SECCIONES

viernes, 30 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (y 9)

Quiero contar ahora lo que más me gustaba del colegio. Me gustaba, ¡mucho, cómo no!, el recreo, al que salía corriendo, como mis compañeros, alborotando, chillando agudamente, algo que no me salía bien —lo de los chillidos agudos—, que no sabía hacer y disimulaba como podía. Todavía no había timbres en los centros educativos para avisar del comienzo y de la terminación de cada clase; en aquel había una campana, que, sobre todo, me gustaba escuchar cuando anunciaba la llegada del recreo o, mejor aún, el final de las clases y con él la salida a la calle para irte a casa: eran mis toques favoritos.
También me gustaba mucho durante las clases salir del aula para mirar la hora. Estaba deseando que la hermana, que tenía sus favoritos entre los alumnos, me eligiera y me lo pidiera. Y como no sabía interpretar la esfera del reloj (no sabíamos, pues éramos muy pequeños aún), cuando la monja me decía que fuera a mirar qué hora era, salía de la clase, llegaba hasta la gran escalera que daba acceso a la planta superior, me paraba ante el primer escalón, levantaba la cabeza y miraba bien el redondo reloj de pared situado al fondo, en lo alto del descanso en el que se bifurcaba dicha escalera; después volvía al aula y le decía a la monja: «la aguja grande en las doce y la pequeña en las dos», y ella ya sabía.
Muy de vez en cuando teníamos que lijar las mesas para adecentar el aula —la lija la llevábamos los alumnos— y ese día me lo pasaba muy bien, pues no dábamos clase; los chiquillos disfrutábamos con las distintas tareas: lijando, limpiando, ordenando...
Y me gustaba cuando, ocasionalmente (¿el Día de la Hispanidad?, ¿el del Domund?...), en compañía de otro par de niños, había que salir por el centro del pueblo a pedir dinero «por los negritos de África» con aquellas tres huchas de cerámica que representaban: la cabeza de un negro una de ellas, la de un chino, otra, y la de un indio piel roja, la tercera.   
Así mismo disfrutaba de la celebración de la gallineta, otro día grande, sin clase, en que salíamos del colegio e íbamos a un bonito paraje de las afueras del pueblo, llamado El Corazón de Jesús, y allí, entre los pinos, jugábamos y merendábamos bajo la vigilancia de las monjas.

viernes, 23 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (8)

Me costó mucho —así es como quedó en mi cabeza— aprender a hacer divisiones con varias cifras en el divisor; quizás no me costara tanto, pienso ahora que me conozco mejor; es posible que mi manera de ser me castigara ya entonces con ese pesaroso sentimiento, otro sinvivir más de aquellos tiempos. Al repartir el dividendo entre el divisor, ¿¡cómo podía saber a cuántas tocaba en cada caso si además debía de tener en cuenta las que me llevaba de antes!?; no había manera de estar seguro. Por eso, después, como docente, llegado el caso de enseñar la división, puse bastante empeño en facilitar su aprendizaje, con la intención de que mis alumnos no sufrieran por lo mismo.
Me recuerdo, en alguna ocasión, el primero en una fila, hombro con hombro con otros alumnos, colocados todos en orden junto a la pizarra, una hilera en la que avanzabas o retrocedías lugares según supieras contestar o no las preguntas que hacía la monja; de la materia preguntada no me acuerdo, pero sí de la presión soportada por querer mantener alguno de los primeros puestos. Ni como maestro he sido partidario de ese sistema, y pocas veces lo he utilizado.
Hubo una función de teatro escolar; ahora supongo que habría más de una pero recuerdo esa en concreto porque iba a participar como intérprete en ella; y me había estudiado bien mi papel, pero la vergüenza, el miedo —¡¿pánico escénico ya entonces?!— hicieron que, próximo el día de la representación ante el público, me echara atrás y tuviera que hacerlo otro niño en mi lugar. Ahora me pregunto cómo se solucionaría aquello, si es que el otro niño se había estudiado también mi papel o si se trataba de una intervención breve, sencilla, incluso insignificante..., no sé.
En aquel colegio de monjas no faltaban los actos religiosos, sobraban ya entonces para mí: misas, rosarios, rezos… ¡uff!; hasta el permiso para ir al aseo había que pedirlo religiosamente; tenías que decir: «por el amor de Dios, hermana, ¿puedo ir al váter?»; así exactamente había que pedírselo a la monja de turno, que no siempre te lo daba; mejor que le cayeras bien, porque de lo contrario te podía pasar como a un servidor, que tuvo que, in extremis, andarse listo y mear en una esquina del aula para no hacérselo encima tras repetidas peticiones de permiso fallidas.
Continuará.

viernes, 16 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (7)

