SECCIONES

viernes, 28 de julio de 2017

Sakura

Sakura es el nombre de una canción tradicional japonesa que escuché por primera vez, hace ya mucho tiempo, en La casa de té de la luna de agosto (traducción española del título original: The Teahouse of the August Moon), una película estadounidense del año 1956, dirigida por Daniel Mann y protagonizada, entre otros, por Glenn Ford, Marlon Brando y Machiko Kyō (la geisha Flor de loto, que es quien canta la canción en la peli). Jhon Patrick escribió el guion a partir de su propia obra de Broadway de 1953, ganadora del Premio Pulitzer de drama y del Premio Tony. Todo basado en una novela de Vern Sneider.
En Japón, sakura significa flor de cerezo (de variados colores y distintos tonos, entre los que destaca especialmente el rosa pálido; decorativa, ornamental, incluso medicinal, por ejemplo como diurético), todo un símbolo para esta gente, que considera el breve y brillante momento de la floración una metáfora de la brevedad, fragilidad, transitoriedad de la vida. En tiempos de floración —comienzo de la primavera—, los japoneses celebran una fiesta donde familiares y amigos se reúnen bajo la sombra de los cerezos en flor y comparten alimentos celebrando la aparición de las flores. Tras esta fiesta, comienza el curso académico en Japón.
Después, con el tiempo, encontré la partitura de esta exótica melodía y desde entonces ha estado presente en mi repertorio de canciones para el aula de educación musical; aquí les pongo una copia para quienes interese. Al escribirla la he subido un tono respecto del ejemplo encontrado; lo he hecho con la intención de que pueda ser tocada con flauta dulce, un instrumento —espero— al alcance de algunos de mis lectores.

viernes, 21 de julio de 2017

Pan torrao...

Aquí, para los chiquillos de entonces, un pedo silencioso era una follá (variantes: follón y follonazo). Si, de pronto, en el grupo en que estabas jugando, se olía mal y alguien pensaba que el perfume procedía del culo de alguno de los participantes en el juego, todos, poniendo cara de inocentes (observando con atención, en las distintas caras se podía ver un buen abanico de expresiones de disimulo), todos, digo, nos apresurábamos a negar habernos follado, haber dejado caer la bomba fétida.
Y si de buenas a primeras no estaba claro quién había sido el atrevido (propia confesión, delator rubor de cara, algún chivatazo cercano...), la cosa se solucionaba por unos medios que, aunque no muy científicos, por aquellos entonces se nos ofrecían con claras garantías justicieras. Entre estos medios destacaban dos.
El primero en ser aplicado (siempre se le ocurría a alguien dispuesto a esto y a mucho más) consistía en oler el culo a todos y cada uno de los componentes del grupo; insisto, siempre había quien por su cuenta comenzaba a oler cada uno de los culos para ver si detectaba quién había sido el infractor, el insolente retador. También es cierto que, como él no podía oler su propio culo, de esta forma podía ocultar su culpabilidad caso de que así fuera.
Si este método no funcionaba convincentemente («has sido tú»; «yo no he sido»; «aquí está, aquí se huele»...) y el infractor no aparecía, se optaba por un sorteo a «ritmo de marcha» que —entonces así nos parecía— descubría inequívocamente al culpable, al individuo que inmediatamente aparecía ante el grupo como merecedor de una lluvia de pescozones que sus compañeros de juego le dejaban caer. En el sorteo, el director de la rifa iba señalando con el dedo índice —marcando el «pulso» musical— a cada uno de los candidatos a «culpable», mientras recitaba rítmicamente el siguiente texto:
«Pan torrao, huevo asao,
quién ha sío el tio cochino
que se ha follao»
Para aprovechamiento de quienes puedan leerla musicalmente, a continuación les pongo la versión rítmica más conocida de este texto, la que, según mi recuerdo, y algún otro cosultado, fue más utilizada:
Me he referido a la versión más usual porque este recitado rítmico tenía su intríngulis, su truco, pues quien lo llevaba a cabo —el espabilao de turno— tenía la opción —con el consentimiento implícito de los demás— de distribuir algunas de las sílabas de la prosodia según sus conveniencias, con lo cual prácticamente casi podía elegir quién era el perdedor o, por lo menos, esquivar él el marrón evitando que en el sorteo le tocara la última sílaba.
He aquí algunos ejemplos de distribución silábica en el enunciado rítmico:
Que se / ha / fo / llao
Que se / ha / fo / lla / o
Que / se / ha / fo / lla / o
Al final siempre pagaba alguien poco apreciao.

viernes, 14 de julio de 2017

El Barras (y 2)

