SECCIONES

viernes, 22 de febrero de 2019

A un olmo seco

Hoy se cumplen 80 años de la muerte del poeta.
En 1906 Antonio Machado preparó oposiciones a profesor de francés en Institutos de Segunda Enseñanza. En 1907 las sacó, tomó posesión en mayo en el instituto de Soria y en septiembre se incorporó.
De las tres plazas que para elegir quedaban libres —Soria, Baeza y Mahón— ¿por qué escogió Soria, la capital de provincia más pequeña del país, con solo poco más de siete mil habitantes? ¿Por ser la más cercana a Madrid? Se ha especulado bastante sobre ello; el poeta, cuando los amigos le preguntaban sobre su decisión contestaba:
«Yo tenía un recuerdo muy bello de Andalucía, donde pasé feliz mis años de infancia. Los hermanos Quintero estrenaron entonces en Madrid El genio alegre, y alguien me dijo: ″Vaya usted a verla. En esa comedia está toda Andalucía″. Y fui a verla, y pensé: ″Si es esto de verdad Andalucía, prefiero Soria.″ Y a Soria me fui».
La cruda realidad soriana transformó a Machado: el poeta del París simbolista y del Madrid bohemio —que se puede ver en sus Soledades y galerías dio paso a un hombre diferente:
«...cinco años en Soria —escribió en 1917— orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano [...] Ya era, además, muy otra mi ideología».
En lo literario quedó reflejado en Campos de Castilla, su siguiente libro. En lo profesional inició su vida de docente, de «maestro de pueblo». Y en lo sentimental encontró a la mujer que sería el gran amor de su vida. Sí, porque poco después de comenzar este primer curso, en diciembre de 1907, cerraron la pensión en la que vivía el poeta, que se trasladó a otra donde conoció a Leonor Izquierdo, hija mayor de los dueños, una niña de 13 años; se enamoró de ella y cuando supo que su amor era correspondido acordó con los padres el compromiso matrimonial.
Había pasado poco más de un año y hubo que esperar otro hasta que la chica alcanzara la edad legal para casarse. Poco sabemos sobre cómo era Leonor y poco también de su relación con el escritor, con tanta diferencia de edad entre ellos. En julio de 1909 se celebró la boda en Soria (Leonor tenía 15 años, cumplidos un mes antes; el poeta, 34). Esa diferencia de edad, que a algunos preocupaba, incluso escandalizaba, no fue un obstáculo: resultó un matrimonio feliz.
Machado quiere irse con su mujer del incómodo ambiente provinciano y conservador de Soria. En 1910 (mientras sigue con sus clases —por cierto, tenía la costumbre de no suspender a nadie—, mientras continúa con su creación poética y con su cargo de vicedirector del instituto) pide una beca para estudiar un año en París; se la conceden y el matrimonio marcha a Madrid, donde pasa unos días antes de partir camino a la capital francesa. Por fin se instalan en París, donde seguramente viven su verdadera luna de miel.
Y entonces ocurre la tragedia, Leonor vomita sangre: padece tuberculosis. Todo cambia; los médicos les recomiendan —lógico en estos casos— que vuelvan a Soria, por el beneficio que puede proporcionar su aire a la enferma. Machado no tiene dinero para el viaje, se lo pide a Rubén Darío y este se lo envía enseguida. El 15 de septiembre, tras un par de días en Madrid, la pareja está ya en Soria ¡Menudo vuelco les ha dado la vida!
Con la llegada del invierno, la salud de Leonor empeora. Machado, aunque realista, espera mejoría en primavera. Sabemos lo enamorado que estaba y los paseos que, empujando a Leonor en carrito de ruedas, daban por las orillas del Duero, y conocemos, por sus composiciones, la desesperación y el desconsuelo del poeta: en su poesía se nota su estado de ánimo, la angustia por el temor a perder a su amada, hasta que parece que asume que Leonor se va y él tendrá que vivir recordando tan breve idilio.
Aun así, queriendo creer, contra lo evidente, que no va a perder a Leonor, es por estas fechas cuando don Antonio trabaja en uno de sus, para mí, más hermosos poemas, A un olmo seco (A un olmo viejo, lo titula Ian Gibson), terminado a primeros de mayo de 1912, una obra que, desde que supe las circunstancias en que fue escrita, me conmueve profundamente cada vez que vuelvo a ella.
Bien… ahora, sabiendo mejor de qué va, lean detenidamente A un olmo seco; recréense en sus versos, emociónense; ya en los cuatro primeros se puede apreciar la esperanza vana, a contracorriente, del poeta, y en los tres últimos: «Mi corazón espera...»
         A un olmo seco
           (Antonio Machado)

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento. 

