SECCIONES

viernes, 30 de diciembre de 2016

Tinta roja

Tenía preparado un artículo que trataba de resumir y calificar el año que acaba, pero me ha salido un poco bastante escabroso, ¡cómo no! (ya saben: desigualdad, pobreza, corrupción, impunidad, Trump, Brexit, auge ultraderechista, terrorismo, bombardeos, refugiados...) y, como no quiero amargarles estos días de fiesta que quedan, he cambiado de opinión: les voy a felicitar el año nuevo con un chiste.
Una obra filosófica seria debería estar compuesta enteramente de chistes (Wittgenstein)
Mi hijo Antonio, que sabe muy bien qué —atención a la tilde— me gusta leer, hace poco me regaló Mis chistes, mi filosofía (Anagrama, 2015), un libro de Slavoj Žižek, pensador a quien hemos visto ambos en televisión —visto y, sobre todo, escuchado—, un filósofo que engancha, que atrae como un imán; porque es divertido, con una comprometida, provocativa y subversiva actitud reflexiva, también irónica, humorística.
Aunque, no sé si por ese humor, Fernando Savater lo ha calificado de payaso, la verdad es que Slavoj Žižek —leo en la contraportada del libro— estudió filosofía en la Universidad de Liubliana, y psicoanálisis en la de París, y es hoy uno de los ensayistas más prestigiosos y leídos, con más de 40 libros publicados: filosofía, cine, psicoanálisis... Es filósofo, sociólogo, psicoanalista y teórico de la cultura. Director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades de la Universidad de Londres. Investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Y profesor en la European Graduate School.
Y, desde luego, es un personaje polémico, tanto que, antes de las últimas elecciones norteamericanas la montó gorda en la red asegurando que, de poder votar lo haría por Donald Trump antes que por Hillary Clinton. Matizó "Él me horroriza, pero creo que Hillary es el verdadero peligro". Parece que Žižek entiende que cuanto más se extremen las contradicciones, mejor para la destrucción que permita fructificar lo auténtico: la utopía que está al final del trayecto, una sociedad perfecta tras el caos.
Bueno... a lo que vamos: Žižek te coloca un chiste cuando menos lo esperas, de forma que en su obra hay muchos. El libro que me ha regalado mi hijo recopila 107 de ellos, algunos muy buenos. Aquí va un ejemplo (pág. 107, ¡qué casualidad!):
ES UN VIEJO CHISTE de la difunta República Democrática Alemana, un obrero alemán consigue un trabajo en Siberia; sabiendo que todo su correo será leído por los censores, les dice a sus amigos: «Acordemos un código en clave: si os llega una carta mía escrita en tinta azul normal, lo que cuenta es cierto; si está escrita en rojo, es falso.» Al cabo de un mes, a sus amigos les llega la primera carta, escrita con tinta azul: «Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se puede conseguir es tinta roja.»
Y tras el jijí jajá les dejo una reflexión: ¿Tenemos nosotros, en nuestra sociedad, tinta roja? ¿la utilizamos? ¿con conocimiento? ¿libremente? ¿con miedo?...

¡FELIZ AÑO NUEVO!

