SECCIONES

domingo, 29 de marzo de 2015

¡Menuda pistola!

Titular de noticia:

Cuando seguimos leyendo la noticia, nos enteramos que es el joven el que lleva la pistola de plástico. Los soldados, según la policía israelí, se sintieron amenazados por el joven y decidieron matarlo.
¡Menuda redacción!


miércoles, 25 de marzo de 2015

Madrugón

Vivo en un dúplex de una urbanización situada en las afueras de Murcia. Los días que puedo, salgo temprano y hago deporte; según los días: ando, corro, monto en bicicleta… A mi mujer, todo lo contrario: le gusta quedarse en la cama y gandulear.
Creo que fue sábado, o domingo, porque ese día no tenía que ir a trabajar. Muy silenciosamente, para no despertar a mi querida mujercita, me levanté muy temprano, salí de la habitación, me equipé en la de al lado sin hacer ruido, bajé al garaje, cogí la bici y salí a hacer mi recorrido: unos cincuenta kilómetros.
Pronto me di cuenta de que sería imposible, porque comenzó un aire y una lluvia que en poco tiempo se transformó en una tormenta, una lluvia torrencial que lo impedía: el agua caía a cántaros y corría por las calles imposibilitando cualquier tipo de actividad deportiva al aire libre, y más la de la bicicleta. Por si faltaba algo, un viento helado soplaba fuertemente, colaborando al empape rápido y a posibles caídas desafortunadas.
Visto lo visto, volví a casa, metí la bici en el garaje, me sequé como pude para evitar dejar un reguero de agua y subí a la planta baja de la casa; conecté la wifi para poder consultar el tiempo en la tableta: el temporal iba a durar todo el fin de semana.
Entonces me acordé de lo calentito que se estaba en la cama y pensé en volver a acostarme. Subí a la primera planta, me desnudé en la misma habitación en que me había vestido, entré en el dormitorio y contemplé a mi mujer acostada sobre el lado derecho; entonces me metí en la cama y me acurruqué acoplándome suavemente a su espalda (le puse un rabo, solemos decir entre nosotros). Y, susurrando apenas, abonico, le dije al oído:
Cariño, ¡no te puedes imaginar qué tiempo hace! ¡Malísimo!: viento, lluvia… ¡una verdadera tormenta!
Ella, sin volverse, sacó la mano derecha de debajo del edredón, la pasó por encima de su hombro izquierdo y, acariciándome la cara, me contestó:
Ya me he dado cuenta. ¿¡Te puedes creer que mi marido, con la que está cayendo, se ha ido a montar en bici!? ¿¡Será gilipollas!?
Desde entonces no he vuelto a madrugar para hacer deporte. 
(De un chiste que circula por internet)

 

sábado, 21 de marzo de 2015

Moncho Alpuente ha muerto

Hace poco, el día dos de este mismo mes, utilicé para una entrada en Abonico, un fragmento de un artículo de Moncho Alpuente publicado el 27 de febrero pasado. Era un fragmento de Menos lobos, Villalobos y se refería —cómo no, con este título— a la noticia estrella de esos días: Celia Villalobos había sido pillada jugando con su tableta mientras ¿presidía? —hacía como que presidía— el Congreso de los Diputados.
Diariamente, cuando leo la prensa en la tableta, tengo la costumbre de autoenviarme por correo los artículos que más me gustan; después los guardo tras darles el formato que prefiero. Y esta misma mañana me he enviado el último publicado por Moncho Alpuente, ayer mismo, en Público. Después he seguido con la prensa y al poco —¿unos minutos, media hora…?— leo en otro periódico: Muere Moncho Alpuente. ¿¡Qué!? ¿¡Cómo!? Vuelvo a Público y, desde luego, también aparece ahora la fatal noticia.

Para que puedan apreciar su fina y atractiva ironía, aquí tienen un fragmento de La peineta griega, su último artículo:
[...] los helenos están dando muy mal ejemplo, con la que le está cayendo encima Tsipras acaba de descolgarse con una ley para paliar la crisis social y esto es una provocación intolerable, proteger a los parados, pagarles la luz a los insolventes y subir el salario mínimo mientras los acreedores sufren tremendas penalidades pensando que nunca van a cobrar lo que les deben porque los griegos derrochadores e irresponsables se van a gastar lo que no es suyo en los pobres ¿habrase visto tamaña ofensa? cada vez que un griego subvencionado encienda el calefactor estará robando a un financiero alemán que solo quiere lo que le pertenece más los intereses para conservar e incrementar un patrimonio personal obtenido con el esfuerzo ajeno, con el sudor de muchas frentes de burócratas y contables a su servicio. [...]” (La peineta griega, Moncho Alpuente 20/03/2015, Público, Cabeza de ratón).
Y aquí les pongo el enlace donde pueden pinchar los interesados en el artículo entero:


