SECCIONES

sábado, 30 de enero de 2016

Valor del pasado

Empiezo a leer Arenas movedizas, peculiar libro de memorias en el que Henning Mankel —maestro del género policiaco nórdico y uno de los grandes de la novela negra contemporánea— nos deja el relato de unos recuerdos que le ayudaron a enfrentarse al cáncer al final de su vida.
Todo lo desencadena un accidente de coche que sufrió el autor el 16 de diciembre de 2013. Poco después, el día de Navidad, se despertó con rigidez y dolor de cuello, debido, pensó, a una tortícolis por una mala postura. En pocos días el dolor se extendió por el brazo derecho y el ortopeda al que recurrió le dijo que podría ser una hernia de disco de alguna vértebra cervical. El 8 de enero de 2014 fue al hospital creyendo que le confirmarían lo de la hernia, pero, tras unas radiografías, le diagnosticaron un tumor cancerígeno alojado en el pulmón izquierdo y metástasis en la nuca. Murió en octubre  de 2015.
“En el caos emocional en que me encontré inmerso de repente después de que la tortícolis se convirtiera en cáncer” —nos cuenta el autor— “me di cuenta de que la memoria me llevaba no pocas veces a la niñez”, aunque terminó dándose cuenta de que esa misma memoria le ayudaría a encontrar el modo de enfrentarse a la catástrofe que se le había echado encima.
Y, para empezar, ¿a dónde lo lleva esa memoria?: al año 1957 (él nació en 1948), y sorprenden al lector, a mí, los matices y detalles de los recuerdos de Mankell:
“A pesar de que han transcurrido cincuenta y siete años, recuerdo hasta el menor detalle de aquel día de invierno. Las escasas farolas, que se mecen despacio al viento, racheado pero no intenso. El farol que hay en la fachada de la tienda de pintura, cuya pantalla se ha quebrado. Ayer no estaba rota. Es decir, ha ocurrido durante la noche”.
¿Buena memoria?, ¿literatura?, ¿mezcla de ambas?
¿Qué recordamos realmente de nuestro pasado?
Les pongo a continuación un poema de Felipe Benítez Reyes, autor ya conocido en Abonico, una reflexión sobre esa memoria, sobre esos recuerdos.
        VALOR DEL PASADO
Hay algo de inexacto en los recuerdos:
una línea difusa que es de sombra,
de error favorecido.
                                  Y si la vida
en algo está cifrada
es en esos recuerdos
precisamente desvaídos,
quizá remodelados por el tiempo
con un arte que implica ficción, pues verdadera
no puede ser la vida recordada.
                                                     Y sin embargo
a ese engaño debemos lo que al fin
será la vida cierta, y a ese engaño
debemos ya lo mismo que a la vida.
Felipe Benítez Reyes:
Sombras particulares (1988-1991),
Madrid, Visor, 1992, pág. 36.

viernes, 22 de enero de 2016

Hobbes y la escalera del gallinero

"La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta" dice Thomas Hobbes en el capítulo XIII de Leviatán ("De la condición natural de la humanidad en lo concerniente a su felicidad y su miseria").
Aunque, al sacarla de su contexto, no me termina de convencer la precisión de esta cita, me recuerda, sin embargo, una de mis frases favoritas sobre la vida, cierto que un poco más escatológica; son unas palabras de un personaje de ficción en una novela (tengo la sensación de haberlo leído en más de una del mismo autor) del grandísimo Manuel Vázquez Montalbán, una obra de la serie que protagoniza Pepe Carvalho; puede ser, no lo recuerdo bien, una frase del propio protagonista, el famosísimo detective privado del hace unos años fallecido autor catalán; sí, una sentencia del huelebraguetas que quema libros muy especiales y cocina con esmero. No la entrecomillo porque cito de memoria:
La vida es como la escalera de un gallinero: corta y llena de mierda
Habrá mucha gente que no haya visto nunca una escalera de gallinero y, por tanto, no entienda bien la frase. Para esa gente va la aclaración que sigue: Antes, sobre todo en los pueblos, había gallinas —y otros animales— en los hogares familiares; en unas viviendas, andaban picoteando y escarbando la tierra sueltas por el patio, e incluso por la calle si era una zona de campo; en otras casas, estaban encerradas en gallineros que solían tener dentro una escalera sobre la que se subían para pasar la noche.
 Y los que somos ya algo mayorcicos no hemos olvidado cómo era la escalera de un gallinero: normalmente de poca altura —de ahí lo de corta—, con unos pocos barrotes como peldaños, donde, en cuanto oscurecía, se subían las inquilinas para pasar la noche, y allí, sobre los propios barrotes, hacían sus necesidades, con lo cual, pues... eso, también... como dice nuestro personaje: llena de mierda.

