SECCIONES

viernes, 25 de enero de 2019

¿¡Con Kalashnikov!?

Buscando pasármelo lo mejor posible, si puedo elegir, suelo ser prudente y llevar cuidado a la hora de sentarme a la mesa cuando voy a alguna celebración gastronómica como invitado: en qué mesa, con qué gente, junto a quién...; aun así, a veces, uno no tiene más remedio que hacerlo donde le indican, en el lugar que para él han previsto quienes han planificado el evento, tal y como me ocurrió hace poco en una comida organizada para celebrar un acontecimiento festivo, amistoso, cuasi familiar.
Ando ya sentado a la mesa (grave error de precipitación) esperando la llegada de «mi gente» cuando veo que se sienta a mi izquierda un individuo que en cuanto a ideas está muy a mi derecha (en mis antípodas, o yo en las suyas), un personaje que conozco bien y que tengo para mí como muy bruto, con poco cerebro, un ceporro con quien no tengo más remedio que cruzar unas palabras, muchas más de las que deseo, pues, aunque le digo que estoy esperando a mi gente, no puedo evitar que durante un rato me dé la matraca mientras estos llegan y me sirven de excusa para escabullirme.
No sé qué cara me ve esta lumbrera, porque, pronto —apenas tarda nada—, mostrando profundos conocimientos sobre movimientos migratorios, sus causas, sus efectos…, y muy preocupado en teatrera apariencia, me interroga sobre el siniestro futuro que según él espera a nuestro país. Me pregunta mi provisional vecino de mesa, sin darme tiempo para que responda a las distintas cuestiones que me plantea (en realidad, asevera más que pregunta), que «qué va a pasar en España, que entran cada día cinco mil inmigrantes —creo que dijo “moros”—, cada uno con un Kalashnikov bajo el brazo, un bicho que dispara hasta debajo del agua»; que «con el tío Paco» no pasaba esto, que él, por lo menos, con el tío Paco no tuvo que ir a la guerra (¿?), pues no hubo ninguna: todo paz y tranquilidad. Y, para que no se me olvide lo del tío Paco, me lo repite intercalado en su discurso unas cuantas veces, pues quiere dejarme claro que a él, «ya ves tú», para lo que le queda…, pero que su progenie…
Ya puesto, aunque sin aparente relación con lo anterior, también me cuenta que para comprar una casa a su hijo él ha puesto una buena cantidad de euros, que para eso está el dinero, que, «ya sabes, es como los cojones…»; pero lo que resta hasta el total del valor de la vivienda han tenido que pedirlo prestado a un banco, y el banco, «el muy cabrón», ha puesto la vivienda a su nombre, no al de ellos, los clientes, y que antes —¿¡otra vez el tío Paco!?— esto no pasaba, que ahora las cosas no van bien, que no se hacen así, que este gobierno… Y no tarda en mostrarme un bolsito monedero muy abultado, con las pastillas que toma cada día, no sé si también debido al gobierno que hay ahora, porque —supongo en ese momento— esto, lo de las pastillas, tampoco le pasaba con el tío Paco. Oyéndolo expresarse con esa labia, con esa autoridad y, sobre todo, con esos argumentos, se me antoja que el gobierno anterior le gustaba más que este, mucho más, pero no digo nada, pues estoy deseando zafarme.
Y es escuchando a este dechado de expresión, sabiduría, virtudes... cuando se me ocurre pensar que tiene sentido el que algunos políticos, de aquí y de allá, se expresen como lo hacen respecto de los temas más sutiles y delicados. Me pregunto si habría tantos bocazas disparatados si no hubiera gente como este individuo que tengo a mi lado, gente dispuesta a creer a pies juntillas todo lo que le aboquen; y ello lleva mi pensamiento a una frase que me gusta mucho y que ya he utilizado antes aquí, pues figura entre mis favoritas; es de Manuel Toharia, que la repite, con variaciones, ornamentada de diversas maneras, en distintas entrevistas que he leído y oído en algunos medios de comunicación, una frase que tengo presente a menudo, pues la veo confirmada cada día que pasa: «Hay mucho engañabobos porque hay mucho bobo a quien engañar». 
 

