SECCIONES

sábado, 26 de marzo de 2016

¡Odio la violencia!

EL GORILA DELICADO
Desde tiempo inmemorial los Gorilas han ejercido un irrefrenable dominio sobre los Antílopes. Pero, naturalmente, hay Gorilas y Gorilas. La mayoría de ellos son brutales, apabullan a las especies más débiles y más pequeñas, con una convicción colonizadora descomunal, y son los principales culpables de que los Antílopes lo pasen en la realidad mucho peor que en las gráciles películas de Walt Disney.
No obstante, hubo una vez un Gorila delicado, fino, sutil, un verdadero antropoide de cultura, que moraba en el más inaccesible rincón de la selva, donde era normalmente atendido por todo un harén de gorilas hembras (medidas promedios: 219-160-207) que lo abanicaban puntualmente con hojas de palma y le dedicaban arrullos que por supuesto eran monocordes.
A diferencia de los Gorilas bestiales, este Gorila delicado se pronunciaba siempre contra todas las formas de la violencia selvática, propugnaba la unidad de todos los antropoides y proponía la reforma de la constitución zoológica.
Cierta tarde, mientras los rayos del sol se afinaban pudorosamente al atravesar las altas ramas, y las Gorilas hembras cepillaban la abundante pelambre del Gorila delicado, acariciaban la piel negra del espléndido rostro, y le masajeaban los potentes bíceps, se escuchó el tan frecuente alarido de los otros Gorilas, los brutales, cuando cazaban o despedazaban un Antílope.
Entonces el Gorila delicado pestañeó suavemente, y le dijo con desgano a la Gorila hembra más cercana: “¡Cuándo entenderán que odio la violencia! Por favor, Betty darling, dile a esos brutos que terminen de una vez esa inmunda tarea y me preparen cuanto antes un rico helado de sangre de bambi.”
Mario Benedetti:
Letras de emergencia,
Editorial Nueva imagen, 1980, 
Págs. 108-109.

sábado, 19 de marzo de 2016

Esfarataores

A Antonio Martínez Sarrión (Escaramuzas, Alfaguara, pág. 190) le gustaba competir con su amigo Luis Carandel, contando sucesos sobre algunos típicos personajes del medio rural, tipos como el esfarataor (desbaratador), llamado en gallego o escarajante, que no es otra cosa que un reventaor de bailes, sin razón aparente o por la que le salga de los mismísimos, por ejemplo el que una moza no quiera bailar con él.
Esfaratar. tr. vulg. y rúst. Desbaratar, deshacer // Esfaratarse. prnl. Desbaratarse // 2. Propasarse. Perder la compostura y buenos modos // Encolerizarse (Diego Ruiz Marín, Vocabulario de las hablas murcianas. Diego Marín, 2007).
Inmediatamente trato de recordar; pienso: “¿No hay una figura parecida en la tradición huertana de Murcia?”. Y recuerdo que de joven oía hablar a los mayores, en plan chascarrillo, de un personaje parecido, chocante como mínimo, una figura especial dentro del grupo de jóvenes machos huertanos; era el encargado de darle un alpargatazo al candil que alumbraba el baile organizado en cualquier rincón de la huerta del Segura, dejando el lugar a oscuras y ocasionando el consiguiente griterío y escándalo. Hay quien añade, con picardía, que esos momentos de oscuridad se aprovechaban para meter o meterse mano, para dar o darse un beso y para alguna otra cosa que no se “podía” hacer a la vista de todos o que sonrojaría a quienes la hacían si era conocida públicamente.
Y una cosa me lleva a otra, pues también recuerdo que hace bastantes años algo había leído sobre el tema. Así que busco y, en Pedro Días Cassou (Tradiciones y costumbres de Murcia), me encuentro (pág. 119) con un capítulo que, con el título de Rondas y músicas, comienza así (la negrita es mía):
 “El día ha terminado, y, al trasponer el último rayo del sol, los trabajos de la Huerta. La placidez de la noche convida al esparcimiento. Un panocho descuelga el estrumento, guitarra, guitarro, tenor, timpliquio... y echa una relinchá, el ajuju de los moros. Pronto tiene a sus lados otros dos panochos que, empuñando sendos garrotes, traen por misión defendella, la música; y poco a poco, se forma detrás de los tres, un apretado grupo. Van de ronda y mu aper­cibíos. Porque ir de ronda, tiene sus azares. A veces, uno o dos panochos, al oír la música, salen a hacer una hombrá, que consiste en esfaratalla, rompiendo del primer estacazo el guitarro, y disolviendo el grupo a garrotazo limpio, porque hay ígaos pa echar gente al Hespital. Otras veces se encuentran dos rondas que marchan en opuestas direcciones, y ninguna se deja avasallar, y las dos arman la sarracina, hasta que la una pasa sobre la otra. La ronda va cantando de barraca en barraca a las muletas de los rondaores.
Nota fonética: Uno, en absoluto especialista en la materia, recuerda la pronunciación que muchas veces ha oído y, a veces, todavía escucha: esfaratalla (y defendella, también), no con “elle”, sino con dos “eles” que, separadas, corresponden a dos sílabas distintas; algo así: esfaratal-la.
O sea que “al oír la música, salen a hacer una hombrá, que consiste en esfaratalla…”. Y… pregunto yo: si esfaratan la música… ¿nos son esfarataores?