sábado, 16 de enero de 2016

Gatitas

Andando por Murcia hace muchos años, camino de la Consejería de Educación, veo que viene de frente una mujer cuyo sonido al andar me hace sacar papel y lápiz para apuntar el ritmo que va haciendo con los pies —tacones—; todavía conservo dicha anotación. En casos parecidos siempre pensaba que, teniendo entonces una cartera o un bolso tan grande como el que colgaba perenne de mi hombro, debería llevar siempre conmigo una grabadora para estas cosas.
¡Lo que han cambiado los tiempos! Con el actual teléfono móvil, el smartphone (¡¿teléfono inteligente?!), disponemos de un verdadero ordenador en miniatura. Los modelos actuales van provistos de un potente procesador, una más que suficiente memoria, conexión a Internet (búsquedas, correo, chat, notas...), etc. Por supuesto que en el aparatito tenemos grabador y reproductor de sonidos, de imágenes, de vídeos…, además de programas para su manipulación y su inmediato envío y recepción. Y, como cabe en un bolsillo, siempre lo llevamos con nosotros y podemos captar, tomar nota (sonora, en imagen —foto, vídeo—, por escrito...) de cualquier acontecimiento, así como proceder inmediatamente a su almacenamiento, manipulación, difusión...
Yo de vez en cuando anoto conversaciones que escucho, capto imágenes, grabo sonidos, me hago mis recordatorios... Un ejemplo lo tienen en lo que me ocurrió no hace mucho, cuando iba andando con Pepe Fernández (el maldito “obligatorio” ejercicio) por la zona de la huerta, lugar que habitualmente alternamos con los caminos del campo en nuestros recorridos.

Foto tomada en uno de nuestros recorridos
Ya les dije en otra entrada que con cierta frecuencia formo pareja peripatética con mi vecino y amigo; así, a la vez que hacemos ejercicio, “filosofamos”, y lo hacemos tocando, con distinta profundidad según el caso, temas de lo más diverso: política, cine, literatura, música, mujeres, fútbol, comida…; pocos se nos resisten.
Bueno… al grano. Una mañana, andando por la huerta, nos encontramos con un anuncio que, por interés, inmediatamente fotografié con el móvil; vean lo que decía:
He tachado el número de teléfono
Como yo quería regalar una gatita a mis nietas, cuando llegué a casa, tras el zumo rehidratante y la ducha de rigor, llamé al número de teléfono que aparece en el anuncio —en la foto lo he tachado por prudencia— y... ¡menuda sorpresa!: allí no vendían gatitas y… ¡hasta les sentó mal la llamada! Creían que estaba de coña, pues resulta que… a ver cómo lo digo: ¡¡¡era una casa de… de esas de…!!! Ya me entienden.
Y fue entonces cuando me acordé de un chiste ya conocido hace muchos años; creo que, aunque de otra manera, lo contaba Eugenio:
Un amigo le dice a un colega:
—Oye, tío, el otro día, tomando un carajillo en el bar, se me ocurrió echarle un vistazo al periódico, a las páginas del fúrbol, y me encontré con un anuncio que decía:
SEÑORA MAYOR ENSEÑA EL BÚLGARO
—¿Sí, y qué? —contesta preguntando y apremiando el colega— dime, dime.
—Pues, nada, que apunté la dirección, cogí el coche, fui, y…
—¿Y? —interrumpe impaciente el otro— ¿¡y qué!?
—¡Qué chasco!, resulta que era un idioma, tío, —contesta desencantado— ¡¡un idioma!!

