SECCIONES

sábado, 30 de abril de 2016

La Grilla (y 2)

Me acuerdo, con bastante claridad en algunos detalles, hará... casi sesenta años, una vez que comí en casa de Carmen La Grilla. Sus hijos estaban presentes y despachábamos —sería un día festivo— un cocido. Para mí fue sorprendente porque el menaje, el guiso y la forma de comerlo en nada se parecían al menaje, al guiso y las maneras de casa de mis padres.
La fuente con el guisao estaba situada en el centro de la mesa cuadrada del comedor y allí entraban y salían las cucharas de los comensales: los Grillos —familia al completo— y yo. Nada de un plato para cada uno, aunque, me fallan algunos rincones de la memoria, no sé si yo, por ser un niño y no de la familia, dispuse de plato; ellos, desde luego, no.
¿¡Y saben lo que había en la redonda y honda fuente de cocido!?: ¡patatas!; no recuerdo haber visto garbanzos, que es posible los hubiera, ni carne; solo tengo en la cabeza la imagen visual de las amarillentas patatas; quizás sea, no creo, una mala pasada de mis neuronas, pero lo recuerdo así. Muchas veces, después, he reflexionado sobre la escasez, sobre las grandes estrecheces que padecieron muchas familias en esos años tan difíciles de posguerra.
A la Grilla, una mujer de baja estatura, ancha pero no muy gruesa (ancha de culo y estrecha de arriba, resume su nieta Carmen María), de piel morena ma non tanto, la conocí toda la vida con el eterno moño típico de la mujer mayor de entonces: de tamaño pequeño y centrado a una altura media en la parte posterior de la cabeza.
Religiosa y analfabeta, tenía un vocabulario particular, pues decía palabras como enfelih, nesecidah y analíseh; también decía que yo era muy listo porque sabía jugar al ajegreh, y cosas por el estilo.
Pronto, demasiado pronto, murió mi madre, y Carmen se quedó sin una buena amiga, quizás, ya lo he dicho, la mejor que tenía. Nuestros encuentros se distanciaron, pero no excesivamente; yo seguí viéndola, aunque no con la frecuencia de antes.
Con el tiempo me dejé barba, y cuando nos encontrábamos, La Grilla, ya bastante mayor, me besaba muy escrupulosamente —algo digno de presenciar—, como dándole asco: yo me inclinaba y ella, con mucho cuidado, me cogía con las dos manos, simultáneamente, ambos lados de la cara, mirando atentamente y moviéndola para colocarla de tal forma que pudiera encontrar, sin mucha dificultad, un roalico sin pelo donde poder depositar el beso. A continuación solía decirme, con un gesto más que explícito: “¡quítate eso, aféitate, que pareces un gitano!” (sí, entonces se decía; ahora no es correcto). Esto, que me afeitara, me lo estuvo diciendo durante bastantes años, hasta que un día, no sé cómo, se me ocurrió decirle: “Carmen, es que he hecho una promesa a la Virgen”, y ahí se acabaron los problemas, las peticiones de afeite; nunca más volvió a decirme que me quitara la barba.
Siempre me han gustado los perros, y uno de los primeros que recuerdo con cariño era el de Los Grillos, Toni, un perro mestizo de mediana altura, marrón y blanco, que vivió muchos años: un ratero de categoría, algo muy valorado en un ambiente donde sobreabundaban las dañinas ratas; yo quería mucho al Toni, y le daba, apremiado por Andrés, su dueño, parte de mis mejores alimentos: compartía con él mis bocadillos, galletas y otros manjares.
También he tenido, y tengo, relación amistosa con algunos de los nietos de Carmen, como es el caso de la citada Carmen María, maestra de Primaria, de la que contaré una anécdota que me recuerda el cariño con que conservo un regalo de su abuela.
Carmen María fue alumna mía, muy buena, primero en la escuela —octavo de EGB— y después, para preparar las oposiciones de magisterio en la especialidad de música, y yo, en esta última ocasión, en honor a su abuela, le había regalado el material que necesitaba para su preparación. Cuando “sacó” la plaza —en la primera ocasión que tuvo—, su abuela, La Grilla, no tardó en encargarle a mi mujer —“tú, que sabes su talla”— que me comprara un regalo: una camisa, que ella pagaría, una camisa azul que todavía conservo y me pongo de vez en cuando, y cada vez que me la pongo o que, al abrir el armario, veo colgada en su percha, me acuerdo con cariño de Carmen, de Carmen La Grilla.

sábado, 23 de abril de 2016

La Grilla (1)