El Barras era especial con sus clientes, supongo que sobre todo con los buenos clientes. Cuando escuchaba a lo lejos la pitada cómplice de un vehículo que se acercaba a la altura del quiosco (recuerden: la Nacional 340, la carretera general Murcia-Alicante, con mucha circulación entonces), pronto identificaba al individuo que lo conducía y que, si había tráfico muy denso, no tenía siquiera que detenerse, pues Antonio le lanzaba un cartón de Winston, Marlboro, Chesterfield... —el preferido del cliente—, se lo introducía por la ventanilla mientras le decía «tira, ya lo pagarás».
En los más inmediatos alrededores del quiosco eran celebrados con bombo y platillo por el Barras y sus amigos determinados acontecimientos, entre los que destacan como más sonados los balompédicos, pues Antonio, muy aficionado al fútbol —era del Barça: un cérrimo—, celebraba sus victorias —y las derrotas de sus máximos rivales— a lo grande, por todo lo alto, pero sobre todo con originalidad, con apuestas e ingeniosos espectáculos, como el rezo que le era impuesto a modo de penitencia al forofo perdedor; para ello había en el «almacén» del Barras un reclinatorio —sí, de los de la iglesia— y un rosario, y con ellos, arrodillado en el primero y con el segundo entre las manos, el penitente perdedor de turno tenía que rezar o simular que rezaba, en los días siguientes a los partidos, a primeros de semana normalmente.
Cuando nuestro paisano Vicente Carlos Campillo obtuvo el carnet de entrenador de fútbol (me surge una mínima duda sobre si fue entonces o si fue cuando de su mano el Real Murcia subió a primera), el acontecimiento fue celebrado cortando la circulación en la carretera nacional. La fila de coches que venía de Alicante la detuvo el propio Barras haciendo el alto a los vehículos con una infantil pala playera de plástico, y la fila de coches que venía de Murcia la detuvo su compadre Soto, otro célebre personaje al que llamábamos el Capitán Veneno, que había sido caballero legionario y del que algunos jóvenes de entonces aprendimos el himno de los de la cabra. Y todo esto del  corte de la circulación, se preguntará más de un lector, ¿para qué?, pues para que Vicente Carlos, flamante y pronto exitoso entrenador de fútbol, en esos pocos segundos que duraba el parón de tráfico, «se pegara» una acrobática voltereta en medio de la carretera, voltereta premiada con una salva de aplausos de los allí presentes para la ocasión: circo en estado puro.
Siendo yo jovenzuelo, en alguna ocasión presencié cómo el Barras, muy generoso, hacía de banquero prestamista con algún amigo mío. Me consta, además, que este amigo mío no era el único «cliente» prestatario que tenía, y que, al contrario que hacían las distintas entidades bancarias, Antonio prestaba sin cobrar intereses: desinteresadamente, nunca mejor dicho.
Como para él el estudio debía ser una tarea derretidora de sesos, me «aconsejaba», a su manera, que no estudiara «tanto», que no era bueno, y me decía, simulando tocar la flauta de manera grotesca, que si seguía así «acabaría loco, como el tío nosequién —nunca supe de quién me hablaba—, que terminó en lo alto de una morera y con una sartén al hombro».
Cuando la vida le vino mejor, me acuerdo, le gustaba salir, como él mismo te decía, preparao —de dinero, se entiende—, y comer «bien», como te contaba después con detalle. En una ocasión me dijo que mi hermano —buen amigo y guía suyo en las «salidas»— lo había llevao «cal Rigan» (con el apellido del presidente estadounidense se refería a un restaurante cercano a la costa regentado por un extranjero, un belga, Míster Roland) y que «cal Rigan», me siguió contando, se había comido «un mendrugo de carne así», y me mostraba con satisfacción el puño como referencia del grosor del trozo de carne comido.
Después, pasado el tiempo, supe que andaba muy delicao; me enteré por mi hermano, que, tras algunas visitas a su casa y al hospital, me informaba de su evolución. Tras su muerte, siempre que por cualquier circunstancia me viene a la cabeza su imagen (asociación de ideas, alguna conversación, el encontrarme con algún libro o disco comprado en el quiosco...), lo recuerdo con afecto: sit tibi terra levis, Barras.

viernes, 7 de julio de 2017

El Barras (1)

