SECCIONES

viernes, 30 de diciembre de 2016

Tinta roja

Tenía preparado un artículo que trataba de resumir y calificar el año que acaba, pero me ha salido un poco bastante escabroso, ¡cómo no! (ya saben: desigualdad, pobreza, corrupción, impunidad, Trump, Brexit, auge ultraderechista, terrorismo, bombardeos, refugiados...) y, como no quiero amargarles estos días de fiesta que quedan, he cambiado de opinión: les voy a felicitar el año nuevo con un chiste.
Una obra filosófica seria debería estar compuesta enteramente de chistes (Wittgenstein)
Mi hijo Antonio, que sabe muy bien qué —atención a la tilde— me gusta leer, hace poco me regaló Mis chistes, mi filosofía (Anagrama, 2015), un libro de Slavoj Žižek, pensador a quien hemos visto ambos en televisión —visto y, sobre todo, escuchado—, un filósofo que engancha, que atrae como un imán; porque es divertido, con una comprometida, provocativa y subversiva actitud reflexiva, también irónica, humorística.
Aunque, no sé si por ese humor, Fernando Savater lo ha calificado de payaso, la verdad es que Slavoj Žižek —leo en la contraportada del libro— estudió filosofía en la Universidad de Liubliana, y psicoanálisis en la de París, y es hoy uno de los ensayistas más prestigiosos y leídos, con más de 40 libros publicados: filosofía, cine, psicoanálisis... Es filósofo, sociólogo, psicoanalista y teórico de la cultura. Director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades de la Universidad de Londres. Investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Y profesor en la European Graduate School.
Y, desde luego, es un personaje polémico, tanto que, antes de las últimas elecciones norteamericanas la montó gorda en la red asegurando que, de poder votar lo haría por Donald Trump antes que por Hillary Clinton. Matizó "Él me horroriza, pero creo que Hillary es el verdadero peligro". Parece que Žižek entiende que cuanto más se extremen las contradicciones, mejor para la destrucción que permita fructificar lo auténtico: la utopía que está al final del trayecto, una sociedad perfecta tras el caos.
Bueno... a lo que vamos: Žižek te coloca un chiste cuando menos lo esperas, de forma que en su obra hay muchos. El libro que me ha regalado mi hijo recopila 107 de ellos, algunos muy buenos. Aquí va un ejemplo (pág. 107, ¡qué casualidad!):
ES UN VIEJO CHISTE de la difunta República Democrática Alemana, un obrero alemán consigue un trabajo en Siberia; sabiendo que todo su correo será leído por los censores, les dice a sus amigos: «Acordemos un código en clave: si os llega una carta mía escrita en tinta azul normal, lo que cuenta es cierto; si está escrita en rojo, es falso.» Al cabo de un mes, a sus amigos les llega la primera carta, escrita con tinta azul: «Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se puede conseguir es tinta roja.»
Y tras el jijí jajá les dejo una reflexión: ¿Tenemos nosotros, en nuestra sociedad, tinta roja? ¿la utilizamos? ¿con conocimiento? ¿libremente? ¿con miedo?...

¡FELIZ AÑO NUEVO!

