SECCIONES

viernes, 27 de julio de 2018

Habrá que cortarlo

Muy curioso desde pronto, siempre con la oreja puesta, ingenuo, escuchaba en una conversación:
¡Uff!, no me puedo sacar el anillo.
Eso es que te ha engordado el dedo.
Pues... habrá que cortarlo.
Y se agobiaba, pues pensaba que era el dedo lo que había que cortar.
¡Se le quedaba un mal cuerpo...!

viernes, 20 de julio de 2018

El Guti (y 2)

Los laterales de nuestras casas estaban enfrentados: corrían en paralelo, con una calle de poca anchura entre ambos (la ahora mal llamada Calle San Rosendo, pues siempre ha sido la Calle del Rosendo), de tal modo que la ventana de la cocina de mi casa daba a la puerta trasera de la suya, que, a su vez, estaba enfrente, con un pequeño patio por medio, de su retrete (no váter, no, entonces de eso no había en el pueblo). Así que una mañana cualquiera te podías encontrar el espectáculo mientras desayunabas: el Guti subido a la losa de su retrete, de cara a ti, mostrando desinhibido… sus gitanales, pues tanto la puerta del escusado como la de la calle estaban abiertas, y él haciendo sus necesidades, lo que tuviera que hacer; ya digo, un espectáculo.
He dicho antes que desde joven tuvo que enfrentarse a trabajos duros, a labores de personas mayores curtidas, y ello, unido a su falta de miedo, dio lugar a algunas anécdotas que con el tiempo se hicieron bastante populares. Entre ellas es muy conocida la que cuenta que una noche estaba nuestro personaje regando en su huerto (unas pocas tahúllas que, sin camino por medio siquiera, lindaban directamente con la pared del cementerio), que andaba en un momento de descanso, sentado en el costón que quedaba pegado a la pared del camposanto, apoyando la espalda en ella, cuando alguien, que había decidido darle un buen susto, apareció justo encima de donde él estaba, gritando cual zombi metemiedos desde lo alto del muro cementeril. La respuesta de nuestro protagonista fue inmediata: en un rápido giro torácico, con las dos manos lanzó la azada que tenía entre ellas (me lo imagino como un lanzamiento olímpico de martillo) y a punto estuvo de alcanzar al individuo, que de asustador pasó a asustado en cuestión de nada.
También me viene a la cabeza ahora —quizás por afinidad temática— un reto planteado por un valiente que, en un corro de mozalbetes de entonces, de pronto va y dice, a las tantas de una noche muy oscura (es importante tener en cuenta que todavía no había iluminación en las calles del pueblo): «¿¡a que no hay güevos a saltar la tapia y entrar ahora en el cementerio!?» ¿Quién se atrevió?: el Guti, con veinte duros de apuesta según me ha dicho él mismo no hace mucho. En esta ocasión fue el propio retador quien quiso asustarlo, pero, de nuevo, Juan se olió la jugada y, una vez dentro del cementerio, esperó escondido tras un nicho al individuo, le introdujo por la cabeza una corona funeraria tomada de una tumba cercana, y logró, como en el caso anterior, que quien quería asustarlo acabara asustado.
Por si faltaba algo, era un buen jugador de fútbol (ámbito en el que mucha gente le llamaba, como más «respetuosamente», por su apellido: Prior), uno de los mejores futbolistas del pueblo, que llegó a jugar profesionalmente en distintos equipos de fuera, y que —me consta— pudo haber llegado más lejos (téngase en cuenta el lastre que le supuso el haberse quedado sin padre y tener que desempeñar las funciones del mismo). El Guti era —así lo recuerdo— un rocoso extremo zurdo al que, ¡cómo no!, yo admiraba por encima del resto del equipo. Me acuerdo de que, como tiene el punto de gravedad bastante bajo —recuerden: piernas cortas y arqueadas—, pocas veces caía derribado, pues solía arreglárselas para, siempre con mucho empeño, salir trastabillando, a cuatro patas, de los apuros más desequilibrantes.
Con todo lo que había significado él para mí, por fin, con el tiempo (además de hacerle compañía cuando segaba hierba y de ayudarle durante muchos años mientras «arreglaba» los cochinos y en las matanzas de los mismos), pude hacer algo más serio por él. Ya lo he dicho, son tres años largos los que separan nuestras edades, pero en tercero de Bachillerato me presenté por él al examen de la asignatura de Francés. No es de extrañar que entonces pudiera hacerse eso, pues éramos alumnos libres e íbamos a examinarnos a Murcia llegado el final de curso, y por lo tanto los profesores no nos conocían, y tampoco teníamos que llevar a la prueba documentos para acreditar nuestra identidad; a pesar de ello —lo recuerdo perfectamente— pasé un mal rato, ya que la prueba era oral y temí ser descubierto.
¿Nombre?
Juan Prior Álvarez.
¿Edad?
Diecisiete años —yo tenía catorce.
Los días de la semana.
Lundi, mardi, mercredi...
[...]
Resultado: la nota que obtuve para él, un siete, fue superior a la que había obtenido días antes para mí mismo, un seis. A menudo nos reímos cuando se lo recuerdo.
Tras tantos años de convivencia en el mismo pueblo, es obvio que se me quedan muchísimas historias en el tintero, tanto de la remota infancia como posteriores (anécdotas futboleras, aventuras en el instituto, caza exitosa de ratas, la del cochino enfurecido, algunas noches locas siendo ya más mayores...), pero nada más lejos en mi intención que la realización de una reseña biográfica; realmente solo he pretendido elaborar un recordatorio afectuoso consistente en unas cuantas pinceladas sobre los años jóvenes de una de las personas más importantes para mí en aquellos tiempos: el Juanito, el Guti.