martes, 17 de marzo de 2015

9 meses antes de nacer…

Educación musical temprana
Cuando digo que me he dedicado durante bastantes años a la Pedagogía Musical, suelen preguntarme, sobre todo algunos padres jóvenes preocupados por la educación de sus hijos, cuál es la mejor edad para el comienzo de una buena educación musical. Mi respuesta siempre es la misma: cuanto antes, mejor.
Los grandes pedagogos musicales coinciden en considerar ideal el comienzo con la música a edad muy temprana. Carl Orff habla de “temprana iniciación musical” incluso para la creatividad e improvisación. Maurice Martenot recomienda a los padres que mezan con frecuencia a sus hijos acompañándose del canto (nanas primero y canciones infantiles después). Otros autores concretan más la edad: para unos debe comenzar a los dos o tres años (Émile Jacques-Dalcroze); para otros, a los tres o cuatro (Edgar Willems); incluso hay quienes llevan su comienzo ideal a antes de nacer el educando.
Esta última es la idea que más me gusta y, aunque parezca exagerada a primera vista, es muy razonable: fácil de entender y de defender. Está recogida en una anécdota del pedagogo y compositor húngaro Zoltán Kodály, quien cuenta que tiempo atrás una mujer le preguntó cuándo debería comenzar la educación musical del niño; él, dice, contestó a la buena señora que nueve meses antes de nacer el bebé, pero a continuación el pedagogo añade, a sus interlocutores actuales, que si se lo volvieran a preguntar ahora, contestaría que nueve meses antes de nacer… la madre del bebé.
¿Qué les parece?
Si la madre —o el padre, o, mejor, para nuestra argumentación, los dos— ha recibido una buena educación musical, el niño nace ya en ese ambiente y será más fácil su impregnación, su estimulación y empuje, pues sabemos que la familia es el primer círculo de influencia para el niño, y el más importante para su educación. Y los cimientos serán más sólidos si la familia ya está inmersa en ese ambiente que proporciona la música. Siempre será mejor si el niño ha escuchado tocar, decentemente, un instrumento musical; si le han cantado con cuidado, sin chillar, afinado; si ya desde bebé ha sido movido —mecido, por ejemplo— con criterio musical; si el buen gusto predomina en la casa y la música que se escucha es de calidad, etc.
He dicho muchas veces que el niño aprende por imitación, por impregnación; ahora quiero añadir para la música otro término, otra idea de refuerzo que tomo de lo que se predica para el mejor aprendizaje de un idioma: el niño aprende mejor por inmersión. 

De cualquier forma, aunque los padres no sean músicos, ya saben, recuérdenlo: cuanto antes mejor.


martes, 10 de marzo de 2015

D. José Aguilera

Aquí tienen una foto de don José Aguilera Bernabé, el médico que enseñó a jugar al ajedrez a medio pueblo de Santomera, allá por los primeros 60 del siglo pasado. No en vano el club ajedrecístico que nació en el pueblo años después llevó orgullosamente su nombre. Desde luego la imagen que aparece en la foto no es la que recuerdo de él, pues yo lo conocí, calvo y muy grueso, más de treinta años después de la fecha por la que se le hizo este retrato.


Foto recortada de la orla del Torneo Internacional de Barcelona, 1929,
en el que tomó parte nuestro personaje, y que fue ganado nada menos
que por José Raúl Capablanca, campeón mundial 1921-1927.