viernes, 23 de diciembre de 2016

En brazos de una doncella

Ya superada la mitad del mes pasado, convaleciente todavía de una intervención quirúrgica, me atrevo a salir y andar un poco por el pueblo, a dar un paseo corto, suave, sin pasarme. Aprovecho para ello que tengo que ir al ambulatorio a que le echen un vistazo, el último por ahora, a lo que ya comienza a ser una cicatriz recordatorio de la operación.
Haciendo tiempo hasta la hora de la cita, me encuentro con MG sentado en un banco de la Plaza de la Salud, la de los pensionistas; está esperando a su mujer, que ha ido a la peluquería; me paro a hablar con él, me invita a sentarme y lo hago, pues tengo todavía unos minutos hasta la hora de la cita médica. Charlamos de nuestros tiempos en la enseñanza privada, hace cuarenta años, y le recuerdo —no es la primera vez— que en el colegio donde trabajábamos lo vi enseñar a mis alumnos —y después ensayar repetidas veces— un precioso villancico desconocido entonces para mí: Al niño Dios, actualmente más conocido, por lo que he visto buscándolo en Internet, por el primer verso de su letra: En brazos de una doncella.
M conocía esta canción folclórica —melodía incaica— porque de joven había estado como cura misionero en Ecuador. Paradojas de la vida: en alguna ocasión reciente me ha dicho que cuando empezó, como cura que era, podía casar a las personas, y ahora, como abogado, “puede” descasarlas.
Yo por aquellos años era casi analfabeto musical, pero M sabía “meter las manos” en el piano, aunque rudimentariamente, y acompañaba, con un teclado que le proporcionó el colegio, el villancico que enseñaba en las aulas. Ahora, con el tiempo transcurrido sin practicar, ha perdido el toque que tenía y, aunque le gustaría mucho, dice que no puede interpretar sus melodías favoritas, ni las más sencillas. Ha intentado retomarlo desde hace unos años —me pidió partituras fáciles—, pero no tiene suficiente paciencia; ni esas melodías que le facilité puede tocar: se aburre, se cansa y lo deja.
Desde que escuché Al niño Dios por primera vez, me he servido de él en ocasiones —navideñas— para mis clases de música. Debo decir que muchos de los villancicos que he utilizado en al aula de educación musical no pertenecen a los tradicionales de nuestro país, son extranjeros, sudamericanos preferentemente (Huahuanaca, Huachito torito, En Belén...); y no porque no me gusten los españoles, que sí, algunos me gustan, y mucho, sino porque me atrae el exotismo, la originalidad, lo distinto, el salirme del “pero mira cómo beben” de siempre.
Ahora quiero utilizar Al niño Dios —o En brazos de una doncella, como quieran—, el villancico popular —ecuatoriano para algunas fuentes y boliviano para otras— que aprendí escuchando a MG a primeros de los setenta del siglo pasado; lo quiero utilizar para felicitar las navidades a quienes visiten Abonico por estas fechas. Advierto que no he encontrado una versión que me satisfaga plenamente, una como la reposada que permanece en mi memoria desde entonces —“Lento” indica la partitura en Caminos de la canción, uno de mis cancioneros—; aun así espero que les guste.
Y, copiada del cancionero citado, aquí está la partitura para quienes puedan y quieran utilizarla. Una sencilla interpretación con voces, flautas dulces imitando a las quenas —el “LA” inicial, a la octava superior— y algo de percusión (un pandero grande, una caja de cartón, un tambor de detergente...: cualquier cosa que imite al bombo andino) queda muy bien.


viernes, 16 de diciembre de 2016

Andrés

Suelo utilizar como recordatorio un sistema de notas muy práctico al que puedo acceder igualmente desde el móvil, la tableta y el ordenador, y el otro día iba por la calle apuntando en el teléfono algún quehacer cuando me encontré con Andrés, un vecino de lengua ágil que, cuando le expliqué que estaba anotando algo para que no se me olvidara, me dijo que su abuelo solía sentenciar que vale más un lápiz corto que una memoria larga”. Rumiando lo escuchado a mi locuaz vecino, seguí andando mientras se encadenaban en mi cabeza algunos recuerdos alrededor de su padre, también Andrés de nombre, a quien yo, de niño, conocí y con el que tuve una entrañable relación.
Gran parte del tiempo en el que transcurrió mi infancia estuve enfermo, en cama frecuentemente. En mis recuerdos, infancia y enfermedad van de la mano, son casi una misma cosa. La mía era una enfermedad grave y a mis oídos llegaba, con más frecuencia de la debida por la prudencia que el sentido común impone, que no viviría mucho, que no “pasaría” de los dieciocho o veinte años; escuchaba por aquellos días que como “tenía el corazón más grande que la caja —del corazón, se entiende—, este me seguiría creciendo y llegaría un momento en que no cabría dentro de ella.
Realmente, ahora, con muchos más años de los que me calculaban entonces como tope de vida (he superado sobradamente el triple de aquel pronóstico), veo como un gran disparate el que los mayores que me rodeaban hablaran tan negligentemente de estas cosas delante de mí o al alcance de mi fino oído y mi insaciable curiosidad de entonces.
Y, ¡claro!, debido a la seria enfermedad que padecía, fui un niño muy mimado por toda la familia, excesivamente mimado. Recuerdo haber escuchado entonces contar a mi madre, repetidas veces, que, como estaba tan malico, el médico le había dicho que no había que darme disgustos. Así que yo, enterado del asunto, aprovechándome, pedía y pedía; más aún: exigía, y muchos de los caprichos me eran proporcionados; me solían comprar casi todo lo que quería, salvo un balón y una bicicleta, que siempre deseé y nunca conseguí, pues tenía prohibido hacer ejercicio, ya saben... el corazón.
Igualmente, por los mismos motivos, me ofrecían dinero para que comiera, pues andaba desganado. Y, algo muy original y que no sé cómo surgió, supongo que de un capricho de niño enfermo y mimado: el desayuno tenían que traérmelo, porque si no era así no lo quería, del Casino, del, ahora no sé si bien llamado, Centro Cultural Agrícola, pues con el tiempo me he preguntado muchas veces qué hace ese “cultural” en el rótulo que hay sobre la puerta principal del edificio.
De tal modo fui popao que hubo una época en que todas las mañanas el bueno de Andrés —el padre de mi actual vecino—, entonces camarero del Casino, venía —con su pantalón negro, su chaqueta blanca, su bandeja, su vaso, su cucharilla y su azucarillo—, siempre de muy buen talante, con la sonrisa en los labios, a traerme el café con leche a mi casa. O eso creía yo, porque después, pero mucho después, me enteré de que el café con leche lo tenía preparado mi madre y cuando llegaba Andrés solo tenía que ponerlo en el vaso que él llevaba sobre su bandeja de camarero. Es posible, ¡vaya usted a saber!, que Andrés viniera únicamente con la bandeja, y lo demás ya estuviera, preparado en casa por mi madre, dispuesto para servírmelo.
Sea como fuere, quiero pensar ahora que algo sacaría Andrés; no creo que la buenaza de mi madre no compensara de alguna manera el gesto —¿la gesta?— del camarero; espero que así fuera, porque era un hombre bueno, muy bueno. Lo cierto es que desde entonces le tomé mucho cariño, un afecto que hizo que, aunque hace mucho tiempo que murió —joven, en 1976—, su bondadosa imagen todavía perdure en mi recuerdo.
Ahora, a la excelente imagen de Andrés que retiene mi cerebro, puedo sumar un recuerdo material suyo: Andrés hijo me ha regalado una tarjeta que su padre se hizo entonces para felicitar las Pascuas a los socios del Casino.
 Gracias, Andrés.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Frans Brüggen