viernes, 13 de julio de 2018

El Guti (1)

No hace tanto, entre bromas, me contó que estaba hecho polvo porque se le amontonaban los problemas de salud: artrosis, azúcar, hipertensión, próstata... Se lamentaba de que no podía (no debía, pues el médico se lo había «prohibido») comer jamón ni lomo ni dulces ni...; y, con humor, añadía: «¿¡para qué quiero vivir así, si solo puedo comer hierba!?», utilizando la palabra «hierba» en una clara alusión a la verdura. En fin… digno de escuchar. Últimamente parece que le va mejor, aunque a costa de cocacolas zero, cervezas sin alcohol y cosas por el estilo.
Ha transcurrido mucho tiempo desde los aconteceres que quiero esbozar aquí ahora. Él, tres años y pico mayor que yo, era entonces, hace ya más de sesenta, mi ídolo, mi protector, todo un héroe: fuerte, valiente, buena persona...: «sano», en todos los sentidos del término. Lo admiré mucho durante mi infancia, y seguí apreciándolo después y ahora, aunque ya no con los ingenuos ojos de entonces.
Para mí era Juanito, por lo menos en aquellos años, que son, aunque nos conocemos de «toda» la vida, los del personaje que tengo en la mente mientras escribo, el que tanto valoré, el que quiero traer aquí. El Juanito de aquellos tiempos sería después Juan para quien esto escribe, pero en el pueblo pronto pasó a ser el Guti.
El Guti (anteponer el artículo en los apodos locales es importante), ya desde temprana edad realizaba trabajos duros, para mí impropios de un chaval. Después, cuando su padre murió siendo él todavía joven, abandonó unos estudios que había comenzado tarde pero llevaba bien, y se hizo cargo de las tareas de su progenitor; así que a partir de entonces tuvo que atender la tienda familiar, ir a la lonja diariamente, matar semanalmente los cerdos cuya carne y derivados eran vendidos por su madre en el comercio..., además de realizar las labores agrícolas en unas decenas de tahúllas de tierra que tenía, unas pocas de ellas junto al cementerio.
Así que JuanJuanito para mí, ya lo he dicho— terminó siendo en el pueblo (diferentes versiones, según quiénes lo nombraran) Guti, Goti, Buti, Boti... (primero y último, los más frecuentes). El apodo viene (está formado por sus cuatro primeras letras) de butifarra, botifarra, gutifarra, gotifarra, que de todas estas formas he oído llamar aquí al popular embutido, según la persona que se enfrentase al término.
El Guti, para muchos físicamente poco agraciado, era atractivo para mis ojos de entonces: atlético, intrépido, listo… Desde luego que realmente era —es, ahora más todavía— bajo de estatura, de piernas cortas y arqueadas (el piernas torcías he oído llamarlo también), de piel bastante blanca y pecosa (huevo pava, para muchos), con un chichón o zona pelada en la parte posterior derecha de la cabeza, un pequeño calvero que yo había idealizado como procedente de una pedrada o golpe producto de sus hazañas, y que realmente fue debido (me lo ha dicho no hace mucho) al uso de fórceps en el momento del parto. También he oído llamarle lo peor del cochino, por el valor adjudicado a la butifarra entre los productos marraneros. Pero nunca, jamás, y ello denota su carácter, lo he visto mostrar disgusto o enfado por alguno de esos apelativos.
Si un servidor jugaba a las bolas y perdía una cantidad considerable, antes de que me empuliaran él tomaba mi puesto, jugaba en mi lugar (me dice ahora que yo le llegaba lloriqueando: «Juanito, me han ganao las bolas»), recuperaba mis pérdidas y, para completar mi alegría, ganaba algunas más: ya digo, un héroe. Por cierto, lo recuerdo en este juego, el de las canicas, con la yema del dedo índice de la mano derecha sangrando porque en ella se clavaba la uña excesivamente larga del pulgar de esa misma mano al impulsar su bola para bochar alguna de cualquier jugador rival. Siempre ha sido bastante descuidado y, también, algo bruto, ahora lo percibo con más claridad.
¡Cómo no lo iba a apreciar! Una noche, estando juntos disfrutando una película del oeste en el gallinero del Cinema Iniesta, sentí de repente un agudo dolor en el abdomen —como de apendicitis, deduzco ahora— y él, sin dudarlo, me cargó como un fardo a sus espaldas y, corriendo, pero corriendo de verdad, me llevó a mi casa a coscaletas (en mi mente, cuhcalétah), que era como llamábamos el llevar cargado a la espalda, a cuestas, a alguien, que se agarraba al cuello del portador, como subido a un caballo bípedo.
Cuando los chiquillos del barrio jugábamos a «hacer» circo (en el patio de la posá, en el almacén de la tienda de mi padre, en la calle...), él era el más atrevido y el que mejor hacía —a veces, el único que las hacía— las cosas más difíciles y arriesgadas (trapecio, contorsiones, volteretas y otras acrobacias...), siempre sin miedo alguno: nunca detecté en su cara, en su actitud, el menor asomo de temor ante cualquier desafío.
Ya más mayorcico, lo recuerdo en competiciones de fuerza donde dos antagónicos jóvenes forzudos, sentados en el suelo, con las piernas rectas y un poco abiertas, uno frente al otro y en contacto solo por las plantas de sus pies, tiraban, cada uno en su dirección, de un mismo palo horizontal, un astil de azada perpendicular a la línea que unía a ambos rivales, a los dos contendientes que tiraban de él hasta que el trasero de uno de ellos era levantado por la fuerza del otro, del vencedor. Sus oponentes —el Carrillo, el Jeromín— también eran muy fuertes y no recuerdo quién ganaba con más frecuencia pero yo siempre me ponía de parte d'el Juanito, del Guti.
Continuará