viernes, 23 de diciembre de 2016

En brazos de una doncella

Ya superada la mitad del mes pasado, convaleciente todavía de una intervención quirúrgica, me atrevo a salir y andar un poco por el pueblo, a dar un paseo corto, suave, sin pasarme. Aprovecho para ello que tengo que ir al ambulatorio a que le echen un vistazo, el último por ahora, a lo que ya comienza a ser una cicatriz recordatorio de la operación.
Haciendo tiempo hasta la hora de la cita, me encuentro con MG sentado en un banco de la Plaza de la Salud, la de los pensionistas; está esperando a su mujer, que ha ido a la peluquería; me paro a hablar con él, me invita a sentarme y lo hago, pues tengo todavía unos minutos hasta la hora de la cita médica. Charlamos de nuestros tiempos en la enseñanza privada, hace cuarenta años, y le recuerdo —no es la primera vez— que en el colegio donde trabajábamos lo vi enseñar a mis alumnos —y después ensayar repetidas veces— un precioso villancico desconocido entonces para mí: Al niño Dios, actualmente más conocido, por lo que he visto buscándolo en Internet, por el primer verso de su letra: En brazos de una doncella.
M conocía esta canción folclórica —melodía incaica— porque de joven había estado como cura misionero en Ecuador. Paradojas de la vida: en alguna ocasión reciente me ha dicho que cuando empezó, como cura que era, podía casar a las personas, y ahora, como abogado, “puede” descasarlas.
Yo por aquellos años era casi analfabeto musical, pero M sabía “meter las manos” en el piano, aunque rudimentariamente, y acompañaba, con un teclado que le proporcionó el colegio, el villancico que enseñaba en las aulas. Ahora, con el tiempo transcurrido sin practicar, ha perdido el toque que tenía y, aunque le gustaría mucho, dice que no puede interpretar sus melodías favoritas, ni las más sencillas. Ha intentado retomarlo desde hace unos años —me pidió partituras fáciles—, pero no tiene suficiente paciencia; ni esas melodías que le facilité puede tocar: se aburre, se cansa y lo deja.
Desde que escuché Al niño Dios por primera vez, me he servido de él en ocasiones —navideñas— para mis clases de música. Debo decir que muchos de los villancicos que he utilizado en al aula de educación musical no pertenecen a los tradicionales de nuestro país, son extranjeros, sudamericanos preferentemente (Huahuanaca, Huachito torito, En Belén...); y no porque no me gusten los españoles, que sí, algunos me gustan, y mucho, sino porque me atrae el exotismo, la originalidad, lo distinto, el salirme del “pero mira cómo beben” de siempre.
Ahora quiero utilizar Al niño Dios —o En brazos de una doncella, como quieran—, el villancico popular —ecuatoriano para algunas fuentes y boliviano para otras— que aprendí escuchando a MG a primeros de los setenta del siglo pasado; lo quiero utilizar para felicitar las navidades a quienes visiten Abonico por estas fechas. Advierto que no he encontrado una versión que me satisfaga plenamente, una como la reposada que permanece en mi memoria desde entonces —“Lento” indica la partitura en Caminos de la canción, uno de mis cancioneros—; aun así espero que les guste.
Y, copiada del cancionero citado, aquí está la partitura para quienes puedan y quieran utilizarla. Una sencilla interpretación con voces, flautas dulces imitando a las quenas —el “LA” inicial, a la octava superior— y algo de percusión (un pandero grande, una caja de cartón, un tambor de detergente...: cualquier cosa que imite al bombo andino) queda muy bien.


viernes, 16 de diciembre de 2016

Andrés

Suelo utilizar como recordatorio un sistema de notas muy práctico al que puedo acceder igualmente desde el móvil, la tableta y el ordenador, y el otro día iba por la calle apuntando en el teléfono algún quehacer cuando me encontré con Andrés, un vecino de lengua ágil que, cuando le expliqué que estaba anotando algo para que no se me olvidara, me dijo que su abuelo solía sentenciar que vale más un lápiz corto que una memoria larga”. Rumiando lo escuchado a mi locuaz vecino, seguí andando mientras se encadenaban en mi cabeza algunos recuerdos alrededor de su padre, también Andrés de nombre, a quien yo, de niño, conocí y con el que tuve una entrañable relación.
Gran parte del tiempo en el que transcurrió mi infancia estuve enfermo, en cama frecuentemente. En mis recuerdos, infancia y enfermedad van de la mano, son casi una misma cosa. La mía era una enfermedad grave y a mis oídos llegaba, con más frecuencia de la debida por la prudencia que el sentido común impone, que no viviría mucho, que no “pasaría” de los dieciocho o veinte años; escuchaba por aquellos días que como “tenía el corazón más grande que la caja —del corazón, se entiende—, este me seguiría creciendo y llegaría un momento en que no cabría dentro de ella.
Realmente, ahora, con muchos más años de los que me calculaban entonces como tope de vida (he superado sobradamente el triple de aquel pronóstico), veo como un gran disparate el que los mayores que me rodeaban hablaran tan negligentemente de estas cosas delante de mí o al alcance de mi fino oído y mi insaciable curiosidad de entonces.
Y, ¡claro!, debido a la seria enfermedad que padecía, fui un niño muy mimado por toda la familia, excesivamente mimado. Recuerdo haber escuchado entonces contar a mi madre, repetidas veces, que, como estaba tan malico, el médico le había dicho que no había que darme disgustos. Así que yo, enterado del asunto, aprovechándome, pedía y pedía; más aún: exigía, y muchos de los caprichos me eran proporcionados; me solían comprar casi todo lo que quería, salvo un balón y una bicicleta, que siempre deseé y nunca conseguí, pues tenía prohibido hacer ejercicio, ya saben... el corazón.
Igualmente, por los mismos motivos, me ofrecían dinero para que comiera, pues andaba desganado. Y, algo muy original y que no sé cómo surgió, supongo que de un capricho de niño enfermo y mimado: el desayuno tenían que traérmelo, porque si no era así no lo quería, del Casino, del, ahora no sé si bien llamado, Centro Cultural Agrícola, pues con el tiempo me he preguntado muchas veces qué hace ese “cultural” en el rótulo que hay sobre la puerta principal del edificio.
De tal modo fui popao que hubo una época en que todas las mañanas el bueno de Andrés —el padre de mi actual vecino—, entonces camarero del Casino, venía —con su pantalón negro, su chaqueta blanca, su bandeja, su vaso, su cucharilla y su azucarillo—, siempre de muy buen talante, con la sonrisa en los labios, a traerme el café con leche a mi casa. O eso creía yo, porque después, pero mucho después, me enteré de que el café con leche lo tenía preparado mi madre y cuando llegaba Andrés solo tenía que ponerlo en el vaso que él llevaba sobre su bandeja de camarero. Es posible, ¡vaya usted a saber!, que Andrés viniera únicamente con la bandeja, y lo demás ya estuviera, preparado en casa por mi madre, dispuesto para servírmelo.
Sea como fuere, quiero pensar ahora que algo sacaría Andrés; no creo que la buenaza de mi madre no compensara de alguna manera el gesto —¿la gesta?— del camarero; espero que así fuera, porque era un hombre bueno, muy bueno. Lo cierto es que desde entonces le tomé mucho cariño, un afecto que hizo que, aunque hace mucho tiempo que murió —joven, en 1976—, su bondadosa imagen todavía perdure en mi recuerdo.
Ahora, a la excelente imagen de Andrés que retiene mi cerebro, puedo sumar un recuerdo material suyo: Andrés hijo me ha regalado una tarjeta que su padre se hizo entonces para felicitar las Pascuas a los socios del Casino.
 Gracias, Andrés.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Frans Brüggen