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas. 

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo, en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera. 
Soria, 1912

viernes, 15 de febrero de 2019

Mariano Sanz y el tío Rosendo

Tras publicar en Abonico el artículo «El Caleles», hace ya unos años, recibí un correo de Mariano Sanz en el que me mandaba, en un archivo anexo, un escrito que había elaborado sobre mi padre; en el correo me decía que ponía dicho escrito en mis manos para que hiciera con él lo que mejor me pareciese. Pues bien, lo que mejor me pareció desde el principio, y eso hago ahora, fue publicarlo tal y como lo recibí de Mariano, a quien agradezco sus palabras de entonces sobre mi magisterio, así como el artículo sobre mi padre.
***
EL TÍO ROSENDO (por Mariano Sanz)
Cualquiera que, como yo, tenga ya unos años, seguro que recuerda alguno de los muchos personajes célebres que el pueblo ha acogido cuando los bares eran tabernas, los teléfonos, de centralita con clavijas, y solo había un guardia municipal que se bastaba para mantener el orden en lo que parecía una plácida Arcadia. El único expendedor de gasolina estaba frente a la iglesia y se hacía funcionar a mano.
Uno de esos personajes se llamaba Rosendo y tenía un enorme almacén en la calle principal, donde ahora hay unas modernas tiendas que sigue regentando su familia.
Era yo un mozalbete inexperto cuando aterricé por el pueblo con ansias de cambiar mi vida ciudadana por lo que consideraba la plácida quietud campesina. Adquirí un roalico de tierra y una casa medio derruida con la sana intención de convertirme en campusino injerto de ecologista.
En el pueblo había por entonces las tiendas justas —los tiempos no daban para gollerías—, y en el almacén de Rosendo se podía encontrar prácticamente de todo. De todo menos Romanones o Charlots, que para eso había que ir a Carlos el de los caramelos.
Rosendo era, por la época que digo, un hombre ya mayor al que acontecimientos familiares habían castigado duramente. Sin embargo, por encima de su evidente tristeza, conservaba muchos restos de buen humor y un alto grado de socarronería.
Imagine el amable lector lo que debió pensar el día que vio entrar en su establecimiento a un churubito que creía saberlo todo. Mi intención era adquirir un pico, como me había recomendado mi recordado maestro de obras, Antonio. Cuando comuniqué a Rosendo mi necesidad, hizo un gesto para que lo siguiera y nos adentramos en las profundidades medio oscuras de aquel local que parecía la cueva de Alí Babá. Allí, amontonados sin orden ni concierto, había materiales de todo tipo: botijos, cántaros, macetas, herramientas de labranza, corvillas, sacos de azufre para los tomates, abono, patatas y un largo etcétera difícil de recordar, por no hablar de la sección de cintas e hilos, lamentablemente abandonada unos años antes que permanecía en su lugar cubriéndose de polvo. Rosendo, con su flotante Baby gris desabrochado, me precedía sorteando aquella multitud de enredos. Cuando llegamos al montón de los picos, me dijo:
Coge el que quieras.
Los había de todos los tamaños en una montonera informe, y yo pensé que tendrían diferentes precios.
¿A cómo valen?, le pregunté.
Pues mira, por ser tú, te los voy a dejar todos a lo mismo.
Tate, me dije. Ya lo he pillado, por el mismo precio, el más grande
Me llevo este, le dije cogiendo uno que casi no podía levantar.
El hombre me miró con sorna.
Vaya, tú sí que sabes, has escogido el mejor.
Cuando, una vez enmangado me dispuse a utilizarlo, por poco me caigo de espalda. Entonces supe la razón de la sonrisa de Rosendo cuando me lo estaba cobrando.
Cada vez que entré de nuevo al almacén, hablábamos del pico. Y nos reíamos los dos.