Para las monjas eran muy importantes las copias de todo tipo, sobre todo las de escritura, los llamados «copiados», que hacíamos a diario hasta el aburrimiento, encabezándolos con destacados titulares muy ornamentados; al respecto, recuerdo todavía cómo solía adornar yo mis títulos: con dos volutas que arrancaban de ambos lados del texto que, centrado horizontalmente, encabezaba el copiado, dos volutas que se juntaban en un pico acorazonado debajo y en medio del título.
Importantes eran también las copias de los dibujos que acompañaban a los textos en los libros. Entre la copia del texto, la del dibujo, la caligrafía —que era otra copia— y unas cuantas cuentas —sumas, restas, multiplicaciones...—, tenías echada la jornada.
Sin embargo, no recuerdo haber hecho dictados, ni redacciones, ni haber realizado o escuchado lecturas interesantes, ni, menos todavía, que hubiera explicaciones atractivas de ningún tipo por parte de alguna de aquellas docentes religiosas. Aunque vuelvo a librar a las monjas de la exclusividad en este aspecto, pues, igualmente, apenas recuerdo en años posteriores dichas explicaciones en las «escuelas de arriba» (sería, pues, cosa de los tiempos). Sí, ¡perdón!, me acuerdo de que en estas últimas, las «graduadas», había un maestro... algo diferente, menos amigo de la violencia que el grueso de sus compañeros, un maestro que «hablaba» a sus alumnos y premiaba con muiques (muique → muy bien) los trabajos sobresalientes.
Continuará.


viernes, 9 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (6)

Al principio, con solo lápiz, sacapuntas y borrador, como llamábamos a la goma de borrar, hacíamos nuestros primeros trazos de escritura: líneas rectas, curvas, mixtas..., que para mí eran pobres e insignificantes palotes, rayas, rol·les… Posteriormente, me acuerdo de haber hecho mucha caligrafía, primero a lápiz, y después, ya más diestro, con una rústica pluma (un plumín insertado en un palillero) que tenía que introducir y mojar con mucha frecuencia en la tinta contenida en una diminuta botellita de cristal, un tintero de la marca Pelikan que, ya lo he dicho, no recuerdo si lo portábamos cada día los alumnos en la cartera o —y esto me parece más lógico— permanecía en el colegio hasta que había que reponerlo (en aquellas aulas no había pupitres; me acuerdo de unas mesas —cada una para dos niños— que no llevaban incrustado tintero alguno).
La caligrafía aparece en mi mente como una de las actividades más importantes del colegio, y recuerdo que su corrección por parte de la monja encargada de la clase me parecía demasiado minuciosa, y su calificación, en exceso rigurosa. Me fastidiaba que se me hiciera repetir, una y otra vez —«las que hagan falta», escuchabas decir—, una letra, una palabra, una frase… hasta conseguir el grado de perfección exigido.
Sí, aunque sin detalles, recuerdo lo que me molestaba el que por cualquier nimiedad —así me lo parecía— me obligaran a rehacer los trazos calificados como defectuosos, sobre todo teniendo en cuenta que, tras el pertinente período de tiempo haciendo la caligrafía a lápiz, pasabas a dibujar aquellas artísticas letras mojando a menudo la pluma en la tinta que contenía aquel peligroso tintero al alcance de tus manos, y al alcance de las manos de tu compañero de mesa, y al de las manos, brazos y cuerpos de los que pasaban por allí cerca pidiendo borrador o sacapuntas. No era tan raro que un roce, o un golpe, o un empujón… —dado con o sin intención— provocara que cayese sobre tu página alguna gota de tinta que diera al traste con tu costoso trabajo caligráfico; entonces, cuando esto ocurría, aplicábamos en primer lugar el papel secante, y después disponíamos de diversos medios para eliminar la mancha, entre los que recuerdo un muy cuidadoso raspado con cuchilla si ya tenías edad suficiente y te daban permiso para manejarla.
Continuará.

viernes, 2 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (5)

Así que estaba deseando poder desprenderme del cabás y tener una cartera, una buena y bonita, de cuero, como la de alguno de los niños mayores del colegio, o, mejor todavía, como algunas de las que exhibían los pocos jóvenes estudiantes de bachillerato que veía por la calle o en el coche de línea cuando iba a Murcia con mi madre, una cartera con diversos apartados, con correas y hebillas, incluso con cierre metálico y llave de seguridad. Aunque lo cierto es que, después, durante mucho tiempo, cuando tuve esas carteras —y fueron unas cuantas—, nunca alguna de ellas fue del todo de mi agrado; solo recuerdo una que sí, que me gustó y disfruté, pero eso fue cuando, tras muchos años, ya mayor, la compré yo mismo a mi entera y delicada satisfacción.
Y, por fin, tras los inicios como párvulo, con el detestado cabás de cartón y las pocas y pobres cosas que llevaba dentro, llegaron los tan deseados mejores tiempos de la cartera, que me gustaba mucho más, y que, además, llevaba en sus diversos apartados más enseres escolares que el cabás, y de más enjundia. Había en ella algún libro: Mis primeros pasos, al principio; la enciclopedia, después (en las monjas no utilizábamos la Enciclopedia Álvarez, usábamos la Nueva Enciclopedia escolar, de Hijos de Santiago Rodríguez); y siempre, el catecismo, que había que aprenderse de memoria aun sin saber muchas veces lo que decías; «¿qué es ser cristiano?»: «ser cristiano es ser hijo adoptivo de Cristo»; y tú te preguntabas: «¡¿adoptivo?!»).
También llevaba en la cartera alguna libreta y un estuche de madera de aquellos de tapa deslizante, de uno o, mejor aun, de dos pisos, y dentro de él un par de plumines y un palillero, los lápices, la goma, el sacapuntas…; y, muy importante, no debía faltar un trozo de papel secante para las manchas de tinta. Lo que no puedo recordar es si portábamos cada uno nuestro tintero o este permanecía en el colegio; sin embargo sí me acuerdo, y con claridad, de que cuando el lápiz se me quedaba pequeño, cortito, no lo quería, pero mi padre me obligaba a apurarlo a pesar de la rabia que me daba.
Continuará.