Su nombre: Carmen, un nombre frecuente en el pueblo; por ello, importante, después del nombre venía el apodo: La Grilla, sin el cual la identificación era difícil; así que... Carmen La Grilla.
Viuda desde muy joven, ya lo era en los primeros cuarenta del siglo pasado, tenía tres hijos: Andrés, Ramón y Ángel —Angelín, el menor, que tenía dos años cuando murió su padre—. La vida de la familia, su situación en plena posguerra tuvieron que ser muy duras.
Los hijos de Carmen, mientras fui niño, me trataron como si fuera el pequeño de la casa, como a un hermano o como a un hijo, al que traían regalos, por ejemplo, a su vuelta de la mili o del extranjero; cuando crecí tuvimos —y tengo, con Andrés y Angelín, pues Ramón murió— una buena relación de amistad.
Recuerdo, de muy pequeño, a La Grilla y a mi madre, los Domingos por la tarde, sentadas junto a la ventana que en la tienda de mi padre daba a la carretera —la N 340—, “criticando” a todo quisque que pasara por allí, el lugar de paseo de entonces en el pueblo.
—¡Atí, tacha!
—¿Qué?
—¡Habrá que ver!
—¡¿Quéé?!
—¡¿Has visto a Fulano?! ¡¿Te has fijao?! —decía, como muy sorprendida, Carmen a mi madre— ¡Si lleva una raja en la chaqueta!
—¡¿Una raja?! —contestaba mi madre, contagiada por el tono escandalizado— ¿Dónde?
—¡Detrás!, ¿no lo ves?
—¡Madre mía, lo que hay que ver!
La casa de Carmen paraba muy cerca de la de mis padres, lo que hacía que los encuentros y las visitas menudearan. Cuando, ya mayores, sus hijos tuvieron que emigrar al extranjero para trabajar, ella se quedaba sola durante largos períodos de tiempo; entonces, mi madre, quizás su mejor amiga, me mandaba por las noches a dormir a su vivienda, para que le hiciera compañía.
Allí ella me popaba a su manera. Recuerdo que por la mañana me tenía preparada, sobre el alféizar bajo de una ventana que comunicaba el interior de la casa con el patio —un corral con el suelo de tierra y piedras—, una zafa con agua que recuerdo muy fría —sería invierno—, en unos tiempos en que eso era lo que había. Y yo, haciéndome el valiente, me lavaba la cara echándome garapás de agua con las dos manos, me la secaba y después me peinaba frente a un “espejo” que era como un mosaico o puzle hecho con trozos de cristal, con pedazos de otros espejos agarrados con yeso a la pared.
Lavándome de esta manera trataba de imitar lo que tantas veces, con admiración, había visto hacer a los mayores. Me llamaba la atención cómo se lavaban los endurecidos hombres de entonces: en camiseta de tirantes o con el torso desnudo, con las manos abiertas, palmas hacia arriba, unidas por la parte de los meñiques, cargaban agua de un recipiente —zafa, lebrillo...— y se la echaban a garapás sobre el rostro, al tiempo que soplaban y hacían un ruido —brffrr— que yo, posteriormente, imitaba; después, separando las manos se las llevaban al cuello y las orejas, incluso a los sobacos, limpiando con energía, con rudeza. Todo ese ritual, o parte de él, era lo que yo trataba de emular cuando me lavaba la cara, intentando ser valiente, mayor, duro… sin miedo a la frialdad del agua que tanto repelús me daba.
En el patio estaba el retrete (no el váter, palabra que no utilizábamos entonces y que durante mucho tiempo me pareció un neologismo superfluo), que era, visto desde la perspectiva actual, un cuartucho de pena, pero del que carecían muchas casas en las que hacías tus necesidades en el patio, en el hoyo del estiércol o en las cuadras de los animales. El retrete del que hablamos, el de entonces, disponía en su interior, elevada unos sesenta centímetros de altura sobre obra de yeso, de una losa o piedra horizontal con un agujero en el centro, un rol’le, de unos treinta centímetros de diámetro. Sobre esa piedra te acuclillabas (quienes no podían, como algunas personas mayores, se sentaban sobre una tabla de madera, con su rol’le pertinente, que colocaban sobre la losa) y, apuntando bien, dejabas caer la mercancía en el hoyo o fosa sobre el que se construía el excusado. El retrete de la casa de Carmen La Grilla se cerraba con una puerta en la que los espacios entre las maderas que colocadas verticalmente la formaban eran de una anchura, de una envergadura, que competía con la de las propias maderas.
Cuando el retrete estaba lleno, había que sacar su contenido. Algunas personas del pueblo se encargaban de esa “agradable” labor. Incluso, se cuenta, humorísticamente —lo he escuchado muchas veces—, que los encargados de tan “maravilloso” trabajo, animados por unas cuantas copas —revueltos”— en el cuerpo, de broma, metían un dedo en la fosa, lo untaban de mierda, se lo llevaban a la boca (ahora pienso que serían dedos distintos el untado y el chupado), hacían la “cata” y decían: “ya está pa sacarlo”, y procedían a ello. Lo hacían en bidones que cargaban en un carro tirado por un burro, una mula, una yegua...
Junto al retrete, a la derecha según mirabas de frente, había un pozo, que recuerdo sin cerrar, sin apenas protección alguna (el de mi casa estaba cerrado y con puertas de acceso); el de La Grilla solo tenía el brocal y dos pilares que sostenían la viga horizontal que aguantaba la garrucha, el sistema imperante en la zona.
Continuará.