sábado, 12 de marzo de 2016

Luis “El Espinosa”

 Yo era muy joven y a él lo recuerdo ya mayor pero no excesivamente, vestido de oscuro, delgado, de talla alta —quizás desde mi pequeñez de entonces—, cabeza poco voluminosa, con el pelo muy corto y blanco, piel blanquirrojiza en una cara con ojos pequeños y rodeados —y esta es una imagen nítida— por la vistosa rojez de la zona interior de los párpados; los labios, gruesos y algo plegados en una boca grande; en mi mente aparece sin afeitar, con una barba de unos pocos días.
Todo un personaje: “un salvaje de la sierra” parece que se autodenominaba él. Sus frases eran famosas en el pueblo, y hablaba ex cátedra, como el infalible papa. Luis era provocado constantemente por algunos de sus acompañantes para que los presentes pudiéramos escuchar de sus labios lo que para muchos eran sentencias y pensamientos profundos; para otros, todo lo contrario, auténticos disparates; y para unos pocos, ni lo uno ni lo otro, solo ocurrencias y chascarrillos.
Yo mismo, siendo niño, le oí decir, con grandeza, cual superhéroe que lo puede todo, que él era capaz de saltar el río Segura con los pies juntos. Quizás estaba hablando metafóricamente y yo era demasiado joven y no podía entender el alcance de tal afirmación: o era una gigantesca proeza o una enorme mentira.
Parece que anduvo enamorado platónicamente —un amor puro, romántico… de lejos— de una moza que servía en una casa junto a la mía; cuando llegó el momento en que ella dejó el trabajo para casarse —lo normal en la época—, Luis exclamó con solemnidad, despacioso, aparentando finura y clase: “me han robado la flor de mi solapa”.
Un día, años después, aunque no recuerdo dónde ni en qué circunstancias, le escuché una interesante reflexión, que en más de una ocasión he rumiado; venía a decir Luis que cada uno de nosotros, en esta vida, lleva una cruz, pero que, como hay tanto idiota —y entonces miraba despectivamente, girando la cabeza y señalando circularmente con el índice a su alrededor—, a él le había tocado llevar la suya propia y la de algunos otros de esos individuos. ¿Tiene su lógica, no?
Debía tener cuentas pendientes con Dios, porque a menudo sus famosas frases aludían a él o contra él iban dirigidas: “A veces Dios se me figura un monaguillo” se dejaba caer mientras tomaba un vaso de vino en el bar. También, de vez en cuando, le daba por retar al Altísimo: “¡baja, si tienes huevos, baja!”. Incluso hay quien dice que le ofrecía la iniciativa en el duelo al Todopoderoso: “te doy dos puñalás de ventaja”.
En otra ocasión —recuerden siempre la sociedad en la que se desarrollan estas historias—, cuentan, Luis estaba jugando, no sé si a las cartas, con tan poca suerte que las blasfemias, las cargas contra Dios, no cesaban; alguno de sus compañeros de juego, disimuladamente y mirando alrededor, le llamó la atención; poco después, en vez de la cagada habitual, del exabrupto duro, Luis mira para arriba, donde se supone que está el que busca, a quien se dirige, y dice sin levantar la voz: “¡tú ya me entiendes!”.
También he oído, de fuentes distintas coincidentes, que tras una fatal tarde de juego en que Luis lo había perdido todo, ya de vuelta al pueblo, pidió al taxista que lo traía —aficionado igualmente a jugarse el dinero, y también perdedor ese día— que parase ante la tienda del Rosendo.
—¿Para qué? —contestó el chófer— ¿qué vas a comprar ahora?
—¡Una soga para ahorcarme! —dijo con su habla pausada y sentenciosa.
Dicen que cuando el conductor paró en el sitio pedido, Luis se rajó, pero a su estilo, con su clase.
—¡Anda, sigue! —y añadió— ¡me faltan cojones!