martes, 12 de enero de 2016

Cabeza menúa (y 2)

Santiago trabajaba de ayudante —“simulado y en diferido”— en el Cine La Cadena; se encargaba de poner y quitar los carteles que por el pueblo, en lugares fijos, anunciaban las películas que proyectaban en dicho cine. Además, en días de proyección, un buen rato antes de que esta comenzara, se presentaba, dispuesto para lo que le mandaran, en la vivienda de uno de los propietarios de la empresa, Antonio Abellán, a través de cuya casa se accedía al cine por un lateral. ¡Ah!, y que nadie le dijera al cabeza menúa que eran mejores las películas que “ponían” en el cine rival, el Cinema Iniesta, eso lo sacaba de sus casillas, lo enfurecía.
Me resulta difícil transmitir aquí cómo se expresaba Santiago; imposible reflejar por escrito algo tan complejo como su habla tan particular, aunque en mi cerebro, junto a su gesto, conservo, con nitidez, su entonación —como cabreado siempre— y hasta el timbre de su voz, un poquito ronco, aunque no grave. Pero me encuentro con la dificultad de llevar al papel la riqueza de la realidad sonora, como describir el timbre, la entonación, la articulación, el fraseo…, y todo acompañado de gestos, de imágenes, también difíciles de reseñar.
[…] Nada más intrincado y bello que el movimiento espontáneo de un leopardo; nada más pobre y esquemático que nuestro lenguaje conceptual. La desproporción entre el simplismo del lenguaje conceptual y la complejidad refinada del mundo vivo siempre me ha desconcertado […] (Salvador Pániker, Cuaderno amarillo, Debolsillo, 2000, pág. 126).
¡In’dioh! (traducción: me cago en Dios) era su taco preferido. A veces, a in’dioh seguía algo así como: “¡in’pego in’hottia in’mato!” (si te pego una hostia, te mato), aunque no tan claro como lo he escrito y resaltado; y todo junto sonaba, de manera rara: “¡in’dioh, in’pego in’hottia in’mato!” (más que ese “in” escrito ante cada una de las palabras a su modo articuladas, creo que se trataba de una nasalización, un pequeño atranque). Y todo dicho con sequedad, con enfado, como con furia, pero una furia que solo a los más jóvenes atemorizaba; en los mayores, como podrán imaginar, provocaba solo risa.
Y si es difícil expresar por escrito cómo hablaba Santiago, imagínense si tratamos de explicar cómo cantaba. Es que me ha venido a la cabeza un enfrentamiento, un duelo entre nuestro personaje de hoy y El Capel, otro personaje local candidato a una entrada en Abonico. Parece que empujados por algunas personas (muchas veces, demasiadas, tras estos eventos hay gente que busca el jolgorio a costa de lo que sea) se vieron abocados ambos a demostrar quién cantaba mejor, y de ello quedó para la posteridad en los cerebros de los presentes la peculiar expresión canora de Santiago, algo que, según mi recuerdo, se aproximaba más a un recitado que a un canto, algo así como lo que sigue —es un decir—: ntana nmore nmore ntana nmorena (parece, no me hagan mucho caso, que pudiera ser su versión del estribillo de la canción Triana morena), acompañado, como tiene que ser, de un peculiarísimo gesto —manos, movimiento de cabeza, esfuerzo galillero...—, como podrán imaginar, de auténtico cantaor.
¡Indioh!

viernes, 8 de enero de 2016

Cabeza menúa (1)