viernes, 8 de febrero de 2019

La morera macocana

En el centro de lo que ahora es la plaza a la que da una parte de la casa en que vivo, había dos moreras, aunque yo recuerdo con claridad solo una de ellas: una maravillosa, enorme y frondosa morera macocana (lo de macocana, el calificativo, lo conocí después, debido precisamente a lo ocurrido en la pequeña historia que les quiero contar), una morera que —en su tamaño sí me había fijado— daba diariamente sombra a unos cuantos coches de los albañiles que trabajaban en las obras de los edificios circundantes, en las casas que terminarían conformando la plaza. Pasado el tiempo me dijeron que, además, era una morera muy antigua.
macocana.- Variedad de morera de hoja muy abundante y basta; es la peor para el gusano de seda, y su recolección dificultosa. (José Muñoz Garrigós: Las hablas murcianas. Trabajos de dialectología. Edición y estudio de Mercedes Abad Merino. Universidad de Murcia, 2008).
Debieron de llegarnos a los vecinos de la plaza noticias alarmantes sobre la tala de las moreras porque, temiendo que desaparecieran, algunos de nosotros, preocupados, fuimos a ver al alcalde del partido de turno. De mi comunidad de viviendas lo hicimos un servidor y otro vecino. El entonces mandamás del pueblo nos recibió y le expusimos el motivo de la visita.
Mira, fulano —le dijimos tuteándolo: había alguna confianza—, nos hemos enterado de que van a cortar las moreras que hay en el centro de la plaza y estamos muy preocupados; creemos que eso es un atentado, además innecesario: un verdadero disparate.
El arquitecto del ayuntamiento, que por allí andaba —no sabemos si alertado por el alcalde— intervino en la conversación y dijo (con la autoridad que el cargo otorga y asombrándose de nuestra enorme ignorancia) que dónde se había visto una plaza mayor con vegetación, con arbolado; y añadió que las plazas mayores se enlosan, se adoquinan, se pavimentan... Pronto, saliendo al quite, la máxima autoridad municipal, como «buen político», nos tranquilizó con un trato amigable, creo que por considerarnos, a quienes fuimos a hacerle la petición, casi correligionarios suyos, cercanos en cuanto a ideas.
No os preocupéis, que la macocana no se toca —dijo, dejando zanjada la cuestión—, lo garantizo yo. Podéis iros tranquilos.
Y nos fuimos tranquilos.
Y, así, tranquilamente, pocos días después, al regreso de una mañana de trabajo, me encontré de golpe con una triste imagen: unos obreros, de los empleados en la construcción de los edificios que quedaban por hacer alrededor de la plaza, estaban terminando de trocear las dos moreras; sí, ambas, pues la macocana, la que según el alcalde no se iba a tocar, también había sido talada.
La verdad es, echando mano de una pizca de ironía para expresarlo abonico, que no sé cómo pudieron hacerlo, cómo la talaron y la trocearon sin tocarla, como había prometido el alcalde. Supongo que solo la motosierra entraría en contacto con ella, que nunca la «tocarían» las manos de los albañiles serradores, para no dejar en mal lugar al alcalde, para que no quedara como mentiroso.
Después de esto, durante los años transcurridos desde entonces, he visto unas cuantas veces a fulano, que me saluda con simpatía y con el que mantengo una relación educada, incluso cordial; y en esos diversos encuentros hemos hablado en algunas ocasiones, pero nunca he recibido de él algún tipo de justificación o aclaración sobre lo sucedido con la dichosa morera; ¿para qué? —pienso— ¿¡quién soy yo para que él me dé explicaciones!? Así que, en consecuencia, nunca, jamás, después de aquello, he tomado en serio nada de lo que he oído salir de la boca de fulano.