Antonio Morga, de El Siscar, el Barras, un hombre duro, que se había criao —decía él para mostrar su rocosidad— corriendo descalzo por «carrizos de punta» que —aseguraba— no punchaban a sus pies encallecidos; que había estado trabajando en Alemania, de donde había vuelto con una enfermedad, de resultas de la cual le había quedao una mala secuela, la imposibilidad del trabajo físico duro, pero también —todo no iba a ser malo— una paguica de por vida.
De estatura media, delgado, de aparente —solo aparente— aspecto muy serio, incluso hosco; pescuezo delgado, largo y recto; la piel de la cara, en la zona de las mejillas, un poco rojiza debido a unas venillas, y una calvicie avanzada que Antonio cubría indiferentemente con gorra o sombrero, dependiendo sobre todo de la ocasión, de si estaba trabajando o salía «de fiesta», por ejemplo, a comer a algún restaurante con su mujer y algún otro matrimonio amigo.
El Barras tenía un diminuto quiosco de madera pintado de color verde, que, posteriormente, cuando las cosas le fueron mejor, fue sustituido por uno más moderno de aluminio, aunque también pequeño. El quiosco quedaba muy bien situado en el centro del pueblo, en la zona más comercial, junto a la orilla de la carretera, en el mismo lado y a menos de cincuenta metros de la plaza de la iglesia.
Y en su mínimo quiosco, Antonio vendía los periódicos locales de entonces —La verdad y Línea—, venta que poco a poco fue ampliando con algunas revistas y, sobre todo y muy importante, con la de tabaco, que conseguía de contrabando —rubio americano, negro cubano...—, un género muy valorado por muchos fumadores de entonces, yo entre ellos: Winston, Marlboro, Craven “A”, Partagás, H Upmann... ¡¿Cuánto frío debió pasar en las heladas madrugadas de invierno para tener preparada la prensa a primera hora?!
Con el tiempo utilizó como ampliación del negocio, a modo de almacén, un bajo desocupado que había tras el quiosco, casi pegado a él. En este local, que hacía años había sido un bar y aún conservaba la barra al fondo, tenía Antonio espacio sobrado para las revistas, los coleccionables, el tabaco —escondido—... y, con el tiempo, hasta para un depósito refrigerador con cervezas y refrescos que, decía él, eran para los amigos, y, por lo que pude comprobar, realmente eran para los amigos: no te cobraba. Llegabas, te sentabas en una de las sillas que para la ocasión tenía, te ofrecía una cerveza y cuando pretendías pagarla te decía que guardaras tu dinero —«¡ande vaas!»—, que aquello lo tenía allí para los amigos.
Todavía tengo fresco en la memoria lo que tuve que insistir, el follón que tuve que darle, cuando comenzó a editarse El País, las veces que se lo tuve que pedir para que lo trajera y comenzara a venderlo en el quiosco. Hasta entonces yo me desplazaba a Murcia para comprar tan preciado bien, aunque no todos los días; después, entonces sí diariamente, durante muchos años lo adquirí en el quiosco del Barras. Allí me hice también con preciosas joyas de la música y la literatura, con colecciones completas de fascículos (Historia de la literatura española e hispanoamericana), de fascículos y discos (Los Grandes Compositores, Los Grandes Temas de la Música...) y de libros (Biblioteca Básica Salvat, Obras Maestras de la Literatura contemporánea —Seix Barral—, Colección de Literatura Universal Bruguera...).
No se le daba muy bien la escritura y tampoco las cuentas; por ello y por la confianza que tenía conmigo, periódicamente me pedía —no creo que yo fuera el único en hacerlo— que le ayudara en la devolución del material pasado de fecha: periódicos, revistas, coleccionables... A veces, me veía llegar y sin preludio alguno me decía: «coge el bolígrafo y apunta», y ya sabía yo lo que tenía que hacer: tomar nota de la cantidad de ejemplares que iba a devolver y que ya tenía él preparados, desperdigados en montoncitos por el suelo; me iba dictando: «2 de Hola, 3 de Diez minutos, 1 de Triunfo, 1 de Los Grandes Compositores...»; y así.
Casi siempre a mediodía, tras una mañana de trabajo en la escuela, quien esto escribe llegaba a por El País y muchas veces pillaba a la familia comiendo en el bajo-almacén; lo normal era que el Barras me dijera que me sentara a comer con ellos —«Victoria, ponle un plato de guisao», le decía a su mujer—; y, lo mismo que con la bebida para los amigos, no lo decía por cumplir, lo decía de verdad; y yo, que lo sabía, más de una vez comí con ellos. También hubo una temporada que, para quienes se lo encargábamos, Antonio traía pan casero, de horno moruno, comprado en un apartado lugar de la huerta al que, por cierto, alguna vez lo llevé yo, pues él estuvo mucho tiempo sin coche y, creo, sin carnet. Volvíamos con medio saco de pan, metía la mano, sacaba uno, me lo entregaba directamente en la mano y decía «tira, ya te puedes ir»: era su manera de darme las gracias.
Continuará.