SECCIONES

viernes, 28 de diciembre de 2018

La toma de la pastilla

Desde hace mucho tiempo, debo tomar a diario —y suelo hacerlo con la comida del mediodía, justo a su comienzo— una pastilla que me ayuda a apuntalar la poco a poco (¿?) menguante salud que me queda todavía y de la que aún puedo «disfrutar» aunque sea refunfuñando cada vez más.
Al principio pensé que sería una buena idea programar la activación de una alarma para que sonase cada día a la hora en que debo tomar la medicación: primero le tocó al despertador; después, al móvil. Pero hace ya unos cuantos años que, como no quiero depender del teléfono, entre otras razones porque no lo suelo tener siempre conectado cuando estoy en casa —a menudo le quito el sonido—, me vengo obligando —y diría que no me viene mal— a hacer un esfuerzo de memoria para que no se me olvide la toma de la pastilla.
Desde hace poco —quizás algo más de un año—, tengo la suerte de contar con la muy estimable colaboración de mis nietas, que, sin el más mínimo error, cuando están en casa comiendo con nosotros, me sirven a la perfección como infalible recordatorio. Para ello, cuando veo que se acerca la hora de la comida —mejor en los minutos previos, mientras ponemos la mesa—, solo tengo que decir en voz suficientemente alta para que me oigan las crías, con una clara entonación vocal interrogativa y poniendo cara de despistado: «¿Qué se me olvida?»; y, no falla, las niñas saltan de inmediato y casi al unísono: «¡La pastilla!». Entonces, con cara de alivio acompañada de alguna expresión verbal en el mismo sentido, me dirijo al armario donde guardo la bolsa de los medicamentos en busca de la pastilla, mientras les doy las gracias y les digo que no sé qué haría sin su ayuda, procurando siempre poner de manifiesto —visual y auditivamente, y con algo de exageración— lo encantado que estoy de poder contar con ellas.
Pero en una de las últimas ocasiones (ahora, en fiestas, están viniendo a comer a menudo a casa), Paula, la mayor, no ha necesitado que yo me anticipara preguntando «qué se me olvida», y se ha adelantado en solitario para recordarme: «¡abuelo, la pastilla!»; y, ¡claro!, Ángela se ha enfadado e inmediatamente ha argumentado en su favor que no vale, que su hermana ha hecho trampa, que el abuelo no ha dicho «qué se me olvida», que hay que esperar a que lo pregunte.
Lógica aplastante, ¿no creen?

