SECCIONES

viernes, 27 de abril de 2018

Un pedo de violinista

En la huerta de Murcia llamamos peo al pedo, y en una clasificación que podemos denominar tradicional encontramos que los hay de diversas especies. Tenemos, entre los que suenan, el cuesco (el ruidoso en general), el de monja (pequeñito), el de albañil (fuerte y seco) y el esjarrao (largo y ruidoso); y entre los «silenciosos», encontramos el follón (follá, si lo queremos en femenino, y follonazo si preferimos el aumentativo), además de la pava, la yema, la bufa..., dependiendo de la zona.
También he oído hace ya muchos años expresiones como la referida a alguien que es considerado «más tonto, o tonta, que una chorrá de peos» (alguien de quien se piensa que lo es —tonto— de remate), o aquella que quiere indicar que una mujer es muy bruta diciendo que «se baja las bragas a peos», expresión que en el colmo de la exageración decía: «eres más bruta que la tía menganica, que se bajaba las bragas a peos y se las subía a regüellos».
regüello → regüeldo = eructo
Además, aquí se utiliza la palabra peoputa (‘pedo de puta’) para expresar la ínfima calidad de algo, su poca validez; realmente, la expresión correcta lleva una preposición delante, es una locución adverbial: a peoputa. Cuando decimos que algo está a peoputa queremos indicar que está tirado de precio.
a peoputa. loc adv. A pedo de puta. Muy barato. (Diego Ruiz Marín, Vocabulario de las hablas murcianas. Diego Marín, 2007).
También he encontrado en el diccionario de Ruiz Marín la expresión peoburra con el mismo significado: de precio tirado. Pero nunca había visto ni oído, ni imaginado siquiera, esta expresión o alguna otra parecida referida a los gases expelidos por alguien para mí tan admirado como un violinista; nunca hasta que leí El profesor, de Frank McCourt, Maeva Ediciones, 2008, pág. 181, donde encontré lo que sigue (la negrita es mía):
Llevo diez años ejerciendo la enseñanza, tengo treinta y ocho años, y si debiera evaluarme a mí mismo diría: estás dando de ti lo que puedes. Hay profesores que enseñan y les importa un pedo de violinista lo que piensen de ellos sus alumnos. El temario es rey. Estos profesores son poderosos. Dominan sus aulas con una personalidad respaldada por la gran amenaza: la del bolígrafo rojo que escribe en el boletín de notas el temido suspenso. Lo que dan a entender a sus alumnos es: «Soy vuestro profesor, no vuestro orientador, ni vuestro confidente, ni vuestro padre. Enseño una asignatura: la tomáis o la dejáis».
Por cierto, nunca me ha importado un pedo de violinista, ni de puta, ni de burra, lo que mis alumnos piensen de mí; todo lo contrario: siempre me ha importado mucho.

viernes, 20 de abril de 2018

¿Yo?, a la Claudia Schiffer

En mis clases, a lo largo de los años, he leído a menudo para mis alumnos, y les he leído más cuanto más avanzaban mis años y mi experiencia docente, pues esta actividad, que pronto me pareció importante en mi trabajo, acabó resultando imprescindible al final.
En la lista de relatos seleccionados para leer en clase (London, Maupassant, Dahl…), desde que los conocí en los años noventa del siglo pasado, siempre figuraron algunos cuentos de Quim Monzó, entre ellos «La micología» (El porqué de las cosas, Anagrama, 1994, pág. 106), que trata de un recolector de setas que, bajando una mañana del bosque, se encuentra una amanita muscaria, a la que da una patada y de la que emerge por ello uno de esos duendecillos que aparecen muy de vez en cuando en estos hongos tan venenosos como bonitos, con su llamativo color rojo moteado de pequeñas pintas blancas, conocidos también, curiosamente y entre otros nombres, como matamoscas (muscaria viene del latín musca ‘mosca’), que hace referencia a los efectos que produce este hongo en los insectos, a los que paraliza temporalmente cuando entran en contacto con él.
Cuando se le aparece el duendecillo al setero le dice que puede pedirle un deseo, el que quiera, que le será concedido, pero —añade— tiene que pedir algo tangible; no vale decir «quiero ser rico», ni pedir «muchas casas», ni «muchísimos millones»; ha de ser algo contable, pesable, medible… y, claro, esto pone al protagonista del relato en un buen apuro, pues no sabe qué pedir —dinero, propiedades, salud…—, ni cuánto: ¿tropecientos millones, tropecientos billones..., mil casas, chalets, mansiones…? Además —añade pronto el duende—, no puede demorar mucho su petición porque tiene un plazo de unos pocos minutos para decidirse, con lo cual complica aún más la decisión; así que… el tiempo va pasando, se va agotando y el setero no se decide, hasta que, quedando escasos segundos…
En la lectura que hacía en clase para mis alumnos, antes del desenlace final del cuento, llegaba un momento (en esos segundos previos a la petición del setero) en que me detenía y me dirigía a mis escuchantes para preguntarles qué pediría cada uno de ellos si estuviera en la piel del protagonista del relato, y a continuación hacía un barrido por la clase pidiendo a niños y niñas que se lo pensaran y que uno a uno, cuando tuvieran hecha su elección, me la fueran diciendo, levantando previamente la mano y esperando su turno.
En las distintas ocasiones en que realicé esta prueba a lo largo de bastantes años, hubo muchos alumnos, quizás los más, que pidieron dinero (cantidades astronómicas de dinero) o lingotes de oro o diamantes… y también hubo algunos que pidieron paz en el mundo, o que no existiera el mal, o felicidad para su familia o… Pero, de todas aquellas veces, recuerdo una sola en que triunfó un pragmatismo de lo más tangible, algo fácilmente concretable (contable, pesable, medible… tocable), y fue aquella en que un niño muy espabilado, tras haberlo pensado, levantó la mano y, cuando le llegó el turno, dijo con tranquilidad: «maestro, yo, a la Claudia Schiffer».
Sí, David se lo pensó, desdeñó riquezas y apartó a un lado ausencias de guerras, de maldades, de dolores y enfermedades… para pedir una sola cosa, quizás porque viera su máxima felicidad en ella, en la famosa supermodelo alemana, que, por cierto y no viene mal recordarlo, por aquel entonces tendría veintitantos años.