viernes, 1 de febrero de 2019

Llevarse la novia

Dos mujeres mayores cuchichean entre sí mientras escudriñan a la gente que, ya cayendo la tarde, camina con sosiego por la orilla de la carretera del pueblo, que es el lugar de paseo de entonces en aquellas tardes de los días festivos.
¡Atí, tacha!
¿Qué?
¡Vaya una fresca!
¿Quién?
¡Esa!
¿Qué pasa?
Que se fue con el novio.
¿Y qué?
¡Que ahora se pasea con él del brazo, tan fresca, delante de to el mundo!
¡¡Habrase visto!!
***
Hace ya bastante tiempo que se perdió la costumbre, pero cuando yo era niño, y aún después, de joven —años cincuenta y sesenta—, el hecho de «llevarse [a] la novia» o, dicho desde el otro lado, el «irse con el novio», era una práctica muy extendida en la zona en que vivo, y constituía un tipo de matrimonio consuetudinario. (Según las fuentes consultadas, llevarse la novia era algo acostumbrado en tierras de Murcia, Alicante, Andalucía, Albacete y Ciudad Real.)
En todo el Sureste, hasta Granada y Almería, se halla muy intensificada la costumbre del rapto de la novia, que en el campo de Cartagena se convierte en rito propio de todas las clases sociales. (Julio Caro Baroja: Los pueblos de España, Tomo II, Ediciones Istmo, 1976, pág. 175)
En la huerta y campo del término de Murcia es muy común el rapto. […] en la huerta de Murcia se llama al rapto por parte del hombre «sacar la novia», por parte de la mujer «salirse». (Mariano Ruiz Funes: Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, Murcia,1983, pág. 45)
Después, los derroteros de la evolución social y económica en nuestro país llevaron consigo la pérdida de este procedimiento matrimonial tan arraigado antaño en nuestras aldeas y zonas rurales, que comenzó a desaparecer en los años ochenta debido, sobre todo, a dos razones: por un lado, al abandono del campo por su gente, que emigra para buscar mejores condiciones de vida —sociales, económicas, laborales...—; y por otro lado, al cambio del papel de la mujer en la sociedad, que deja el trabajo casi exclusivamente hogareño, accede a los estudios y consigue una mayor independencia.
Llevarse [a] la novia, esencialmente, consistía en que el chico «sacaba a la novia» de su casa, o, lo que es lo mismo, ella se iba —se salía, se escapaba— con él, y ambos se fugaban juntos; y ello, normalmente, para evitar los rituales protocolarios establecidos para la boda, sobre todo los gastos que conllevaba la preparación de la misma y su posterior celebración. Sus protagonistas, los novios, solían ser jóvenes trabajadores pertenecientes a las clases más humildes, que, por no tener recursos para preparar una boda «como Dios manda», como las de la gente con mejor situación económica, «se iban» juntos y evitaban así estos «problemas».
La fastuosidad que exigía una boda en otro tiempo hacía que en los estratos sociales menos privilegiados «llevarse la novia», para evitar los desembolsos inevitables y celebrar más tarde el casamiento de modo más discreto no fuera demasiado insólito. (Enrique Luque Baena: Estudio antropológico social de un pueblo del Sur, Tecnos, Madrid, 1974, pág. 136)
Motivo frecuente de llevarse la novia también podía ser el rechazo paterno a las relaciones de los jóvenes (normalmente por diferencias sociales, económicas, culturales…), que por tanto veían en la fuga una manera de forzar la boda, ya que se daba por hecho que la chica, tras el «rapto», había dejado de ser virgen, que no siempre era así. Otro motivo podía ser el haberse quedado embarazada la joven, con lo cual se aceleraba el proceso para una boda que se conocía entre la gente con la expresión «casarse de penalti».
Los familiares y allegados de los fugados solían expresar de manera «visible» su disgusto en una teatral puesta en escena más aparente que real, ya que era normal que, posteriormente a la escapada, a veces al día siguiente, la pareja de jóvenes fuera a visitar a los padres de la chica, que, ya digo, solían mostrar visual y auditivamente su enfado con cierta exageración, tanto en privado como, sobre todo y para que los vecinos se enteraran bien, en público.
A pesar de las «visibles» muestras de disgusto en el entorno, esas uniones entre parejas de fugados solían obtener la aceptación de la comunidad a la que pertenecían, y, con posterioridad, con cierta frecuencia, eran formalizadas con una boda «legal» —por la iglesia, como no podía ser de otro modo en mis años jóvenes—, y ello debido sobre todo a motivos burocráticos y/o económicos, como la necesidad de obtener los «papeles» para pedir algún tipo de ayuda. Otras veces no se llegaba a formalizar legalmente dicha unión, a pesar de lo cual la gente los consideraba casados desde que se iban juntos. Después tenían sus hijos y convivían como un matrimonio normal, porque ambos al escaparse tenían claro que la unión era para toda la vida, «hasta que la muerte nos separe».
También ocurría con cierta frecuencia que los curas se negaban a casar a estas parejas; y cuando accedían a celebrar la boda, «para evitar que los amantes vivan en pecado», solían hacerlo a escondidas, casi con nocturnidad, y sin apenas ceremonia, ni casi acompañantes, ni... amonestaciones previas, ni... casi na.
Termino con dos coplas murcianas publicadas en 1900; la primera, con palabras puestas en boca de la chica, la novia; la segunda, en la voz del novio.
¡Mi padre me pone guardia
como si yo juá castillo!
y por más guardias que ponga
me voy a salir contigo.
                 [...]
¿De qué le sirve a tu maere
echar la yave ar corral?
si t’as de salir conmigo
por la puerta prencipal.
Pedro Díaz Cassou:
El cancionero panocho, 1900,
en Tradiciones y costumbres de Murcia.
Academia Alfonso X el Sabio, 1982,
Págs. 126 y 127 respectivamente.