Hace dos años, en agosto los hizo, que murió Frans Brüggen, a los setenta y nueve años de edad. No me enteré entonces, y después... lo he ido dejando, pero aquí está. ¿Cómo puede habérseme pasado en su momento una noticia tan importante para mí? ¿El que se me haya pasado tendrá algo que ver con el tratamiento que por parte de los medios de comunicación se le suele dar a la cultura, a la música concretamente —y más a la música antigua—, en el país en que vivimos? Porque un servidor suele ver diariamente un par de informativos en televisión, y leer la prensa, y no solo un periódico, unos cuantos. ¿No publicaron la noticia? ¿Se me pasó por alto? Posiblemente lo segundo, no quiero ser mal pensado, pero…
Me enteré de su muerte, ya digo, posteriormente, echando un vistazo a la revista on line El arte de la fuga, y lo he visto, en Youtube —una imagen que me conmueve—, dirigir por última vez, en silla de ruedas y con una sonda saliendo de su nariz; y es que… lo que dice el comentarista de la revista:
[…] un Frans Brüggen que hasta el último momento se resistió a dejar la práctica musical, aun cuando la salud hacía tiempo que le había dejado. Es lo que se llama morir con las botas puestas. ¡Bravo, maestro!
En otro comentario, leo:
Más que ser “el último concierto filmado de Frans Brüggen” es la última nota que dirigió. Si se dan cuenta, es la propina final del concierto de Amsterdam, su último concierto. El dato hace todavía más valiosas estas imágenes.
Frans Brüggen (1934 - 2014),  desde sus comienzos, mediado el siglo XX, fue uno de los grandes de la Música, el fundador en 1981 de La Orquesta del Siglo XVIII y uno de los pioneros de la interpretación con instrumentos originales y criterios historicistas, junto, para mí, a Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt. Aunque también tocaba el traverso barroco, es el primer virtuoso famoso de flauta de pico, de la que es considerado padre y primer gran divulgador. La estudió con Kees Oten, obtuvo un primer premio en el Liceo musical de Amsterdam y, después, con solo 21 años, fue profesor en el Conservatorio de La Haya. Sembró en muchos alumnos, algunos sobresalientes, como Walter van Hauwe y Kees Boeke.
Quizás muchos de ustedes lo conozcan de tiempos más recientes, más mayor y como director de orquesta.
Cuando, hace ya muchos años, compré y tuve en mis manos el estuche con doce CDs Frans Brüggen Edition. Vol. 1-12 The art of the recorder, publicado por Teldec, supe que estaba en posesión de algo grande, precisamente porque estudiaba flauta de pico, porque Frans Brüggen es un dios en ese campo y por el repertorio que hay en la cajita.
Sí, ya sé que hay quienes creen que ya estaba superado como intérprete, que después del maestro holandés el mundo de la flauta dulce ha evolucionado mucho, pero todos estamos en deuda con el primero de los grandes. Observen, si no, en la foto siguiente, qué se podía encontrar en esos doce cedés cuya caja de cartón he tenido que reforzar más de una vez.
Para que escuchen — y vean— cómo tocaba la flauta de pico el gran maestro he elegido una de las doce Fantasías para flauta travesera sin bajo, de Georg Philipp Telemann, que, aunque originales para traverso, como especifica el título, transportadas, forman parte del repertorio obligado de la flauta dulce. Les pongo a continuación, concretamente, la tercera.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Los reptiles