Aunque va de paso, se acerca Joaquín El Chorrillo al grupo que formamos la Tertulia Los Piensos, tensa el gesto, se pone serio, como cabreado, y dice, abroncando la voz: “índioh, in pego in hottia, in mato”. Pronto deducimos y contestamos, cercanos al unísono, casi todos los tertulianos presentes: “¡el Santiago de la cabeza menúa!”.
***
Allá por el año catapún estudiábamos en la universidad una clasificación sobre la evolución del “hombre”, que, empezando en los primates, establecía una cadena que llegaba hasta nosotros mismos. Las distintas divisiones de esa cadena eran el resultado de las también distintas capacidades de sus cráneos. Dicha clasificación “nos” estratificaba evolutivamente desde nuestros remotos antepasados hasta la actualidad según el aumento paulatino de nuestra cavidad craneal, de nuestra capacidad cerebral.
No puedo contar los detalles (imperdonablemente, cuando cambié de vivienda destruí unos buenos apuntes que muchos años antes había tomado en la Universidad de Murcia al profesor Juan Bautista VilarEl Piojo—, en los que figuraba más detalladamente lo que cuento), pero recuerdo que en la clasificación había una lista que contenía una retahíla de nombres que conservo así en la memoria: primates, preconsúlidos, australopitecos, prehomínidos, homínidos y homo sapiens; y cada uno de estos nombres iba acompañado de un número que expresaba la capacidad, en centímetros cúbicos, referente a su tamaño de cráneo. Quiero recordar que a los primeros, los primates, la clasificación les adjudicaba una cavidad craneal de unos 600 cm3 de volumen, y a los últimos, los homo sapiens, de 1400 cm3 en adelante. Entre unos y otros, el resto, colocado en orden ascendente de tamaño de cabeza.
Un personaje de Santomera, en los años de mi infancia y juventud, Santiago, el de la cabeza menúa —también, directamente, el cabeza menúa—, por capacidad de cráneo podría haber sido incluido —según la clasificación anterior—, quizás, entre los primates; pero, no crean, pertenecía a nuestro escalón evolutivo, estaba entre nosotros, los homo sapiens.
A menudo me pregunto de dónde habrá salido lo de “sapiens”, a qué se debe ese calificativo, en qué período de la historia del mundo mundial —de paz, concordia y progreso— hay que fijarse para llegar a la conclusión de que somos realmente “sapiens”.
Quienes conocieron a Santiago no necesitan todas estas palabras para rememorar su imagen, pero los que no saben de qué hablamos, quienes no lo hayan conocido, o lo conozcan por vagas referencias, espero que con estas letras se hagan una mejor idea de cómo era nuestro personaje y les quede claro el porqué del apodo “de la cabeza menúa”: en efecto, ¡premio!, han acertado, por el tamaño de su cabeza, de su diminuta cabeza.
El término menúo/a no aparece en los diccionarios que tengo de las hablas murcianas. Aquí, en Santomera, se usa como una simplificación de menudo/a (del latín minūtus), un adjetivo que significa pequeño, chico, delgado.
Aunque realmente era pequeña, no crean que la cabeza de Santiago parecía tan menúa comparada con su cuerpo, porque este también era pequeño, y delgado: también era menúo, y no desentonaba, por lo menos excesivamente, del tamaño de su cabeza. Presentaba, en resumen, una figura muy peculiar: un cuerpo pequeño y microcéfalo que, además, caminaba un poco encorvao, como echao p’alante, y andando como a pequeños empujones; así, por lo menos, lo recuerdo.

Santiago y Manuel “El Sacristán”
Con esa su imagen que me he esforzado en acercarles, y ayudados por la fotografía, hagan un pequeño esfuerzo e imagínenselo, en un día de carnaval de hace ya más de cincuenta años, formando, con Paco El Botas —otro personaje mitológico—, pareja de circo callejero: Santiago, con una cadena sujeta al cuello y subido a un pequeño perigallo, cual típica cabra del espectáculo, simulando —con poco atrezzo: no era necesario— ser un mono; y El Botas, haciendo restallar un látigo con una mano mientras que con la otra asía el otro extremo de la cadena sujeta al cuello de Santiago, a la vez que presentaba con grandilocuencia —gestos amplios y voz grave y muy ronca— el gran espectáculo circense a la vista, a la “fiera” encadenada, como si de King Kong se tratara.
(Continuará)