sábado, 16 de abril de 2016

Mil peseticas

Cualquier parecido con la realidad… ya saben.
Sí, todavía pagábamos en pesetas, lo que quiere decir que ya hace algún tiempo. Lo cierto es que no sé qué percance tuvo la mujer de Antonio, Loli, en la tienda que tiene en el pueblo, quizás algún robo; la cuestión es que decidió poner una denuncia y, para ello, fue al cuartel de la guardia civil. El guardia de turno, un ejemplar con más medida de cintura que de altura, la atendió simpáticamente, le pidió los datos que necesitaba para cursar la denuncia y le dijo que no se preocupara.
—Puedes irte tranquila —le aseguró—, que la denuncia ya está en marcha.
—Bueno… pues muchas gracias —contestó Loli, y añadió, sintiéndose obligada a preguntar— ¿qué se debe?
—Dame mil peseticas —contestó él, en voz baja, como si el escaso volumen sonoro y el diminutivo de las pesetas restara valor a la cantidad.
Al tiempo que Loli echa mano al bolso para sacar el dinero, entra en la oficina otro guardia civil, este, conocido de la denunciante; el otro, el que ha cursado la denuncia, desaparece momentáneamente del primer plano, se “distrae” por una orilla.
—Hola, Loli, —dice el recién llegado— ¿qué tal?, ¿qué haces por aquí?
—Pues… nada, que he venido a poner una denuncia, pero ya está, ya me ha atendido, y muy amablemente, tu compañero; solo falta que me cobre.
—Pero… —levantando las manos a la altura de la cabeza— ¡qué dices, mujer, esto es un servicio público!, es totalmente gratis, ¡faltaría más!
Y Loli, mosqueada, cierra su bolso y sale del edificio, no sin dejar de murmurar, entre dientes, para sus adentros:
“¿¡mil peseticas…, cabrón!?”