Al terminar los tres cursos de Magisterio del plan de estudios que Antonio seguía, había que superar un examen de reválida, y en él, entre las pruebas a las que tenía que someterse para, ya por fin, obtener el título de maestro, había una que consistía en explicar, ante tribunal, a un grupo de niños traídos desde la escuela aneja a la Escuela de Magisterio, una lección, un tema de libre elección por el examinando aspirante al título. El tribunal escuchaba la explicación y observaba las dotes pedagógicas del revalidante, hacía su valoración y lo puntuaba. Si la calificación era positiva, ya era maestro, si no, pues... a repetir la prueba en la siguiente ocasión.
Los niños, traídos ex profeso para la ocasión, resabiados por la costumbre, antes del  examen y fuera del aula, solían buscar a quienes se iban a examinar, para pedirles dinero —cinco duros—, y ello a cambio de la promesa de permanecer muy formalitos —quietos, callados y atentos— durante la explicación. Si el aspirante al título se negaba a darles las veinticinco pesetas, le decían que se harían los distraídos, que no prestarían atención, con lo cual, posiblemente, él quedaría mal ante un tribunal totalmente ajeno a estas maniobras. Antonio no quiso pasarse de listo y pagó religiosamente el canon reglamentario.
Para su exposición eligió un tema que había visto utilizar con éxito a otros compañeros: Los reptiles. Su explicación, con la intención de llamar la atención de los alumnos, comenzaba hablando de los indios. Primero, algo desganado, dibujó, como mejor supo, un fuerte de los que salen en las películas del Far West americano; frente al fuerte, camuflados y arrastrándose para no ser vistos, esquematizó lo mejor que pudo a los indios, con sus cintas y sus plumas en la cabeza. Mientras hacía esto pensaba lo que habría podido escuchar de sus ocasionales alumnos —los había visto actuar alguna vez— si no hubiera satisfecho el pago: seguro que algo por el estilo de… “¡otro con los indios, ya tenemos otra vez los reptiles!”, dicho con aire de insoportable aburrimiento.
Hecho el dibujo, Antonio, un poco más animado por el silencio expectante de los niños, comenzó con su “original” explicación, planificada en forma de diálogo:
—¿¡Habéis visto cómo los indios se arrastran para no ser vistos por los soldados del fuerte!? —preguntaba, bajando la voz, tratando de contagiar interés y esperando un sí eufórico aunque sospechoso y garantizado por el pago previo de la extorsión.
—¡Sííí —contestaron los niños con la ilusión que facilitaban los cinco duros invertidos para ello.
—Pues… —continuaba Antonio, ya crecido por el buen “sííí” escuchado— igual que los indios, hay animales que también se arrastran, que... —breve pausa y gesto para resaltar la siguiente palabra— ¡reptan!; pero ellos no lo hacen para no ser vistos por los soldados del fuerte: estos animales reptan porque no tienen patas o porque las tienen muy cortas, como les ocurre al lagarto, al cocodrilo, a la serpiente…
—¿¡A la culebra!? —preguntaba y exclamaba simuladamente, como admirado, un niño, pasándose en su exagerado papel de aparentar interés.
—Sí, la culebra —continuaba Antonio tras una mirada correctora—; ...y por eso, porque reptan, son llamados reptiles.
Y así, con el seguro de la paga previa, continuaba la lección cuasi magistral que poco después acababa en buen puerto, consiguiendo nuestro protagonista la tan esperada titulación que le permitió pocos meses después empezar a trabajar como maestro y que supuso el comienzo de una trayectoria de casi cuarenta años.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Sobre la vejez (y 4)

