SECCIONES

viernes, 28 de mayo de 2021

Dinda el miércoles que viene (y 4)

También hablaban de manera distinta estas personas. No otra lengua, no, pero sí de otra forma: vocabulario, entonación, acento... Ese bastante entonado «Roseendooo... dinda el miércoles que vienee», a veces precedido de un «buenooo», que en tantas ocasiones escuché a la misma persona, a la misma hora de cada miércoles, siempre al final de la mañana, lo tengo grabado en el cerebro y no lo he vuelto a oír en el pueblo nunca, aunque en él, culturalmente pobre entonces, ahora menos, se hablaba y se habla el murciano de la huerta, como debe ser.

Frente a la tienda de mi padre —se veía con claridad desde ella—, al otro lado de la carretera, a unos diez o doce metros, de vez en cuando aparecía un adivinador, un mago... un charlatán. Recuerdo a un contador de historias que, apoyándose en unos grandes carteles ilustrados —el powerpoint de entonces—, deslumbraba al público que se arremolinaba a su alrededor. Eran habituales en boca de estos embaucadores las historias de carácter dramático o terrorífico (tipo romance; declamadas, recitadas, a veces cantadas), historias que con frecuencia tenían un final trágico, y que atraían mucho la atención de la gente situada en semicírculo frente a los carteles que el cuentista o la cuentista —o su ayudante si lo/la había— iba pasando uno tras otro.

Y... ¿saben qué?, nunca había pensado en ello, pero ahora, con el tiempo, caigo: no recuerdo que estas gentes que venían a la tienda los miércoles, de los alrededores —de la huerta, del campo, de poblaciones vecinas—, trajeran niños: solo venían adultos. Lógico, me digo. A bastantes de sus hijos los he conocido con el tiempo, y a algunos de sus nietos los he tenido de alumnos.

 

viernes, 21 de mayo de 2021

Dinda el miércoles que viene (3)

En la calle del Rosendo, en un lateral de la tienda, clavadas y aseguradas con yeso a la pared de la misma, había unas argollas de hierro de unos diez centímetros de diámetro en las que podían ser atados los animales de carga y transporte, burros sobre todo, utilizados por mucha de esta gente. Y con esos burros realmente mansos nos divertíamos Jose Luis y yo siendo todavía muy niños: alternadamente, mientras uno le levantaba el rabo al pollino, el otro, con una pistola de agua, lanzaba un chorro del líquido elemento a adivínese qué lugar de la parte posterior del animal. Desde luego, el peligro de una coz no estaba en nuestras cabezas, aunque tomábamos alguna precaución: nos ladeábamos un poco.

Algunos de los campesinos que venían al mercado aprovechaban para llevar el burro a herrar (¡menudo espectáculo en la herrería!) y también para almorzar en alguna de las tiendas y/o ventorrillos de los alrededores del mercao, que, a media mañana, no daban abasto para atender a tanta gente; otros, supongo que la mayoría, traían su propia comida, pues sus economías y sus sobrias costumbres no les permitían muchos extras; lo máximo, algo de beber, un vaso de vino para acompañar la ingesta.

Lo cierto es que esa mañana de miércoles cambiaba su fisionomía toda la zona del pueblo que envolvía la plaza del mercado. No puedo decir, si no es como metáfora, que aumentara considerablemente su colorido, porque el ropaje de aquella gente, como el de la del pueblo, oscilaba del negro al gris y poco más. Los atuendos eran pobres, por mucho que huertanos y campesinos vinieran arreglaos para la ocasión, para hacer el mercao, tanto para la compra como algunos también para la venta (huevos, conejos, gallinas, pavos…), pues no eran pocos los que dependían del dinero de esa venta para, después, poder realizar la compra.

Continuará.

 

viernes, 14 de mayo de 2021

Dinda el miércoles que viene (2)

Todos los miércoles, día de mercado, ya muy avanzada la mañana, lo escuchaba; quien lo decía, una mujer ya mayor por lo menos para mí entonces, lo hacía con bastante entonación, elevando el volumen de la voz y alargando alguna vocal de alguna palabra:

«¡Rosendo y la compañaa...

[breve pausa]

...dinda el miércoles que viene!»

Ese día se ponía la tienda de bote en bote durante toda la mañana; tanto que, tratando de prevenir y aliviar este embotellamiento de gente, los martes por la tarde eran dedicados por los miembros de la familia tendera —¡qué poco me gustaba!— a envasar, en rústicas bolsas marrones de papel de estraza, el género más demandado los miércoles en el comercio: arroz, garbanzos, habichuelas... para de este modo poder aligerar su despacho al día siguiente cuando la gente se amontonara frente al mostrador. De otra manera, teniendo que envasar en el momento cada pedido, que era lo que se hacía cualquier otro día de la semana, no daba tiempo realmente a atender con suficiente fluidez a la clientela, y eso que la familia al completo permanecía muy activa toda la mañana «al pie del mostrador».

Casi todos los productos de la tienda los teníamos a granel y algunos se vendían sin envase, en horre, abocados directamente sobre los recipientes que traían los clientes: sacos, bolsas de tela, cajas de cartón… No disponíamos todavía de productos embolsados ni nos habían llegado aún las bolsas de plástico para hacerlo, así que envasábamos en otras más rústicas, de papel de estraza, y lo hacíamos en dos tamaños distintos: de medio kilo y de kilo. Para cantidades menores de medio kilo (cuarto de kilo, mitad de cuarto, cuarto y mitad...), utilizábamos trozos sueltos de papel, también de estraza, cortados a medida sobre la marcha, y en ellos, con una destreza increíble que solo proporciona el hábito, envolvíamos pipas —de girasol—, torraos, pimiento molío, azúcar, tornillos, púas...

Cuando estaba libre de obligaciones académicas, en las vacaciones de verano por ejemplo, yo vivía la mañana de ese día de manera distinta al resto de la semana. La gente que venía del campo era diferente a la del pueblo: en el habla, en el aspecto, en el comportamiento... Además de algunos alimentos de primera necesidad, esta gente compraba otras pocas cosas, necesarias también (nada de gastos superfluos en los malos tiempos que corrían): piedras de carburo, bujías de carburador, candiles y tubos de quinqué para el alumbrado de la casa (bombillas no, imposible: no tenían luz eléctrica en sus viviendas); también se llevaban de vez en cuando algún botijo, lebrillo, pozal, jabones y detergentes para lavar la ropa, algún par de alpargatas, alguna herramienta de trabajo necesaria —azada, picaza, martillo...—, productos corrientes de ferretería —púas, alambre, tela metálica...— y poco más; lujos... escasos: economía de subsistencia en un país donde una larga posguerra había prolongado los desastres de la guerra.

Continuará