SECCIONES

viernes, 24 de febrero de 2017

Usnavy

—No sé dónde lo he leído u oído.
—¿El qué?
—Que la ocupación gringa tuvo tal impacto en Panamá que hasta el día de hoy uno puede encontrarse allí a gente llamada Usnavy.
—¿Y qué?
¡Hombre!, Usnavy es un nombre derivado de la U.S. Navy, que es, abreviado, el nombre de United States Navy, la Armada o marina de los Estados Unidos.
—¡Vaya!
—Como te lo digo.
—¡Increíble!
—No, lógico: a la estupidez por el camino de la ignorancia.
—¿Y si no es ignorancia?
—Peor todavía.

viernes, 17 de febrero de 2017

Funciones vitales

No es infrecuente la respuesta «graciosa» del individuo de turno cuando le dices que tocas la flauta dulce; es fácil que te conteste, preguntándote a su vez, que «por qué no la salada», o algo por el estilo. Y si en vez de decir que tocas la flauta dulce, solamente dices flauta, sin el adjetivo, el mismo tipo de individuo te puede preguntar, también «graciosamente», simulando extrañeza: «¿¡la de Bartolo!?», o, lo que casi es lo mismo: «¿¡con un agujero solo!?».
Escribo esto recordando que hace poco, finalizando el verano pasado, en la tertulia, Eustaquio y yo, con la coña pertinente, habíamos acordado —no sé cómo llegamos a este tema— que para el próximo día de reunión llevaríamos él la armónica y yo la flauta para interpretar algunas melodías y dedicárselas a los amigos presentes.
Así que para el día siguiente de tertulia yo había preparado —quería mostrar un poco de diversidad en tamaños y maderas— media docena de flautas en una mochila, aunque llegado el momento solo utilicé dos: una soprano de madera de boj y una contralto de palisandro.
Llegó la ocasión, pasamos el rato, tocamos algunas melodías, terminamos, recogí y metí en la mochila las flautas y otros menesteres para la ocasión, y... ya me iba cuando un cliente del bar en cuya terraza nos juntamos, ajeno totalmente a la tertulia, no sé cómo fue, quizás había estado observando de lejos, me preguntó por lo que llevaba en la mochila; le dije que al hombro llevaba algo para mí muy importante: flautas, unas cuantas, y añadí, para justificar su importancia, que eran de diferentes valiosas maderas, que me habían costado una buena pasta y que...; en vano traté de seguir dándole explicaciones, pues no me escuchaba; poco después de oír la palabra «flauta» me interrumpió preguntándome y haciéndome un guiño cómplice, con la sonrisa bobalicona del que se maneja a base de tópicos: «¿¡pero... de un agujero solo!?».
En casos así, la gente «fina» contesta, aunque sea mentalmente, también con frases hechas, como la que afirma que es inútil echar margaritas a los cerdos, o aquella otra que dice que no está hecha la miel para la boca del asno. Pero a mí, algo más tosco, me vino a la cabeza —y estuve a punto de abocárselo: me quedé con las ganas— algo así como «¿y tú..., además de comer y cagar, qué más haces?».
Hay mucha gente, una cantidad mayor de la que solemos considerar como normal, que ha venido —la han traído— a este mundo a cumplir con lo básico solamente: comer, cagar, dormir y, como decían mis amigos de Moratalla en mis tiempos de estudiante universitario, «el macho a la hembra». Dicho más seriamente, esas personas realizan, como seres vivos que son, y por supuesto que a su rudimentaria manera, lo que en biología llamamos funciones vitales: nutrición —que incluye la respiración—, reproducción y relación. Yo, para que rime, prefiero decir: «comer, cagar y... poco más».

viernes, 10 de febrero de 2017

Shine

Hace ya bastantes años que vi por primera vez Shine, una película muy premiada del director australiano Scott Hicks, protagonizada por un magnífico, y muy galardonado por ello, Geoffrey Rush. Me gustó mucho, pero me dejó muy mal cuerpo: las excesivas exigencias de un autoritarísimo padre llevan a la «locura» cuando es adulto a un niño prodigio del piano. Véanla, es muy «educativa».

Geoffrey Rush en Shine
Shine está basada en una historia real —a veces la vida supera toda ficción—, y el personaje de carne y hueso que inspiró el film es el pianista australiano David Helfgott (1947), que ha ganado seis veces la final estatal de la Competición Instrumental y Vocal de la ABC, considerada la competición de música clásica más prestigiosa de Australia no restringida a un solo instrumento.
El auténtico: David Helfgott
Helfgott, nacido en una familia judía de origen polaco, es conocido, además de por sus dotes pianísticas, por su perturbación mental, causada, como bien refleja la película, por las agobiantes exigencias de su padre, que terminan trastornando al joven.
Con su padre, Peter Helfgott
Ahora vive en Nueva Gales del Sur, Australia, con Gillian, su segunda esposa, ofreciendo conciertos en su casa. Entre sus intereses, además del piano, están —leo en la Wikipedia— los gatos, el ajedrez, la filosofía, el tenis, la natación y mantenerse en buena condición física: ¡no está nada mal!
David y Gillian
He seleccionado y cortado un fragmento de la película, un trozo que, desde la primera vez que la vi, me emociona cuando la revisito. En él el protagonista, necesitado de tocar el piano —con mono—, entra en una cafetería que dispone de uno ante el que se sienta para tocar; el gracioso de turno, que nunca falta en estos casos, pretende reírse del «trastornado», pero queda en ridículo, pues el aparentemente improvisado pianista deja a todos con la boca abierta interpretando El vuelo del moscardón, de Nikolay Rimsky Korsakov (un arreglo que hizo Rachmaninoff).
Sepan que el intérprete real es ni más ni menos que David Helfgott.