A pesar de los pesares es el título de un libro sobre la vejez recientemente leído, una obra con las reflexiones “serias” —nada de autoayuda baratera— de Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política. En la portada, tras el título, aclara el autor el contenido del libro: Cuaderno de la vejez. Y dentro nos encontramos con una decena de capítulos con títulos bastante explícitos:
Tiempo
Muerte
Escapatorias
Rebelión
Mayores y menores
Vejez
Viejos
Achaques
Prejuicios
Antídotos
A mediados de 2006, el autor —que asegura no haber hecho nada para llegar hasta aquí, que lo empujaron los años que tiene: ahora casi setenta— empezó a recoger sus pensamientos sobre la vejez, quizás porque, como dice Canetti —la cita se la tomo a Arteta— “Todo lo que anotamos tiene un ápice de esperanza por mucho que proceda de la desesperación”.
Arteta, después, solo ha tenido que seleccionar y corregir, siempre de la mano —“encaramado sobre sus hombros”, dice él— de otros pensadores, antiguos y modernos, que en ello le han acompañado; también recurre a máximas, tópicos, refranes…; y todo, dice, porque —aquí tienen algunas de sus reflexiones—:
“Una vejez pensada tiene que ser por fuerza distinta de una vejez simplemente vivida. O, si se prefiere, el viejo autoconsciente deberá mejorar al viejo que ha reflexionado menos acerca de su propia condición” (pág. 10).
“Parece obligado que la meditación más cabal sobre la vejez deba emprenderla un viejo” (pág. 10).
“[...] se ha escrito también: «Quien alaba la vejez no le ha visto la cara».” (pág. 195).
“No me hago ilusiones sobre mí mismo, pero suelo asustarme cuando intuyo lo que muchos cargan en sus mochilas al traspasar ese umbral. Alguien lo llamó tedium vitae y es de temer que, en medio de ese tedio, estén llamando a la muerte de tanto como malemplean su vida. (pág. 220).
Entre la citas de los autores sobre cuyos hombros se empina Arteta, he hecho una selección:
Elias Canetti
[Sobre la brevedad de la vida] “¿Cien años? ¡Cien miserables años! ¿Es esto demasiado para una intención seria?”. (págs. 38-39).
Epicuro
“Mejor no haber nacido. Y en caso de haber nacido, pasar cuanto antes las puertas del Hades”. (pág. 93).
Miguel de Unamuno
“El hombre es perecedero. Sea; pero perezcamos resistiendo [...]” (pág103).
Arcadi Espada
“El niño se levanta y vive, y el viejo se levanta y dice «vamos a vivir»”. (pág. 116).
André Comte-Sponville
“No hay personas mayores. No hay más que niños que hacen como que han crecido o que, en efecto, han crecido, pero sin poder creérselo del todo, sin que hayan conseguido borrar el niño que fueron, que todavía son, a pesar de tantos cambios...” (pág. 120).
Envejecer “es vivir todavía, luchar todavía, actuar todavía, amar todavía. Es superar el cansancio, el aburrimiento, la desgana, el temor, el horror [...]”. (pág. 195).
Jean Améry
“Envejecer es pensar en morir”, corresponde a esa “fase en la que topamos con el pensamiento de la muerte”.
“Envejecimiento cultural”, que es responsable de esa pesarosa sensación de extrañamiento total que afecta a quien no puede adaptarse a la novedad. (pág. 181)
Philip Roth [en boca de sus personajes]
“Nadie quiere enfrentarse a la vejez antes de que se presente y ya no quepa eludirla. Así nos salen de mal las cosas cuando nos alcanza...” (pág. 136).
“La vejez es una batalla, querido, si no es con esto, entonces es con lo otro. Es una batalla implacable, y precisamente cuando estás más débil y eres menos capaz de invocar tu viejo espíritu de lucha [...] la vejez es una masacre”. (pág. 137).
“No poder cuidar de ti misma, la patética necesidad de que te consuelen [...] No puedes ni imaginarte. La dependencia, la impotencia, el aislamiento, el temor... todo es tan atroz y vergonzoso. El dolor hace que sientas miedo de ti misma. La completa otredad de todo ello es algo espantoso”. (pág. 206).
Michel Houellebecq
“Pero la cercanía de la muerte torna humilde a un hombre”. (pág. 141).
Michel de Montaigne
[Creyéndose ya mayor]: “De ahora en adelante solo seré medio ser, ya no seré yo”. (pág. 141).
Fernando Savater
“Y con todo, ¿saben lo que es lo indudablemente peor de la tercera edad? Que no hay cuarta. (pág. 151).
“Hay una humillación a la que nada resiste y que derrota cualquier rebeldía por medio del ridículo: la de envejecer”. (pág. 205).
Gabriel García Márquez
[Cien años de soledad]: “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. (pág. 160).
Jesús Ferrero
La vejez “resulta ingrata porque es la edad del narcisismo profundamente herido. ¿Qué fue de la belleza, de la fuerza, del futuro?” (pág. 193).
Norberto Bobbio
“Quien ha entrado en la edad tardía vive, más o menos angustiosamente, el contraste entre la lentitud con que se ve obligado a proceder en su trabajo, que requeriría disponer de más tiempo para realizarlo, y el inevitable acercarse del fin [...]. Empleo más tiempo y tengo menos. (pág. 219).
“Contra el miedo actúa el taedium vitae, que hace de la muerte una meta no temible, sino deseable. A la esperanza, que puede socorrer al sufriente en situaciones que parecen desesperadas [...], se opone el cupio dissolvi, o sea el deseo de desmoronamiento, de no ser”. (pág. 243).
Marco Tulio Cicerón
“El arma mejor adaptada como estrategia para combatir la vejez es el ejercicio de los valores humanos”. (pág. 219).
“Pero yo prefiero ser viejo menos tiempo que hacerme viejo antes de serlo”. (pág. 220).
Edith Warton
“Otro generador de vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación y al final por inercia o cobardía [...]. El hábito es necesario; es el hábito de tener hábitos lo que una debe combatir incesantemente si quiere continuar viva”. (pág. 246).
Oscar Wilde
“Lo peor no es envejecer; lo verdaderamente malo es que no se envejece”. (pág. 249).
André Maurois
“El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza”. (pág. 255).
Acudo ahora, para terminar, a Salvador Pániker (Diario del anciano averiado), que considera la vejez “una devastación”, pero, dice, “con un poco de suerte la senectud puede ser recapituladora, sabia”. Persigue Pániker “un enfoque musical de este asunto, la senectud como allegro ma non tanto, remate airoso de la sonata de la propia vida. Sin excluir las inevitables disonancias”, añade. Y afirma que se va “acercando al final con relativa entereza”; justo lo que me gustaría a mí: ya que no con total entereza —¡ojalá!—, que me parece muy difícil, sí con relativa entereza. ¡Ah!..., y abonico.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Sobre la vejez (3)