lunes, 16 de abril de 2018

La casa consistorial


—Entonces... ¿tú eres hijo del Rosendo? 
—Sí, el menor.
—Pues yo a ti no te conozco.
—Es que no estuve mucho en la tienda; anduve estudiando y después me he dedicado a la enseñanza, por eso no me vio usted tras el mostrador.
—¡Jóer, no era na la tienda de tu padre!, tenía de to; pidieras lo que pidieras, lo tenía.
—¡¿Me lo va usted a decir a mí?!
—¡Vaya si lo tenía! Llegabas a por una soga pa’l pozo, por ejemplo, y si el Rosendo estaba muy ocupao en el mostrador te decía, levantando el brazo y señalando pa’l almacén: «entra por ese pasillo y al fondo del to, a la derecha, allí la tienes, cógela tú mismo»; y tú lo hacías, seguías sus indicaciones, llegabas al sitio y… ¡hasta una corvilla había a la mano pa cortar el trozo de soga que necesitaras!
—En efecto, así era.
—Y cuando entrabas y veías lo que tenía allí, en el almacén... ¡madre mía!, ¡poh no había na allí!: ¡de toico había!
Conversaciones parecidas a esta son frecuentes al encontrarme con antiguos clientes —ya no quedan tantos— del comercio de mi padre. Y es que en la tienda del Rosendo, ciertamente, es sabido por la gente que queda de entonces, había de todo; de tal forma que una de las anécdotas que corrían por el pueblo era la del vecino que ante una pregunta de alguien, forastero o local, sobre dónde encontrar cualquier producto que necesita, le contesta: «eso... si no lo tiene el Rosendo, olvídate, tendrás que ir a Murcia».
Pero nunca la había escuchado como me la ha contado no hace mucho Roberto Palma, el Trules, que me llama por teléfono y me dice: «acabo de oír una anécdota de labios de un vecino de mi barrio y no he podido esperar para contártela, pues está relacionada con la tienda de tu padre». Posteriormente, esta historia me ha sido contada por otras personas del pueblo, e incluso me la han confirmado los hijos del personaje protagonista. Resumida, y añadiéndole la puesta en escena y algún adorno, viene a ser así, o así la imagino.
Santomera. Siglo XX. Años sesenta, quizás de los primeros. En la puerta de la iglesia hay una plaza grande, rectangular, que llega hasta la carretera «general», la Nacional 340, situada frente a ella y ya bastante transitada en aquella época.
Entre la Plaza de la Iglesia y la N-340, en una esquina, pegado a la carretera, hay un servidor de gasolina, un solo poste que se acciona a mano: de auténtica tracción animal, decían algunos con una clara segunda intención. Juan es el nombre de quien lo atiende.
Llega un forastero a poner gasolina y aprovecha para preguntar:
—¿Oiga, tienen aquí en el pueblo casa consistorial?
El gasolinero se pone serio, piensa o hace como que piensa, se echa la palma de la mano a la frente y aprovecha para levantar con ella la visera de la gorra; después baja la mano por la cara, la lleva al cogote, se rasca y, con aire de mucha y sabia sensatez, le dice al interesado:
Mire'uhté, buen hombre, yo de eso que dice no entiendo, pero siga un poco mah p’alante —señalando con la mano en dirección a Murcia—, únoh pócoh métroh mah y pregunte en la tienda del Rosendo, que ese tiene de to; si no hay allí, no se molehte, no creo que haiga en el pueblo; entonces... tendrá que ir a la capital, a Murcia.
Imagínense cómo se quedaría el preguntante, al tiempo que se hacen una idea de lo que era para los habitantes del pueblo en aquellos años la Tienda del Rosendo.