viernes, 21 de diciembre de 2018

El aguilando

Publicado en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, N.º 182 / DICIEMBRE 2018
El significado de la palabra «aguilando», tan escuchada en los años de mi infancia cuando llegaban las navidades, es, según la Real Academia Española, «aguinaldo, regalo navideño»; aunque aquí el término también se extendía a las coplas que se cantaban para pedir ese regalo; se decía cantar coplas de aguilando o, más a menudo, directamente, cantar el aguilando, y equivalía a lo que ahora llamamos villancicos. 
En mi memoria, la primera acepción, la de regalo, aludía sobre todo al dinero en metálico que de chiquillo recibía o —menos, pero también—, ya más mayorcico, a una convidá con bebidas alcohólicas (coñá, anís, vino viejo…) y dulces típicos navideños (almendraos, mantecaos, pastelillos, tortas de pascua…). 
Y respecto a la segunda acepción, escuché llamar coplas de aguilando a unos villancicos que aludían con frecuencia a la Virgen, al Niño, a San José, a los pastores..., y también a otros cantos navideños llenos de picardías, alusiones personales e ironías, que, a menudo improvisados, se utilizaban para pedir la convidá antes mencionada. En el ámbito literario, una copla es una estrofa de cuatro versos octosílabos, con rima asonante en los pares, y esa precisamente es la forma de las coplas de aguilando. 
Apenas escuché emplear en aquellos años el término «aguinaldo»; entonces, como he dicho, se solía utilizar el de «aguilando»; así que lo que se cantaba era el aguilando, y por ello, por cantarlo por las casas de familiares y vecinos, algunos de ellos, los menos agarraos, te daban el aguilando, y podías recoger algunas pesetas. La palabra «aguinaldo» era, para algunos y sin una sólida razón que lo justificase, la versión más «fina», más educada y culta de la muchísimo más popular y extendida «aguilando».
Entre los estudiosos de la filología, el cambio de lugar de algún sonido dentro de una palabra es calificado como metátesis (Muy extendido últimamente es el caso de la palabra cocreta, que, por cierto, no aparece en el diccionario de la Real Academia Española, como tanto se ha dicho por ahí), y en el caso que nos ocupa, el fenómeno de metátesis se da con la transformación de la sílaba «nal» de a-gui-nal-do, en la sílaba «lan» de a-gui-lan-do (o lo contrario, porque no sabemos, ni nosotros ni los especialistas consultados, cuál de los dos términos fue anterior; precisamente, la Real Academia Española dice que aguinaldo viene de aguilando).
Y yo me pregunto, como en tantas ocasiones de metátesis y otros cambios lingüísticos, ¿por qué ese trueque?, ¿por la dificultad en la pronunciación?: no creo, pero si así fuera, ¿qué es más fácil de pronunciar, «lan» o «nal»? ¿Por qué caprichosos caminos y vericuetos se mueve la evolución de ese fenómeno comunicativo que es el habla? ¿Se debe solamente al predominio de la tradición oral, a una cultura ágrafa, y/o también a otros aspectos que se me escapan?
Me acuerdo perfectamente de la melodía del aguilando de mi pueblo y también de que mi padre decía todos los años por Navidad que la del de Murcia capital era distinta, y más bonita; y a continuación le escuchábamos cantar cada nochebuena este segundo aguilando, el capitalino, con su voz aguda, una voz de tenor que no le gustaba en los cantantes profesionales, y no le gustaba, precisamente, por aguda; él prefería una voz de barítono, como la de su admirado Marcos Redondo. 
Así pues, en aquellos tiempos y en aquella sociedad con tan pocas influencias foráneas, se repetían al principio, año tras año, las mismas coplas y villancicos debidos a la tradición folclórica, que cambiaban algo más por localidades, según zonas. Pronto empezaron a generalizarse unos cuantos, entonces más modernos (Los peces en el río, Tan tan, van por el desierto, el Chiquirritín, Gatatumba...), mezclados con los ya extendidos típicos cantos populares propios del folclore de la huerta de Murcia. Hoy en día el abanico es mucho más amplio, con unos medios de información y comunicación que desempeñan su papel divulgativo de manera sobrada, potenciado todo ello por las nuevas tecnologías, y con Internet al fondo desde hace ya años. 
Entre las coplas tradicionales de aguilando que atrajeron la mente de aquel chiquillo y de aquel adolescente que fui, y que quedaron en su memoria para siempre, tienen un puesto destacado, por un lado —siendo aún muy niño— las de tinte escatológico, sí, aquellas que contenían guarrerías y que tanto divertían a los chiquillos de entonces—, y por otro lado —ya más mayorcico—, las nombradas antes, aquellas que, con bromas, alusiones personales e ironías, se utilizaban para pedir por las casas una convidá: bebidas y dulces. 
Entre las primeras, sobresaliendo especialmente en el grupo de las pertenecientes a la categoría de caca–culo–pedo-pis, ha conservado siempre un lugar especial en mi cabeza la del tío cachirulo, el de las uñas negras, significara lo que significase la palabra «cachirulo», pues lo demás todo se entendía:
En el portal de Belén
hay un tío cachirulo,
que tiene la uñas negras
de tanto rascarse el culo.
También ha destacado, a la par que la anterior o quizá más, la del tío que estaba haciendo botas en el portal de Belén:
En el portal de Belén
hay un tío haciendo botas,
se le escapó la cuchilla
y se cortó las pelotas.
Después vino, un poco en la misma línea (también tenía su atractivo, aunque menos escatológico), la de los calzones de San José —asociados aquí a calzoncillos—, y ello quizás porque hasta entonces ni te habías parado a pensar que San José pudiera llevarlos:
En el portal de Belén
han entrado los ratones,
y al bueno de San José
le han roído los calzones.

Por lo observado con posterioridad, estas letras también divirtieron a los chiquillos en los años que siguieron a los de mi infancia, lo han seguido haciendo después, y aún hoy continúan gustando a los de ahora. Prueben, si no me creen, a cantárselas a la chiquillería actual y acabarán dándome la razón. Yo ya lo he podido comprobar, y resulta que sí, que estas coplas pertenecen al tipo de las que les gustan a mis nietas; debe de ser el atractivo de lo escatológico, de lo guarro, para las mentes de los pequeños.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Golismear