“¡Vaya! —me digo, exagerando—, ¡por fin encuentro algo escrito sobre la vejez que me toca positivamente las neuronas!”. Es Reválida, un artículo de Francisco Calvo Serraller en que comenta algunos versos de un libro de la poeta estadounidense Louise Glück (Nueva York, 1943), publicado en nuestra lengua con el título Vita Nova (Pre-Textos). Se trata de versos que calan hondo:
Nota: la parte escrita en verso es de la poeta, Louise Glück, y la que está en prosa, del autor del artículo, Francisco Calvo Serraller. La negrita es toda de Abonico.
“Me he convertido en una anciana.
He acogido con agrado la oscuridad
que tanto temía”
[…]
“Sólo se sabe después de muchos años.
Sólo después de una larga vida si uno está preparado
para entender la ecuación”
[…]
Y esa ecuación es la de saber que las pérdidas, según y cómo, pueden trocarse en ganancias, como, por ejemplo, la de adquirir ese genio del maestro, “en cuya mente ágil
el tiempo transcurre en dos direcciones: hacia atrás
desde el acto al motivo
y hacia delante hacia una decisión justa”
De manera que ya lo estamos viendo: según se desmedra el cuerpo, parece amplificarse la mente, que no es sólo el mero rebullir de unas neuronas cada vez más apocopadas. Porque ahí interviene de manera decisiva ese procesador del siempre superabundante cerebro que llamamos consciencia, la cual rinde poco o casi nada durante la pletórica infancia; muy parcialmente todavía durante la apoteosis neuronal de la adolescencia, y aún con muchísimos agujeros en blanco incluso en la juventud. Ya que, en cualquiera de estas etapas de creciente plenitud física, hay poco que procesar: nos falta experiencia. No en balde la vida hay que vivirla hasta el final, porque a nadie se le alumbra la consciencia sin haber visto venir la muerte, que avanza de puntillas, quedamente, “tan callando”.
Sí, han leído bien: “a nadie se le alumbra la consciencia sin [...], que avanza” —¡ojalá!— abonico.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Sobre la vejez (2)

