Solución: cuando esto ocurre, intento la pacificación por las buenas, y si no funciona, me muestro muy enfadado, cierro enérgicamente el libro y, exagerando mi indignación, dejo la narración para “cuando os portéis mejor”.
¡Ojo! Aunque Paula y Ángela estén escuchando el relato al mismo tiempo, sus reacciones no son iguales. La primera, más madura, con más vocabulario, recuerda fielmente, de ocasiones anteriores, partes del cuento y, con frecuencia, se me adelanta en la historia, con fragmentos de la narración que, en algunos detalles, a veces mejoran y siempre complementan, la del abuelo. Por otro lado, Ángela, con solo dos años, suele señalar con el dedito, acompañando el gesto con agudos grititos y teatrales expresiones de sorpresa, temor, alegría…, los distintos personajes que aparecen en las ilustraciones: el conejo, el guau-guau, la jirafa... y todo dicho con su graciosa todavía media lengua.
Aunque, como vemos, la irrupción de las nietas en la narración es constante, el abuelo “cuentista”, propicia que ninguna se sienta peor tratada que la otra, estimulando una más “ordenada” intervención de cada niña alternadamente, dando paso didáctico a sus infantiles participaciones en el cuento.
Como algunos adultos no tenemos el aguante que las reiteradas repeticiones de la narración nos exigen, el cansado “cuentista”, a veces, esconde el tan solicitado cuento y, así, cuando una de las niñas va a buscarlo: ¡sorpresa, no está! Pero, no hay escapatoria, el problema se resuelve pronto y, no se engañen, de manera positiva para las intenciones del abuelo, porque la niña vuelve con otro título en las manos, y Corduroy es sustituido por otro cuento, como Tu alien o, el más frecuente últimamente, La princesa Listilla, ambos interesantes títulos también de esta colección que ya iremos, poco a poco, completando. Todo a su debido tiempo.