viernes, 18 de enero de 2019

Una visita inesperada

No me habían avisado y, ¡claro!, no los esperaba, pues, además, jamás antes habían estado en mi casa, y tampoco después; y eso que ambos son del pueblo y más o menos de mi edad, y que nos conocemos desde que éramos muy jóvenes. Tampoco yo, nosotros —mi mujer y yo—, habíamos —ni hemos— estado en la suya. Así que me extrañó cuando se identificaron tras tocar el timbre, y pensé: «¡qué raro!, ¡¿qué querrán?!».
Suben en el ascensor, salgo a recibirlos, y pronto, según entramos en el piso, ella me dice que él quiere hablar conmigo y aprovecha para quedarse haciendo lo propio con mi mujer en el salón. Él y yo nos metemos en mi estudio y no recuerdo si hubo preludio alguno o si entramos directamente en materia, pero pronto pasó a plantearme el objeto de su visita.
Para una mejor comprensión saltaré y avanzaré para atrás en el tiempo, con paso cancrizante. Un poco antes de lo que cuento más arriba, en las elecciones municipales de la localidad habían empatado a concejales el PP y el PSOE, e IU había sacado un valioso concejal que podía decidir, de entre los dos partidos igualados, quién iba a gobernar el pueblo.
Y también unos días antes de esta visita que cuento, después de las elecciones, en una fiesta que celebramos los maestros de mi colegio, con un arroz y conejo delante, abundante vino y rodeado de compañeros docentes, yo había manifestado que el representante de IU (amigo mío, compañero de trabajo y allí presente y escuchando) no debía apoyar al PP, sino al PSOE, por afinidad política por lo menos. Mi opinión debió llegar a oídos de ellos —PSOE— y creo que a eso se debió la inesperada visita de unos días después. Por otro lado, no es raro que les llegara la información, porque yo, sin nada que ocultar, lo había dicho públicamente y, además, el grupo de comensales compañeros incluía gente del partido socialista, que, por lo visto, comentó con sus correligionarios mis puntos de vista favorables a sus intereses.
Bien… a lo que vamos: Lo que me proponía mi visitante es que me reuniera, en el ayuntamiento, oficialmente, compartiendo mesa y protocolo, con integrantes de su partido —PSOE— y con el remiso concejal de IU, para tratar de convencerlo —presionarlo, interpreté yo— de que decantara su apoyo hacia ellos, los más afines. Yo le contesté que no, que eso mismo ya se lo había dicho al interesado, que, por lo tanto, este ya sabía mi opinión, y que si ellos querían yo podía repetir mis ideas al respecto otra vez al individuo en cuestión pero no con la formalidad y la pompa (sigo sin entender qué función desempeñaban en sus pretensiones) que ellos le querían dar, sino privadamente, en mi casa, en la suya o donde se terciare.
No le sentó bien a mi amigo del PSOE mi negativa a sus deseos, y me apretó un poco las clavijas; me dijo que si no me gustaba mojarme, que si era de los cómodos, de los que prefieren estar encima de la pared y disparar a uno y otro lado según convenga… Todo eso me dijo o yo entendí que me dijo, y no me gustó nada en ese momento; después comprendí que era lo normal dadas las circunstancias.
En las veces que hemos hablado desde entonces, ni su mujer ni él han sacado el tema en conversación alguna; yo tampoco, pero me he quedado con ganas de hacerlo; quizás algún día…