La vejez de Alberto Cortez
Decía al final de la entrada anterior que no quería parecer un don Berrinche y que para compensar el aire triste, seco… algo duro, del artículo que les estaba espetando sobre la vejez, en la siguiente entrada, esta de ahora, les ofrecería algo más dulce sobre la “etapa dorada de la vida”, la del pensionista jubilado.
Y aquí está mi oferta: hoy les invito a escuchar atentamente La vejez, una canción del compositor, cantante y poeta argentino Alberto Cortez, uno de mis favoritos desde hace muchos años, que lo mismo musicaliza y canta textos del Marqués de Santillana, de Lope de Vega, de Antonio Machado..., que lo hace, más frecuentemente, con los suyos propios: En un rincón del alma, Cuando un amigo se va, Distancia, Mi árbol y yo, El abuelo, Callejero...
En La vejez, Cortez, aunque prudentemente, poéticamente, dice con bastante claridad —atentos al estribillo— de lo que va el asunto, con un texto bastante amable que, ¡claro!, con el añadido de la música, gana en dulzura —lo que les prometí— y resulta todavía más abonico.
Aprovecho para recomendarles que observen lo bien que canta (utilizo el presente aunque no sé si lo seguirá haciendo ahora, con setenta y seis años de respetable edad), que se fijen en la afinación, en el timbre de su voz, en cómo musicaliza sus textos...: en su gusto poético y musical en definitiva.
Y, aunque no la necesitan, les añado la letra (aquí, más abajo, y también junto a la foto que acompaña la audición: elijan la lectura que les resulte más cómoda), que a muchos vendrá bien. La he encontrado en Internet y como dudo de su originalidad me he atrevido a modificarle un poco la puntuación.


        LA VEJEZ
Me llegará lentamente
y me hallará distraído,
probablemente dormido
sobre un colchón de laureles.
Se instalará en el espejo,
inevitable y serena,
y empezará su faena
por los primeros bosquejos.
Con unas hebras de plata
me pintará los cabellos
y alguna línea en el cuello
que tapará la corbata.
Aumentará mi codicia,
mis mañas y mis antojos
y me dará un par de anteojos
para sufrir las noticias.

La vejez...
está a la vuelta de cualquier esquina,
allí, donde uno menos se imagina,
se nos presenta por primera vez.
La vejez...
es la más dura de las dictaduras,
la grave ceremonia de clausura
de lo que fue la juventud alguna vez.

Con admirable destreza,
como el mejor artesano,
le irá quitando a mis manos
toda su antigua firmeza,
y asesorando al galeno,
me hará prohibir el cigarro
porque dirán que el catarro
viene ganando terreno.
Me inventará un par de excusas
para amenguar la impotencia,
"que vale más la experiencia
que pretensiones ilusas",
y llegará la bufanda,
las zapatillas de paño
y el reuma que, año tras año,
aumentará su demanda.
La vejez...
es la antesala de lo inevitable,
el último camino transitable
ante la duda... ¿qué vendrá después?
La vejez...
es todo el equipaje de una vida
dispuesto ante la puerta de salida
por la que no se puede ya volver.
A lo mejor, más que viejo,
seré un anciano honorable,
tranquilo y, lo más probable,
gran decidor de consejos;
o a lo peor, por celosa,
me apartará de la gente
y cortará lentamente
mis pobres últimas rosas.
La vejez...
está a la vuelta de cualquier esquina,
allí, donde uno menos se imagina,
se nos presenta por primera vez.
La vejez...
es la más dura de las dictaduras,
la grave ceremonia de clausura
de lo que fue la juventud alguna vez.