viernes, 6 de julio de 2018

Tres certificados

En una publicación local lee que ha muerto quien fue párroco del pueblo en aquellos años en que él terminó sus estudios en la Escuela Normal y comenzó su andadura como docente. Examina con detenimiento el artículo de la revista, se fija en la cara del cura que aparece en la foto que acompaña al texto y se detiene después, con intención, en las cifras de los años en los que este señor fue párroco de la localidad. Y de lo observado en todo ello deduce que sí, que debió de ser este el cura que entonces «tuvo que certificar» su buena conducta moral y religiosa. Pronto sus neuronas se ponen en marcha.
Y es que, para, ¡por fin!, obtener el título de maestro, una vez terminados los estudios de magisterio, nuestro joven necesitaba tres certificados de buena conducta: uno del alcalde, otro de la guardia civil y otro del cura. (¡Ojo!, que ya corrían tiempos cercanos a la muerte del dictador que gobernaba el país con mano de hierro.)
Cuenta él mismo que no hubo grandes problemas para conseguir los tres documentos, y supone que facilitarían las cosas un par de factores favorables: por un lado, las fechas que marcaba el calendario, en las que la represión de la dictadura ya había comenzado a «suavizarse» (y marca muy visualmente en el espacio con los dedos índice y corazón de cada mano las comillas de la palabra «suavizarse»), unos años en los que el Régimen había relajado parte de su ensañamiento; y, por otro lado, el hecho de pertenecer a una familia afecta a ese Régimen, pues el paterfamilias era, aunque tibio, simpatizante del generalito.
Conseguir el certificado que tenía que hacerle el alcalde pedáneo fue fácil; solo tuvo que aguantar unas pocas bromas y alguna payasada (así era —sonríe cómplice— el entonces mandamás local) para acabar con el papel en el bolsillo.
Para hacerse con el papelito de la guardia civil tampoco recuerda que hubiera algún inconveniente, nada de particular. No sabe si, además de las simpatías políticas del padre, comerciante, estuvieron por la labor los productos (cajas de galletas, latas y botes de conservas...) que la benemérita «se llevaba» anualmente de la tienda para celebrar el día de su patrona.
Únicamente para el certificado que tenía que expedirle el cura hubo un pero, y no pequeño en un principio: el señor párroco le dijo, y con razón, que él no lo conocía, que no lo había visto por la iglesia y que, por lo tanto, ¿¡cómo podía certificar —y de eso se trataba— que era un buen cristiano!? (o buen católico, no recuerda qué término utilizó el páter); pero, a continuación, pensándoselo un poco, tras unos segundos de suspense que comenzaron a inquietar a nuestro joven protagonista, el párroco añadió que a pesar de ello le daría el certificado; y así lo hizo: «gracias, señor cura —dice—, se portó usted bien».
Con el tiempo, muchas veces ha tratado de imaginar qué hubiese pasado si hubiera tenido que ir a pedir los tres certificados siendo miembro de una familia fichada políticamente, siendo hijo de alguien calificado como claro desafecto al Régimen (desafectos les llamaban los afectos, advierte con mucha intención), alguien descendiente de un activo opositor a la Dictadura, algo no tan infrecuente en aquellas fechas. Al respecto, sabe que la guardia civil, los curas, los alcaldes… tenían sus propios ficheros en los que calificaban a la gente como les parecía: «rojo», «no va a misa», «maricón», «blasfemo», «inmoral»…; y conoce lo que pasó en muchos casos, como, por ejemplo, el de Juan Madrid, uno de los grandes narradores del género negro en nuestro país, a quien (se pueden leer sus palabras en la prensa) no dejaban ejercer como profesor por carecer de certificado de buena conducta social y moral.
«¿Se puede? Buenos días: que vengo a solicitar un certificado de buena conducta».