Ya metido en la cama, esperando a que acuda el sueño nocturno, estoy leyendo El libro de los Baltimore, de Joël Dicker, y me encuentro con una frase que me hace detener un momento la lectura: «El niño gulusmea y pregunta si puede probar». Dejo el libro a mi lado, sobre la cubierta de la cama, y apunto la frase en el bloc que para tal menester tengo sobre la mesilla de noche. Al mismo tiempo, ayudado por el contexto de lo leído, pienso en el parecido de la palabra «gulusmear», desconocida para mí, y golismear (pronúnciese diptongando en una sola sílaba las dos últimas: go-lis-mear, en vez de go-lis-me-ar), otra que, esta sí, he escuchado muchas veces, sobre todo durante los años de mi infancia, incluida en frases como: «¡claro, no has parado de golismear en toda la mañana y por eso ahora no tienes hambre!».
Busco en el diccionario de la Real Academia Española y no aparece la palabra «golismear», pero sí «gulusmear», y me gusta lo que encuentro sobre ella; el diccionario me aclara que «gulusmear» es un término compuesto por otros dos, estos bastante más explícitos: gula y husmear; ¡qué interesante!, ¿no?: husmear con gula; y dice la RAE que significa:
1. intr. golosinear. U. t. c. tr.
2. intr. Andar oliendo o probando lo que se guisa. U. t. c. tr.
3. intr. Curiosear, husmear. U. t. c. tr.
Sin embargo, como esperaba, sí he encontrado «golismear» en algunos de los diccionarios de las hablas murcianas que tengo a mano; concretamente, el de Diego Ruiz Marín dice que dicho término significa «buscar o comer golosinas. Golosinear.»
¡Cuántas veces oiría en aquellos años de mi infancia las palabras golismear, golismeante, golismeo, golismeando...!, términos que, con cierta frecuencia, me eran adjudicados de forma poco halagüeña a mí precisamente, y que se referían a lo que un servidor solía hacer y por lo que a menudo perdía las ganas de comer «como Dios manda»: de comer guisao.
Pues, bien, todavía me gusta el golismeo —nunca ha dejado de gustarme—, un «golosineo» que, sin embargo, suelo reprimir por propia voluntad; empecé a contenerme cuando comprendí que sería conveniente dar un buen ejemplo a mis hijos; y ahora, con ellos ya mayores, influye más en mi contención el cuidado de la salud. Pero, ya digo, todavía me encanta picar aquí y allá; sobre todo, me sigue gustando mucho el tapeo, ese tipo especial de golismeo para mayores, que me atrae más que comer como está mandao, y más si lo que está mandao es, como he dicho antes, y perdón por la rima fácil, comer guisao.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Una buena hepatitis

Muchas veces, cuando estaba oficialmente en activo (me refiero a antes de la jubilación, porque activo estoy todavía, y bastante activo), pensaba que hay días en los que es de agradecer una tarde de obligada estancia en casa, sin poder salir o con dificultades para hacerlo, una tarde que entonces imaginaba desapacible: de frío, de viento, de lluvia…; tenía la idea de que una tarde así —mejor más de una, por supuesto— me vendría bien para dar un buen avance a cualquier apetecible lectura que tuviera entre manos.
Y he leído alguna vez que para enfrentarse a la lectura de determinada obra (refiriéndose a un buen tocho) vendría bien un resfriado, una gripe o qué sé yo, queriendo indicar con ello que hace falta disponer de mucho tiempo, bien sea en la cama, en el sofá, en un buen sillón..., pero..., ¡claro!, sin malestar, sin dolores o excesivas molestias, o preocupaciones.
De joven —veintipocos años—, casi recién comenzado mi trabajo como docente, padecí una hepatitis que me mantuvo tres meses en cama, aunque sin dolor alguno, sin molestias de ningún tipo; el médico especialista me advirtió de que lo más importante que tenía que hacer era guardar «reposo absoluto», además de llevar unas pautas estrictas en la alimentación (decir no a las grasas y a la sal, pero sí al azúcar, a los dulces), y, por la posibilidad de contagio, seguir otras observaciones también estrictas de relación con los demás, como la ausencia de contacto físico directo con ellos y el que mi ropa y mis cubiertos fueran tratados aparte de los de mi familia.
Aquel período de tiempo me fue muy útil, porque los tres meses de obligado reposo que comprendió propiciaron mi «despegue» en la lectura, a lo que contribuyó el que en aquellas fechas ya se publicaran en nuestro país, aunque con problemas de censura, interesantes revistas, como Triunfo, Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo y la entonces más recienteacababa de iniciar su andadura— Tiempo de Historia, del mismo grupo editorial que Triunfo. También, aunque no tenía mucha información todavía al respecto, comencé a leer novela en serio, con intención, no cualquier cosa. ¡Qué pena no haber tenido entonces a mano mejores obras! Recuerdo de aquellos días Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella, un tocho de casi novecientas páginas, el primero de una trilogía —terminó siendo tetralogía— famosa en aquellas fechas. Además escuchaba la radio sintonizando Radio España Independiente, más conocida como La Pirenaica, de la que me atraía el morbo transgresor de su oposición al régimen dictatorial franquista.
Desde entonces, sobre todo cuando el exceso de trabajo no me ha dejado tiempo suficiente para la lectura, he pensado, y dicho en más de una ocasión, que no me vendría mal «una buena hepatitis», expresión que se puede traducir por algo así como que no me importaría que algún médico me recomendara reposo, siempre que no fuera a causa de algo grave; o, todavía mejor, que me impusiera ese reposo, aunque ello llevara consigo el no poder salir de casa durante una temporada. Y esto lo he seguido pensando después, con los años y con, entonces sí, una casa bien provista de buenos libros, de flautas y partituras, de un buen equipo de música y bastantes discos..., a lo que desde hace un par de décadas largas se suma el ordenador. ¡Vamos, que «agradecería el no poder salir!», pensaba y decía.
Ahora, jubilado, no «necesito» esa buena hepatitis, pero no crean que me sobra el tiempo, en absoluto, ya lo he dicho antes aquí.