                   Letra y música: Alberto Cortez

martes, 8 de noviembre de 2016

Sobre la vejez (1)

Aunque la temática de mis intereses literarios es muy variada, demasiado, ¡mal asunto!, me digo, cuando uno de sus focos comienza a girar sobre la vejez o sobre cómo se enfrenta a un ictus el escritor de turno. Escribo esto porque entre los libros adquiridos este último año —navidad, cumpleaños, santo…: me los autorregalo— algunos tratan de estos temas.
Ahora se impone el whatsappeo pero hasta no hace mucho —y todavía, aunque menos— el medio de difusión preferido era el correo electrónico. ¿No han recibido y/o reciben ustedes, sobre todo los ya mayorcitos, con alguna frecuencia, correos, con un powerpoint añadido, elaborado con una supuesta “buena música” de fondo y unas empalagosas “maravillosas imágenes”, elogiando la tercera edad —no la vejez, ¡faltaría más!—, y resaltando, con un texto manifiestamente mejorable —nunca de quien te lo manda, por cierto—, resaltando, digo, lo bien que se vive de jubilado, de pensionista, lo buenísima que es la vida en esa “maravillosa” tercera edad?
No hace mucho me decía un familiar, jubilado ya hace años, que la mejor etapa de su vida era la actual, que nunca había estado tan bien como ahora (ese “ahora” era de entonces, pues en el ahora de ahora está algo más jodido). Y un amigo, y compañero de andaduras —anda-duras—, justifica esta tesis argumentando que para la mayoría de la gente la vida ha sido dura o muy dura y al llegar a la jubilación se liberan de ataduras y son más felices.
Bueno… pues… muy bien. No voy a hacer una lista de los achaques, mermas y problemas que tengo desde hace años, o de los que veo y escucho a mi alrededor, con frecuencia en mayor cantidad y peores que los míos; me limitaré a exponer lo que dice LA CIENCIA —observen las mayúsculas— respecto de la vejez:
El envejecimiento
El envejecimiento cursa con una serie de cambios físicos y mentales que son la expresión del declive de las funciones del organismo. Disminuye el peso a expensas de la masa muscular, el hueso y los tejidos nobles, aunque la cantidad de grasa y tejidos de relleno puede aumentar. Merma la fuerza muscular, las articulaciones se deterioran y los movimientos se hacen torpes e inseguros. Se pierde capacidad visual y auditiva. Se pierde memoria, rapidez de reacción, confianza en sí mismo y capacidad prospectiva (de planificar el futuro). Hay un declive de la función sexual y se agota la capacidad reproductora. Las paredes de los vasos se endurecen y se llenan de depósitos y el corazón pierde gran parte de su capacidad funcional. Las funciones respiratoria, digestiva y renal se hacen también problemáticas. Disminuye la secreción de casi todas las hormonas y el control metabólico sucede con cierta dificultad. La regeneración de los tejidos se hace más lenta y las heridas tardan en cicatrizar. La inmunidad funciona perezosamente y la capacidad defensiva del organismo frente a las infecciones disminuye. La incidencia de enfermedades aumenta dramáticamente. No solo enfermedades infecciosas, sino degenerativas y tumorales. A partir de los cuarenta años la incidencia de cáncer se dobla cada nueve años. Un 30 por 100 de las personas de más de ochenta y cinco tienen o han tenido algún tipo de cáncer, un 75 por 100 sufre entre tres y nueve enfermedades crónicas y un 50 por 100 no pueden valerse por sí mismas. La causa de la muerte en estas personas es, con frecuencia, desconocida.
Ciertamente, envejecer no es divertido y la eterna juventud ha sido un anhelo, también eterno, de la humanidad. […] (Javier García Sancho —Catedrático de Fisiología. Instituto de Biología y Genética Molecular Facultad de Medicina, Universidad de Valladolid – CSIC.—, en La Ciencia en tus Manos, Pedro García Barreno (director), Espasa Calpe, pág. 401).
¡¿Qué?!, ¡¿la mejor etapa de la vida?! ¿Es que no tenemos espejos en nuestras casas? ¿no nos miramos? ¿Es que no reflexionamos? ¿Acaso pertenezco al, por lo visto, escaso número de quienes sí se dan cuenta, de aquellos que notan el deterioro, las limitaciones, las barreras…? ¿o… es que todo esto a “los otros” les afecta menos? ¿Les afecta menos porque no tienen esas limitaciones o las tienen más atenuadas? ¿porque son menos sensibles? ¿menos exigentes?... ¿Les faltan neuronas? ¿tienen deterioradas las que poseen?
Bueno… parece que al final se me ha ido un poco la mano, lo siento. Y como no quiero que esto quede así de bronco, como un berrinche, lo voy a suavizar un poco; les prometo, para la próxima entrada, continuar con la vejez, pero, haciendo honor al nombre del blog, lo haré más dulcemente, más poéticamente: musicalmente.
Permanezcan atentos a sus pantallas.