Hace dos años, en agosto los hizo, que murió Frans Brüggen, a los setenta y nueve años de edad. No me enteré entonces, y después... lo he ido dejando, pero aquí está. ¿Cómo puede habérseme pasado en su momento una noticia tan importante para mí? ¿El que se me haya pasado tendrá algo que ver con el tratamiento que por parte de los medios de comunicación se le suele dar a la cultura, a la música concretamente —y más a la música antigua—, en el país en que vivimos? Porque un servidor suele ver diariamente un par de informativos en televisión, y leer la prensa, y no solo un periódico, unos cuantos. ¿No publicaron la noticia? ¿Se me pasó por alto? Posiblemente lo segundo, no quiero ser mal pensado, pero…
Me enteré de su muerte, ya digo, posteriormente, echando un vistazo a la revista on line El arte de la fuga, y lo he visto, en Youtube —una imagen que me conmueve—, dirigir por última vez, en silla de ruedas y con una sonda saliendo de su nariz; y es que… lo que dice el comentarista de la revista:
[…] un Frans Brüggen que hasta el último momento se resistió a dejar la práctica musical, aun cuando la salud hacía tiempo que le había dejado. Es lo que se llama morir con las botas puestas. ¡Bravo, maestro!
En otro comentario, leo:
Más que ser “el último concierto filmado de Frans Brüggen” es la última nota que dirigió. Si se dan cuenta, es la propina final del concierto de Amsterdam, su último concierto. El dato hace todavía más valiosas estas imágenes.
Frans Brüggen (1934 - 2014),  desde sus comienzos, mediado el siglo XX, fue uno de los grandes de la Música, el fundador en 1981 de La Orquesta del Siglo XVIII y uno de los pioneros de la interpretación con instrumentos originales y criterios historicistas, junto, para mí, a Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt. Aunque también tocaba el traverso barroco, es el primer virtuoso famoso de flauta de pico, de la que es considerado padre y primer gran divulgador. La estudió con Kees Oten, obtuvo un primer premio en el Liceo musical de Amsterdam y, después, con solo 21 años, fue profesor en el Conservatorio de La Haya. Sembró en muchos alumnos, algunos sobresalientes, como Walter van Hauwe y Kees Boeke.
Quizás muchos de ustedes lo conozcan de tiempos más recientes, más mayor y como director de orquesta.
Cuando, hace ya muchos años, compré y tuve en mis manos el estuche con doce CDs Frans Brüggen Edition. Vol. 1-12 The art of the recorder, publicado por Teldec, supe que estaba en posesión de algo grande, precisamente porque estudiaba flauta de pico, porque Frans Brüggen es un dios en ese campo y por el repertorio que hay en la cajita.
Sí, ya sé que hay quienes creen que ya estaba superado como intérprete, que después del maestro holandés el mundo de la flauta dulce ha evolucionado mucho, pero todos estamos en deuda con el primero de los grandes. Observen, si no, en la foto siguiente, qué se podía encontrar en esos doce cedés cuya caja de cartón he tenido que reforzar más de una vez.
Para que escuchen — y vean— cómo tocaba la flauta de pico el gran maestro he elegido una de las doce Fantasías para flauta travesera sin bajo, de Georg Philipp Telemann, que, aunque originales para traverso, como especifica el título, transportadas, forman parte del repertorio obligado de la flauta dulce. Les pongo a continuación, concretamente, la tercera.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Los reptiles

