SECCIONES

viernes, 28 de julio de 2023

Un infarto

Una mañana de comienzos de verano, no muy temprano, voy andando por la calle en mi diario quehacer mañanero de quemar calorías y tratar de mantener el cuerpo y la mente, si no en una forma óptima, que ojalá, sí en un estado de salud aceptable, el mejor que puedo permitirme. De pronto:

—Hola, Pedro y el lobo —me dice, aunque no lo entiendo bien, alguien que, andando muy rápido, me sobrepasa por mi derecha y vuelve ligeramente la cabeza hacia mí.

Miro y, de primeras, no sé quién es, pero me fijo mejor y… sí… es Jerry Goldsmith —así suelo llamarle—, al que no he reconocido antes debido a que desde la última vez que lo vi, hace ya años, ha perdido muchos kilos de peso y a mi vista aparece ahora distinto: más delgado, más fibroso, más enérgico… más vital.

Desde hace mucho tiempo, cuando nos vemos, muy de vez en cuando, él me llama a mí Pedro y el lobo, porque a finales de los años ochenta del siglo pasado le encargué en su negocio que me trajera una cinta de vídeo —en formato VHS— de la conocida obra de Prokófiev. Y yo le llamo a él Jerry Goldsmith desde poco después de aquel encargo, cuando supe de su pasión por la música de cine y en concreto de su admiración por la de este compositor, del que pronto me regaló un cedé grabado por él mismo.

—Perdona —le digo— es que no te he reconocido, te veo muy delgao.

—Sí, es que ha tenido que darme un infarto para… —me dice, y deja la oración colgada en los puntos suspensivos, a pesar de lo cual deduzco y reproduzco en mi mente de inmediato lo que me ha querido decir: más o menos algo así como «fíjate si soy gilipollas que ha tenido que darme un infarto para que me ponga seriamente a hacer ejercicio, a vigilar mi dieta… a tratar de controlar con responsabilidad los mandos de mi vida».

Y es que vivimos con anteojeras, tan unidireccionalmente obcecados en lo que perseguimos —a menudo con insensatez, con miopía, y hasta con ceguera a veces—, que no vemos, que nos negamos a ver la amplitud del horizonte que tenemos ante nosotros, la diversidad de posibilidades que la vida nos ofrece a cada momento, en cada cruce… Y seguimos, y no nos damos cuenta a no ser que ocurra algo gordo: un gran batacazo dado, un buen palo recibido, un descalabro sufrido; y es entonces cuando... —la necesidad obliga— decidimos tomar otro camino.

 

viernes, 21 de julio de 2023

¿¡Tanto!?

 Como no te gusta pensar así, te preguntas una y otra vez por qué ves ahora tanto imbécil, idiota, tarugo… donde antes —infancia, juventud...— veías gente normal, buena, admirable… mejor que tú mucha de ella. ¿¡Tanto has cambiado!? ¿¡Tanto has mejorado!? ¿¡Tanto te has encabronado!?... ¿¡Un tanto de cada tanto!?

 

viernes, 14 de julio de 2023

¡Sin más cojones!

En mi andadura mañanera voy por una calle peatonal y me encuentro de frente con un hombre, mayor que yo, que está parado, cogido con la mano izquierda a la reja metálica de una ventana mientras que con la derecha sujeta el asa de un carrito de la compra (me da la impresión de que se dirige a un supermercado que está a menos de cien metros de donde nos encontramos nosotros).

—¿Estás echando un vale? —le digo para saludar.

—Está la cosa jodía —me contesta meneando la cabeza y con gesto de no estar bien, con cara de sufrimiento.

—Hay que descansar de vez en cuando y hacer el trayecto a trozos —le contesto, tratando de seguirle la corriente.

—¡Sin más cojones! —es su respuesta para terminar nuestro breve diálogo.

Continúo mi camino pensando en la decrepitud de la vejez, en lo que muchas veces lleva consigo y en lo cercana que, cada vez más, la voy sintiendo.

 

viernes, 7 de julio de 2023

Llosquico

Otra palabreja: «llosco». La he buscado y no aparece en el diccionario de la Real Academia, pero sí en algunos vocabularios de términos murcianos; concretamente la he localizado —entre los que tengo a mano— en el de Diego Ruiz Marín, en el de Justo García Soriano, en el de Alberto Sevilla y en el de Miguel Ortuño Palao y Carmen Ortín Marco (en este último aparece como «llozco»). Dice García Soriano que proviene «del valenciano “llosch, ca”, cegato, miope, y este del latín luscus, tuerto», y que significa «oscuro, fosco, a media luz».

Yo la aprendí, hace ya mucho tiempo, oyéndosela pronunciar a mi tío Enrique, en diminutivo: «llosquico», que era como la utilizaban —por lo leído en el diccionario de Alberto Sevilla— los huertanos y campesinos de las generaciones anteriores a la mía para indicar el amanecer y el anochecer (sobre todo, este último), en esos minutos, entre dos luces, en que ni es de noche ni es de día.

Y todo esto aparece ahora en mi cabeza porque hace unos días estuve cenando con mis primos de la familia Abellán Zamora, y, hablando con José Antonio, el hijo de mi tío Enrique, me acordé del término que tanto me chocó cuando se lo escuché decir a su padre —aclaración de significado incluida, a petición mía—, hará ya por los treinta años.