viernes, 1 de enero de 2016

La gavota de Praetorius

El título va presidido por el artículo “la” porque para mí es así: “la gavota de Praetorius”, como si no hubiera otra gavota en toda la obra del autor. He utilizado mucho esta pieza en mis clases —como instrumentación y como audición—, tanto… que ha llegado a ser, eso, la gavota de Praetorius.
Michael Praetorius (1571/1573-1621) fue uno de los compositores alemanes luteranos que, después de 1600, adoptaron las innovaciones musicales italianas, y lo hizo estudiando, copiando e incluso parodiando a los autores italianos; fue muy importante en él la influencia de Giovanni Gabrielli, destacado compositor de la Escuela veneciana (San Marcos) que desempeñó un papel muy importante en el desarrollo del estilo del Barroco temprano.
Michael Praetorius
Además de organista, Praetorius fue maestro de capilla e importante y prolífico compositor, con más de 1200 obras vocales en su poco dilatada vida; pero es famoso especialmente por ser el autor de Sintagma Musicum, un valiosísimo tratado, en 3 volúmenes, que resume los conocimientos musicales de su época, en el que se esfuerza por detallar enciclopédicamente, como nadie entre sus contemporáneos, los conocimientos teóricos, la práctica musical y los instrumentos utilizados entonces.
Ilustración de Sintagma Musicum.
Había muchas flautas de pico entonces.
Su obra Terpsícore, de donde sacamos la audición de hoy, es una colección de más de 300 danzas y melodías, provenientes de distintos autores, que él, en la mayoría de los casos, se limitó a arreglar, por ejemplo, añadiendo las voces bajas y medias.
La gavota (gavotte, gavotta) es una danza de origen popular, de campesinos, con besos y travesuras pícaras, la favorita de los gavots —de ahí su nombre—, los nativos de Gap, una localidad de los Altos Alpes, en el sudeste de Francia.
Danza nupcial al aire libre, 
de Pieter Brueghel el Viejo (MDLXVI)

Fue introducida en la corte francesa a fines del siglo XVI, en donde comenzó a “desvitalizarse”, a refinarse, hasta nuestros días (En los salones de Luis XIV se puso de moda. Jean-Baptiste Lully compuso muchas): evolucionó, se hizo más majestuosa y moderada en sus movimientos y los besos fueron poco a poco sustituidos por ramos de flores y guirnaldas.
En las suites, la gavota suele ir entre la zarabanda y la giga, como quinto o sexto miembro de la serie. Su carácter es señorial, y son característicos su compás de dos tiempos y su comienzo anacrúsico, sobre el segundo de ellos. ¿Y el tempo, la velocidad? No hay un criterio común: Rameau y D’Alembert indican que, lentas o rápidas, las gavotas no deben ser extremadas en ninguno de los dos sentidos, y así parece que se escribieron en el siglo XVIII; Freillon Poncein dice que debe ser muy lenta, mientras que Quantz la compara al rigodón —a menudo más moderada, dice— y señala para este 160 pulsaciones por minuto.
Entre los nombres de grandes maestros antiguos que compusieron bellas gavotas están los de Bach, Telemann, Graupner, Rameau y Händel; y entre los modernos, Prokofiev y Schönberg.
Cuando escuchemos la gavota de Praetorius, en la versión que ofrece Abonico (Collegium Terpsichore, director Fritz Neumeyer, 1960), pensemos en las palabras de Johann Mattheson (1681-1764), que advierte a los compositores y directores:
Su emoción es exactamente la de una real alegría alborozada […] Una propiedad legítima de estas gavotas es su carácter de salto, de ningún modo la carrera […] Me parece ver a esta gente de la montaña saltando por las colinas con sus gavotas.”
Y, ya puestos, fijémonos —ahora barro para mi terreno— en el solo de flauta dulce, que, con una sopranino —un diminuto instrumento de unos 25 centímetros de longitud—, interpreta Hans Martin Linde, destacado flautista en los años en que se hizo esta grabación.
¡Ea, comencemos este nuevo año en Abonico con “una real alegría”!