viernes, 3 de febrero de 2017

No era un cigarro

Recuerdo con cierta nostalgia el cine de mi infancia y adolescencia. De pequeño me gustaban sobre todo las películas del oeste, y me acuerdo de la importancia que tenía en ellas ser el más rápido a la hora de sacar el revólver, de la necesidad de desenfundar velocísimamente para sobrevivir. Y no se me olvida, no, lo que entonces me atraían un par de revólveres con sus correspondientes cartucheras en un cinturón canana.
Retienen mis neuronas nítidamente la imagen del par de colts del 45 que, siendo niños, lució un año —se los trajeron o mandaron de Venezuela, o los trajo él, no lo sé— Antonio el Venezolano. ¡Menudas pistolas! —ya digo, todavía las tengo en la cabeza—; parecían auténticos revólveres de pistolero profesional, como los que usaban los personajes de las pelis que tanto me gustaban.
También me acuerdo del follón que montábamos en el cine, pataleando en los escalones-asientos de madera del gallinero, situado detrás y por encima del nivel del anfiteatro, cuando en la película llegaban los «buenos» para salvar in extremis a la chica o a alguno de los compañeros del «valiente», que estaban en peligro: parecía que se iba a venir abajo el cine entero.
Igualmente me gustaban, mucho también, las películas de romanos —griegos, persas, romanos, cartagineses...— y sus, envidiados por todos los niños, forzudos (Maciste, Hércules, Sansón…). ¡Vaya musculatura! —recuerden, por ejemplo, al culturista Steve Reeves— ¡Menudos cuerpos! ¡¿Y los de sus mujeres, las protagonistas de esas películas?!... con sus peplums y mini peplums, que, además, cuando montaban a caballo, dejaban mucho más explícitamente al aire los muslos y lucían unas piernas que alteraban muchísimo al removido personal masculino. En el gallinero del cine era donde más se notaba eso, pues comenzaba el atareo en las zonas bajas de algunas cinturas.
Entonces, aunque estaba prohibido, se fumaba en el cine. Fácilmente se podía comprobar mirando desde la oscuridad de los asientos las abundantes volutas de humo enredadas en el foco de luz que salía de la cabina de proyección y llegaba hasta la pantalla, un mágico y maravilloso haz luminoso que transportaba los personajes de las películas. Y si estabas fumando y se acercaba el acomodador lo solucionabas escondiendo o apagando con rapidez el cigarro; aunque, créanme, no siempre salía bien; si te pillaban... podían... incluso echarte a la calle.
Cuentan al respecto que, estimulado por algunas de esas escenas «entonces verdes» de una película de la época, un mozo hormonalmente revolucionado, en el gallinero del Cine La Cadena, andaba bastante distraído dándose un masaje de desahogo. De pronto —él no lo vio llegar— se le acerca el acomodador con la linterna encendida y, creyendo que el joven está fumando, dirige el foco de luz hacia la mano en la que cree que sujeta el cigarro; el mozo, que no tiene tiempo para más, oculta rápidamente la mercancía bajo las manos. Manolo, que así se llama el acomodador, le dice que apague el cigarro. El mozo, tapando como puede «el asunto», contesta, tratando de ser convincente e implorando comprensión: «¡Manolo... que no es un cigarro!»; pero Manolo, incrédulo, insiste e insiste hasta que, tras repetidas demandas y amenazas, el mozo suelta lo que desde luego no es un cigarro y —según los más atrevidos en la narración de la aventura— le da, con lo que no es un cigarro, un golpetazo a la linterna, que, arrebatada de las manos del acomodador, sale volando por el aire.
Yo, hasta no hace mucho, había creído que esta anécdota del «cigarro» era una leyenda urbana más, mitad mentira y mitad embuste, pero no hace mucho he tenido la ocasión, en una comida que hacemos anualmente los jóvenes de aquella época, ahora ya bastante menos jóvenes, digo que he tenido la ocasión de preguntarle al individuo al que siempre he oído achacar la anécdota, y él mismo me la ha confirmado.
—¿Así que es verdad —le pregunté, ya en los postres, con el carajillo en la mano— lo que se cuenta de ti, lo del cigarro, en el cine?
—Sí —me contestó, sonriendo y asintiendo a la vez con la cabeza lentamente— totalmente cierto.
Desde entonces, cuando me lo encuentro muy de vez en cuando por el pueblo, le suelo recordar: «¡Manolo... que no es un cigarro!». Y él, buena persona, un hombre sano, me dedica una sonrisa cómplice.
Así que ya lo saben: es verdad, ocurrió, y no era un cigarro.