Al terminar los tres cursos de Magisterio del plan de estudios que Antonio seguía, había que superar un examen de reválida, y en él, entre las pruebas a las que tenía que someterse para, ya por fin, obtener el título de maestro, había una que consistía en explicar, ante tribunal, a un grupo de niños traídos desde la escuela aneja a la Escuela de Magisterio, una lección, un tema de libre elección por el examinando aspirante al título. El tribunal escuchaba la explicación y observaba las dotes pedagógicas del revalidante, hacía su valoración y lo puntuaba. Si la calificación era positiva, ya era maestro, si no, pues... a repetir la prueba en la siguiente ocasión.
Los niños, traídos ex profeso para la ocasión, resabiados por la costumbre, antes del  examen y fuera del aula, solían buscar a quienes se iban a examinar, para pedirles dinero —cinco duros—, y ello a cambio de la promesa de permanecer muy formalitos —quietos, callados y atentos— durante la explicación. Si el aspirante al título se negaba a darles las veinticinco pesetas, le decían que se harían los distraídos, que no prestarían atención, con lo cual, posiblemente, él quedaría mal ante un tribunal totalmente ajeno a estas maniobras. Antonio no quiso pasarse de listo y pagó religiosamente el canon reglamentario.
Para su exposición eligió un tema que había visto utilizar con éxito a otros compañeros: Los reptiles. Su explicación, con la intención de llamar la atención de los alumnos, comenzaba hablando de los indios. Primero, algo desganado, dibujó, como mejor supo, un fuerte de los que salen en las películas del Far West americano; frente al fuerte, camuflados y arrastrándose para no ser vistos, esquematizó lo mejor que pudo a los indios, con sus cintas y sus plumas en la cabeza. Mientras hacía esto pensaba lo que habría podido escuchar de sus ocasionales alumnos —los había visto actuar alguna vez— si no hubiera satisfecho el pago: seguro que algo por el estilo de… “¡otro con los indios, ya tenemos otra vez los reptiles!”, dicho con aire de insoportable aburrimiento.
Hecho el dibujo, Antonio, un poco más animado por el silencio expectante de los niños, comenzó con su “original” explicación, planificada en forma de diálogo:
—¿¡Habéis visto cómo los indios se arrastran para no ser vistos por los soldados del fuerte!? —preguntaba, bajando la voz, tratando de contagiar interés y esperando un sí eufórico aunque sospechoso y garantizado por el pago previo de la extorsión.
—¡Sííí —contestaron los niños con la ilusión que facilitaban los cinco duros invertidos para ello.
—Pues… —continuaba Antonio, ya crecido por el buen “sííí” escuchado— igual que los indios, hay animales que también se arrastran, que... —breve pausa y gesto para resaltar la siguiente palabra— ¡reptan!; pero ellos no lo hacen para no ser vistos por los soldados del fuerte: estos animales reptan porque no tienen patas o porque las tienen muy cortas, como les ocurre al lagarto, al cocodrilo, a la serpiente…
—¿¡A la culebra!? —preguntaba y exclamaba simuladamente, como admirado, un niño, pasándose en su exagerado papel de aparentar interés.
—Sí, la culebra —continuaba Antonio tras una mirada correctora—; ...y por eso, porque reptan, son llamados reptiles.
Y así, con el seguro de la paga previa, continuaba la lección cuasi magistral que poco después acababa en buen puerto, consiguiendo nuestro protagonista la tan esperada titulación que le permitió pocos meses después empezar a trabajar como maestro y que supuso el comienzo de una trayectoria de casi cuarenta años.