viernes, 11 de enero de 2019

Eso sería alardear

Leo hace poco en Xataka que «La Voyager 2 está a punto de dejar atrás el Sistema Solar para adentrarse en el espacio interestelar», un titular que me trae a la cabeza el asunto de estas naves espaciales —fueron dos— y, ampliando el foco, el recuerdo de aquel año, 1977, en el que fueron enviadas al espacio, ambas con el mismo nombre: Voyager 1 y Voyager 2.
Y es que 1977 fue muy importante en mi vida, porque en él nació mi primer hijo y, también, porque fue en el que (¡por fin!, tras varios intentos poco serios por mi parte: a mi manera, diría ahora no muy orgulloso) pude superar las oposiciones de magisterio. (Por cierto, se puede decir que los dos acontecimientos, el nacimiento de mi primer hijo y la superación de las oposiciones, fueron simultáneos, pues coincidieron en día y hora el natalicio y la tercera y definitiva prueba de examen.)
Bien, pues… justo coincidiendo con mi primera semana de trabajo tras los días de descanso que siguieron a los agotadores exámenes de la oposición, el día cinco de septiembre de 1977 partía desde Cabo Cañaveral —Florida— rumbo a lo desconocido la sonda Voyager 1 de la NASA; su hermana, la Voyager 2 había sido lanzada dieciséis días antes, el veinte de agosto; sí, la 2 antes que la 1 ¿?.
Con las naves se pensó mandar un mensaje que pudiera ser interpretado en un futuro interestelar por alguna civilización avanzada; y de la elección del contenido de dicho mensaje se hicieron cargo el famoso científico estadounidense (astrónomo, astrofísico, escritor…) Carl Sagan y un equipo de prestigiosos colaboradores, que determinaron lo que sería más apropiado enviar al espacio exterior como resumen de nuestros logros en la Tierra.
Así que las dos sondas, que aún hoy siguen su marcha por el espacio, transportan, cada una, un disco fonográfico de cobre recubierto de oro (no existían todavía los modernos discos duros de almacenamiento de datos), una grabación que contiene un mensaje para las posibles civilizaciones extraterrestres que se puedan encontrar en tiempos y lugares remotos. Cada disco contiene más de un centenar de fotografías de nuestro planeta, de sus habitantes… de su civilización; también contiene casi hora y media de música, una recopilación de sonidos de la Tierra, saludos en más de cincuenta idiomas...
A mí, una vez conocido todo esto, me ha llamado mucho la atención el que, ante el dilema de qué ofrecer que mereciese la pena, qué enviar que mostrase los más importantes logros humanos de los terrícolas, Carl Sagan pensó que debería figurar la música, y pidió sugerencias a otras gentes, una petición a la que —se lo he leído a John Eliot Gardiner— «el eminente biólogo y escritor Lewis Thomas respondió: “Yo mandaría las obras completas de Johann Sebastian Bach”. Tras una pausa, añadió: “Pero eso sería alardear”».

viernes, 4 de enero de 2019

Mi primer DRAE

Me gustan mucho los diccionarios; los tengo en abundancia, sobre todo de las materias que más me interesan. En las baldas de mis estanterías hay bastantes de música —de los que más—, unos cuantos de la lengua española, unos pocos de distintas lenguas extranjeras, algunos de las hablas murcianas...; también los tengo de arte, de historia, de política, de geografía, de mitología, de filosofía, de términos filológicos... y otros cuantos menos usuales, digamos... peculiares.
A lo largo de mi vida he comprado tres veces, en papel, el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia (de las academias de la lengua española, habría que decir ahora); evidentemente se trata de ediciones distintas (de 1970, 1992 y 2001). Ahora ya no lo compro, pues prefiero consultarlo en línea, que para mí es más cómodo y, además, siempre está actualizado: ventajas de Internet.
Hace ya casi cincuenta años y todavía recuerdo (creo que nunca la olvidaré, aunque no retengo las circunstancias con detalle) mi primera compra del prestigioso diccionario académico (decimonovena edición, 1970; lo estoy mirando ahora mismo pues lo tengo a la vista en la estantería en que lo conservo); y pienso que no se me olvidará nunca aquella compra porque en mi memoria aparece asociada a una bronca con mi padre, precisamente por haberlo comprado, por haber hecho tan ¿¡descomunal!? gasto, por haber realizado tan mala «inversión», como él consideraba entonces —y siguió haciéndolo después, mientras vivió— mis compras de libros, que solo a veces reconozco excesivas.
Tras darle muchas vueltas al asunto, y merodear unas cuantas veces por sus grandes mesas repletas de libros de todo tipo (había que pensárselo muy bien para decidirse), lo compré en Aula, una librería cercana a la Universidad (lo que ahora es el Campus de La Merced y entonces el único que había en la Universidad de Murcia). El precio que pagué —no estoy muy seguro, pero hay cosas que se quedan marcadas en el cerebro— fue de mil cien pesetas, un precio alto para la época, desde luego, pero, a pesar de ello, siempre me he sentido —entonces y después hasta ahora— muy orgulloso con la posesión de tan magnífico tocho encuadernado en piel que mi memoria me dice que es de vaca (debí de leerlo en algún sitio entonces o con posterioridad; ahora no sé apreciarlo y tampoco es que me interese mucho, la verdad).
No hay vez que lo mire y no me acuerde del atranque que tuve con mi padre, pues, ya digo, en mi mente van asociados los dos acontecimientos. Después me he preguntado muchas veces si de verdad hubo motivo para aquel choque. ¡Sí, vale, de acuerdo!, mil pesetas entonces era bastante dinero, pero ¿y el verdadero valor de la obra adquirida?: la compra lo merecía, para mí era —y el tiempo me lo ha confirmado— de obligada posesión.