Se contaba de él, con admiración, y yo escuchaba con oídos de niño bien abiertos, que era un gran ajedrecista, “uno de los tableros del equipo nacional”, que jugaba al ajedrez por correo, por teléfono, varias partidas contra distintos rivales a la vez, que jugaba a la ciega (sin mirar el tablero)… Y tú te decías ¿¡cómo va a jugar sin mirar el tablero!? Y sí, ¡vaya si lo hacía!
A veces, en las tardes tranquilas del Casino, si don José no tenía algo mejor que hacer, nos cogía a un par de niños, que rondábamos por allí esperando la ocasión, nos ponía uno a cada lado del tablero y nos enfrentaba a posiciones de finales de partida para que, alternándonos, aprendiéramos a arrinconar y dar mate al rey contrario: Rey y torre contra rey; rey y dos alfiles contra rey; rey, alfil y caballo contra rey… En sus explicaciones ajedrecísticas solía darnos normas generales en forma de máximas, que memorizábamos, muchas veces con rima para que se nos quedaran mejor en la mollera; como la que decía que “los clavos y las descubiertas ganan partidas a espuertas”, o que las torres deben ocupar columnas o filas despejadas; también nos enseñó que al principio de la partida no debe moverse dos veces la misma pieza hasta que no haya acabado la apertura; o… que quien domina el centro del tablero, domina la partida; igualmente aprendimos el valor de un peón pasado, etc.
A don José, cuando estaba ensimismado en el juego, le gustaba cantar y tararear. Recuerdo cómo dos de sus canciones favoritas, Al Uruguay (el estribillo) y Yo quiero ver Chicago —a la que todos añadíamos como continuación entonada “yo quiero ver chimeo”—, eran machacadas por don José una y otra vez por poco que alguien, que nunca faltaba, intencionadamente provocador, empezara a tararearlas en las cercanías del tablero donde jugaba nuestro médico.
Para completar su imagen cuando estaba jugando, unan esos canturreos a uno de sus gestos típicos mientras pensaba las jugadas; don José apoyaba los antebrazos en el borde de la mesa, junto al tablero de ajedrez, entrelazaba los dedos de una mano con los de la otra y hacía girar los pulgares de ambas en una rotación recíproca continua mientras los demás permanecían entrecruzados (lo que algunos llaman hacer puñetas); y al hacerlo mostraba, por la parte del dorso, unos dedos de piel clara, regordetes y velludos, igual que el resto de unas manos que llamaban mi atención: más finas y delicadas que las mayoritariamente por allí habituales, maltratadas y encallecidas por duros trabajos agropecuarios.
Le gustaba mucho comer. Según mi lejano e infantil recuerdo quizás no muy fiable, debía pesar, sin ser alto, sobre los ciento veinte kilos o más. Vestido adecuadamente podría haber dado la imagen de un patricio romano como el senador Tiberio Sempronio Graco, el personaje interpretado por Charles Laughton en la película Espartaco (1960), de Stanley Kubrick. No tenía coche. Yo lo recuerdo, en la estación más calurosa del año, con una indumentaria estrafalaria y poco limpia (dejando corto el “torpe aliño indumentario” de don Antonio Machado), con la camisa abierta mostrando un peludo pecho solo tapado un poco por una camiseta de tirantes, esperando el coche de línea, para ir —te decía— a comer unas habichuelas estofadas que hacían muy ricas en tal o cual casa de comidas, estuviese donde estuviese.
Pero, en mi recuerdo, el mayor misterio alrededor de don José, lo que más atraía mi atención, era la llegada periódica de unas —no siempre las mismas— sobrinas que venían a visitarlo. ¡Buenísimas! Jovencitas de muy buen ver que se quedaban en la casa del médico una temporada y que, con el tiempo, desaparecían para ser sustituidas posteriormente —supongo que a intervalos prudentes— por otras no menos jóvenes y atractivas, que a los jovenzuelos de la época —y a los no tan jóvenes— nos llevaban de calle.
¡Ay cómo mirábamos a las sobrinas de don José los chavales del pueblo!; y es que no se parecían en nada a las mujeres que estábamos acostumbrados a ver en la localidad; ni siquiera las más jóvenes y atractivas de nuestras mujeres lograban acercarse a la imagen de las sobrinas del gran ajedrecista.
Con el tiempo y con lo escuchado aquí y allá, uno, ya menos ingenuo, empezaba a pensar que tal vez las sobrinas de don José no fueran sobrinas, sino… ya saben: “amiguitas” del médico, dicho eufemísticamente, lo cual añadía todavía más morbo a la situación. “¡Quién pudiera!”, pensaba más de uno.
Murió, cuentan, tras un “atracón” de mantecados, parece que comidos todavía calientes; por lo visto, se había pasado cenando, no pudo resistirse a los deliciosos dulces, después tuvo que levantarse a media noche para atender una urgencia y…


miércoles, 4 de marzo de 2015

Arpeggione

Traemos hoy a Abonico un instrumento de efímera existencia —no llegó a imponerse—, el arpeggione, llamado también a veces “guitarra-violonchelo” o “guitarra de arco”, derivado de la viola da gamba, hermano del violonchelo (forma) y de la guitarra (seis cuerdas, afinadas como en ella), que en 1823 había ya “inventado” un luthier vienés, Johan Georg Staufer.


Con el nombre de Arpeggione también solemos referirnos a la Sonata para arpeggione y piano, D 821, en La menor, que Franz Schubert compuso en 1824 por encargo, parece ser, del propio Staufer, con el fin de promover el nuevo instrumento, y para que la tocara, probablemente, Vicenz Schuster, virtuoso que la interpretaría acompañado al piano por el propio Schubert.

Nicolas Deletaille

Ya la primera edición incluía transcripciones para violín y violonchelo, y después se ha arreglado para distintos instrumentos: viola, guitarra, incluso se ha orquestado la parte del piano. Aunque hoy se ha generalizado su ejecución —ya saben lo poco que me gusta esta palabra— con violonchelo y piano, podemos encontrar versiones para todos los gustos: viola, contrabajo, flauta, trombón… ¡hasta con armónica!

En cuanto a buenas interpretaciones, imaginen, apreciados lectores-escuchantes, las parejas de excelentes chelistas y pianistas que han recreado esta obra: Miklós Perényi y András Schiff, Yo-Yo Ma y Emanuel Ax, Maurice Gendron y Jean R. D. Françaix, Mischa Maisky y Martha Argerich…, y la que ofrecemos hoy en Abonico: la formada por Mstislav Rostropovich al violochelo y Benjamin Britten al piano (aunque es mucho más conocido como compositor), que es la versión que tengo en CD.

De los tres movimientos de la obra, el más conocido, y atractivo, es el primero, Allegro moderato; como es un poco largo de duración —trece minutos y medio en la versión elegida— y no quiero abusar, voy a poner solo un fragmento:


Quienes quieran disfrutar de esta obra con el sonido de los instrumentos para los que fue escrita pueden pinchar en el siguiente enlace y ver —y escuchar: aprecien la diferencia— a Nicolas Deletaille (arpeggione) y Alain Roudier (fortepiano).