miércoles, 11 de abril de 2018

Encajonarte II

Este fin de semana, 13, 14 y 15 de abril, tendrá lugar en Santomera una nueva edición —la segunda— de Encajonarte, Festival Internacional de Cajón y Arte, organizado por Pepe Abellán (mi hijo) junto con el Ayuntamiento de la localidad, y dirigido a participantes de todas las edades. Visto el éxito de la edición anterior, se espera una buena afluencia de participantes y de espectadores.
Les pongo a continuación el cartel del festival y selecciono parte del texto aparecido en la revista La Calle del mes de marzo:
A mediados de abril, II Encajonarte
El primer día, viernes, está enfocado a los más pequeños y las familias. Desde las 16:00 horas y hasta las 20:00 habrá diferentes actividades (cajón en familia, tattoos, maquillaje, taller de abanicos, pintura 3D, entre otros) en la Plaza del Ayuntamiento. Para poder participar es necesaria la inscripción previa.
El 14, sábado, estarán en Santomera, para ­las clases de cajón, profesores de renombre internacional, como Jorge Pérez, José Montaña y Miriam Velázquez. Para finalizar la jornada, a las 22:30, habrá Noche Flamenca en el Auditorio, con entrada gratuita.
Por último, el domingo, se celebrará la Cajoneada y la Feria del Cajón en el Parque de Las Palmeras, donde habrá stands de fabricantes de cajones venidos desde diferentes puntos de España.
Durante todo el fin de semana habrá una exposición del fotógrafo alicantino Javier Serrano y de los alumnos de la Escuela de Arte de Murcia.
Para más información e inscripciones se pueden informar a través del número de teléfono 606666749 o en la dirección de email: encajonarte@gmail.com

viernes, 6 de abril de 2018

¡A confesar!

Corrían malos tiempos. Quienes resultaron vencedores pero no convencedores de la guerra que ellos mismos habían provocado —camisas azules, correajes, pistolas...—, imponían «su» ley, que sufrían los vencidos pero no convencidos (palizas, purgas con aceite de ricino, rapados de pelo al cero, insultos e intimidaciones, multas...), ley que el cacique local, un hombre muy religioso, con reclinatorio propio en la iglesia, hacía cumplir en el pueblo, y lo hacía con mano dura, muy dura según, sobre todo, los que la sufrieron y sus allegados.
El Rufi contaba, años después, y lo hacía con bastante gracia aunque lo relatado no fuera como para reírse, cómo en una ocasión el mandamás local «lo mandó» a confesar; «por blasfemo», añadíamos nosotros entre risas, bromeando y pidiendo la continuación del relato. Y entonces nos contaba que don Cacique le «ordenó» que fuera a la iglesia a confesar, y que se lo ordenó sin pronunciar una sola palabra, solo a través de la clarísima expresividad de la comunicación no verbal, de la enorme persuasión de sus gestos.
Decía el Rufi que ese día andaba jugando a los bolos huertanos con un grupo de gente del pueblo frente al ventorrillo de costumbre; decía que le tocaba tirar a él, que cogió la bola y, para apuntar bien, con ambas manos se la puso frente a la cara cucando un ojo teatralmente («payasamente», interrumpíamos nosotros, achuchándolo); decía que apuntó bien, que se desequilibró no sabe cómo, que falló y que... sin darse cuenta... se le disparó la lengua y se le escapó un automático —acto reflejo— esdrújulo mecágüendios.
Inmediatamente, consciente de lo que acababa de «soltar», inquieto, miró a su alrededor para ver si corría peligro —recordemos los triunfales tiempos postbélicos—; entonces se dio cuenta de la situación en que se encontraba, pues vio los ojos del máximo mandamás local —presente entre los mirones de la partida— muy poco amistosamente clavados en los suyos. A continuación solo hizo falta un gesto del viejo, un levantamiento de brazo y un movimiento de mano que inequívocamente señalaba en una dirección, la de la iglesia del pueblo; y el Rufi, ayudado por el conocimiento de lo que en esas ocasiones ocurría, supo con certeza lo que la señal quería decir:
«¡A confesar!»
Él contaba —con humor, ya lo he dicho— que bajó la cabeza y tiró p'allá, en la dirección exigida por el gesto caciquil, pero que —aclaraba a continuación— no fue al confesionario, ni siquiera a la iglesia; sin embargo, algunos de los atentos escuchantes presentes en el relato desconfiamos de esta última parte de su versión, pues creemos que sí fue a la iglesia, y que se confesó; que lo hizo por la cuenta que le traía, y le traía cuenta porque entonces no se podía bromear —tratándose de estas cosas— con la autoridad, la verdadera autoridad, ni con la iglesia, parte importantísima de la verdadera autoridad. Así que...
«¡A confesar!»