sábado, 5 de marzo de 2016

El Everest del violín

Leo “Sirkka Kaakinen y el Everest del violín barroco”, un interesante artículo de Eduardo Torrico publicado en El arte de la fuga (25-04-2014), revista online de música clásica.
Fíjense en lo que dice Torrico (la negrita es mía):
[...] Siempre he creído que para los violinistas (especialmente, para los violinistas barrocos) el Everest musical lo constituyen las Sonatas y Partitas para violín solo de Johann Sebastian Bach. Las tocan porque están ahí, claro, pero también porque es una forma de demostrar al mundo y de demostrarse a sí mismos que pueden superar tan colosal reto [...]
Después nombra el autor algunos violinistas que se han aproximado a lo que hasta entonces él consideraba la cima del Everest violinístico. Entre los que nombra, para no pasarnos, elegiremos los más conocidos en Abonico: François Fernández, Amandine Beyer, Chiara Banchini, Viktoria Mullova, Sigiswald Kuijken… 
Pero ahora dice Torrico que todos ellos se quedaron cerca de la cumbre, no llegaron a coronarla. ¿Y por qué piensa esto?: porque cree haber encontrado, tras años de búsqueda, la instrumentista que de verdad encumbra violinísticamente el pico más alto del planeta: la finlandesa Sirkka-Liisa Kaakinen-Pilch. Para el crítico, “ella ha sido la primera en hollar la cima y ese mérito ya jamás se lo arrebatará nadie”.
Tras leer el artículo, busco la grabación recomendada —ahora, con Internet, es muy fácil—, la compro y en pocos días la tengo en mis manos. La escucho y, desde luego, si no la cima-cima —yo no puedo hacer tan rotunda afirmación—, es una de las cimas: una maravilla de la técnica y un portento de la expresión: una delicia.
He elegido para Abonico, y lo ofrezco a continuación, un fragmento de la Partita Seconda à Violino Solo senza Basso. Partita No 2 in D minor, de Johann Sebastian Bach, concretamente un trocito del primero de sus movimientos, una Allemanda.
La Allemanda es una danza considerada muy antigua ya en el siglo XVI, y muy utilizada en la suite (Purcell, Couperin, Händel, Bach...), donde suele ocupar el primer lugar. Seria pero no pesada, debe interpretarse normalmente a una velocidad moderada (indicaciones de tempo encontradas: lento, majestuoso, moderato, allegro moderato…), aunque en la segunda mitad del XVIII a menudo se hace más rápida. Su melodía, ondulante y arpegiada, da la sensación de fluidez rítmica.
Cierren los ojos y escuchen el fragmento seleccionado de esta obra de Bach interpretado por Sirkka-Liisa Kaakinen-Pilch.