sábado, 9 de abril de 2016

Muñoz Zielinski

Hace ahora un mes y pico, muy a primeros de marzo, vi a Mariano Sanz en Casa Grande, en la oficina de la secretaría de Euterpe; me sorprendió el inicio de la conversación, pues comenzó diciéndome de sopetón que no le podía fallar, que contaba conmigo, la semana siguiente, para asistir a la presentación de un libro que ha publicado un amigo suyo, Manuel Muñoz Zielinski, Manolo lo llama Mariano. Le dije que conozco a Muñoz Zielinski, aunque de vista —y, también, por referencias—, que lo conocí hace una treintena de años, y le aseguré que, si no se me olvidaba, podía contar conmigo para el acto de presentación. Aunque estaba seguro de que no se me olvidaría la fecha, pues coincidía con mi cumpleaños, le pedí que me mandase un oportuno correo con la suficiente antelación recordándome la cita. Y en eso quedamos.
En la segunda mitad de los ochenta del pasado siglo, siendo yo profesor de música en el Colegio Narciso Yepes, Muñoz Zielinski, que era, supongo, padre de un alumno del centro, ofreció en este un entonces vanguardista espectáculo artístico audiovisual, utilizando, creo recordar, varios proyectores simultáneamente (entonces los ordenadores estaban en mantillas, todavía no disponíamos del Power Point ni nada que se le pareciera). En el colegio, entre los profesores, se habló de ello: del espectáculo y de Muñoz Zielinski.
Llegué unos minutos antes de la hora prevista para la presentación; había poquísima gente —¡no se trataba de futbol!— y dirigiéndome a quien supuse el protagonista (digo supuse después de haber afirmado anteriormente que lo conocía de antaño, porque no creo haberlo vuelto a ver en tantísimo tiempo), le pregunté si era quien yo creía y me contestó que sí; entonces fue cuando le dije que lo conocía desde hacía muchos años y le expliqué muy por encima las circunstancias en que lo conocí; después aproveché para hacerle una pregunta sobre su padre, Manuel Muñoz Cortés, un eminente profesor de filología con mucho prestigio que recuerdo haber oído nombrar desde los tiempos en que yo estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de Murcia.
Le pregunté concretamente si su padre tocaba la flauta de pico, pues hace bastantes años vi una foto suya con una en las manos, y desde entonces tengo su imagen en la cabeza, además de la curiosidad sobre su relación con un instrumento que tanto significa para mí; fíjense si la foto permanece clara en mi memoria que la recuerdo rebelada al revés —por lo menos así lo estaba en el periódico o revista en que aparecía—, pues las manos de Muñoz Cortés estaban situadas en el instrumento al contrario que les corresponde; incluso me atrevería a decir qué flauta era la de la fotografía: posiblemente se tratara de una contralto —deduzco por el tamaño— de la marca Moeck y, por el color, muy oscuro, yo diría que de madera de ébano.
Preguntado por el nivel flautístico de su padre, me dijo que no era alto, que era simplemente un aficionado al instrumento, pero, añadió, que tenía muchas flautas, no sé si dijo unas cincuenta, una colección que ahora conserva otro de los hijos de Don Manuel.
Comenzó el acto. Primero, la presentación del autor del libro a cargo de Mariano Sanz y, después, una exposición-charla-coloquio, en un ambiente relajado, ameno, amistoso; una charla que nos dejó con la miel en la boca, que supo a poco al escaso pero interesado auditorio.
Al finalizar el acto, algunos de los presentes compramos el libro que, según lo escuchado, tanto prometía y que, desde luego, por lo que llevo leído —y subrayado—, no defrauda. Se trata de un texto muy documentado —casi pura documentación—, fruto de una labor de investigación con muchísimas horas de trabajo escarbando en numerosas fuentes, que facilita la comprensión de muchos aspectos de “los llamados Lugares de la Huerta y Campo” de la Murcia del siglo XVIII.
En él podemos encontrar información —yo fui directamente a la parte que trata de Santomera, pág. 508— sobre barracas, aceñas, epidemias de langosta, riegos, cultivos, ganado, iglesia, hornos de pan, maestros, rentos, número de vecinos…
¡Muy interesante!
Observación: Como “las noticias se han transcrito con la gramática y ortografía originales”, contienen bastantes abreviaturas, y, aunque no son difíciles de deducir por el lector, he echado en falta un índice que las aclare; lo he buscado varias veces pero no lo he encontrado.
¡Ah, se me olvidaba!: para quienes estén interesados, el título del libro es Historias de los Lugares.

sábado, 2 de abril de 2016

Apretaíto pero relajao

A la mayor parte de la música que escucho he llegado, digámoslo así, a través del estudio. Mis inclinaciones giran, sobre todo, alrededor de la música clásica, en el sentido amplio del término, y, dentro de ella, la del período clásico, la del romanticismo y escuelas nacionalistas, y de forma especial —algo tendrán que ver mis estudios de flauta de pico— la música antigua: medieval, renacentista y, muy destacadamente, la barroca.

Sin embargo, he conocido otras músicas —salsa, merengue, flamenco...—, y a algunos de sus músicos, gracias a mi hijo Jose Alberto, a quien muchos de ustedes conocieron en Una flauta recta (1).

Y así ha ocurrido con los músicos que traigo hoy a Abonico. Un día viene Jose a casa con un disco en la mano y me dice: “papá, escucha a estos tíos, verás cómo cantan”. Los escuché, me parecieron muy buenos, y me sorprendió —me enteré porque me lo aclaró él— que solo utilizan la voz: todo lo que suena instrumental lo hacen, también ellos mismos, con la voz y con “percusiones” corporales.

Este peculiar grupo musical es Vocal Sampling, nacido a principios de los noventa como un juego llevado a cabo por seis cubanos que estudiaban en la Escuela Nacional de Arte o el Instituto Superior de Arte (ISA), en La Habana. Los fundadores, instrumentistas de formación pero que, ya lo hemos dicho, cantan a capela, o casi, fueron: René Baños, Reinaldo Sanler, Abel Sanabria, Jorge Núñez, Óscar Porro y Renato Mora.

Los de Vocal Sampling igual adaptan música tradicional cubana que de otras culturas, e incluso realizan sus propias composiciones, y obtuvieron tres nominaciones para los Premios Grammy con el disco Cambio de tiempo (2001), en cuya última pista nos encontramos una interesante introducción del Así hablaba Zarathustra, de Richard Strauss
Akapelleando es el sugerente nombre del disco que me prestó mi hijo y del que he elegido la pista Apretaíto pero relajao para mostrar cómo “suenan” estos cubanos.
Igual podría haber elegido —la recomiendo— Lágrimas negras, una conocidísima canción de 1929, del también cubano Miguel Matamoros (1894-1971), compositor y fundador del famoso Trío Matamoros; se trata de un tema muy extendido en nuestro país, sobre todo desde la versión del cantaor Diego El Cigala acompañado al piano por Bebo Valdés.