SECCIONES

viernes, 26 de abril de 2019

Gastando suelas

Publicado en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, Nº 186/ABRIL 2019
En mis caminatas callejeras, recientemente, ya comenzada la primavera, me he encontrado unas cuantas veces con un paseante bastante mayor que yo (para finales de mayo será nonagenario), un hombre al que, aunque somos paisanos y lo recuerdo de casi toda mi vida, solo conocía de vista y de oídas hasta hace poco, pero a quien saludaba con agrado cuando nos encontrábamos por las calles del pueblo, un lugar en donde hasta no hace tanto nos reconocíamos casi todos sus vecinos.
En uno de los últimos encuentros me ha dicho que se llama Pedro, y me ha confirmado su apodo, que yo sabía de antes: el Perichal. También me ha contado (sabe que puedo escribirlo y me dice que tome nota y lo haga) que todavía se toma de vez en cuando un buen vaso de vino, con unas patatas, a las que suele añadir un poco de sal y pimienta; le pregunto que cómo las prefiere, si cocidas o asadas, y me dice que ambas le gustan mucho.
Es un hombre de una envergadura física engañosa respecto de la cantidad de trabajo que, me dicen, ha desarrollado siempre; de apariencia corporal muy moderada, tanto de talla como de volumen, pero con bastante energía aún: despierto, agudo, vivo... (solo hay que ver cómo se expresa y cómo sonríe: la boca, los ojos… la cara), y con unos andares todavía ágiles para su edad (Aunque suele llevar gayao, me ha comentado que no lo necesita para las distancias cortas, pa ir a los mandaos a lugares cercanos a su casa).
Si en lo físico se le ve con cierta agilidad todavía, al observarlo detenidamente unas cuantas veces me ha parecido que sus funciones mentales se mantienen en mejores condiciones aún; para comprobarlo es suficiente con escuchar atentamente la coherencia, los detalles… la lucidez de su discurso cuando te cuenta algo.
Como he dicho, últimamente me lo he venido encontrando por la calle con relativa frecuencia, y ya va un par de veces que me ha abordado y, sonriente, me ha dicho:
¿Qué, gastando suelas?
Sí —le he contestado en las dos ocasiones, y en la última, una mañana muy reciente, se me ocurrió añadir que, a pesar de su edad, él no se quedaba atrás, que yo también lo veía con frecuencia gastando suelas.
No me queda otro remedio —me respondió—, el médico me ha dicho que tengo que andar mucho.
¿Cuántos años tiene usted? —le pregunté, extrañado de su viveza en el paso y de su energía en el habla también vivaracha.
¡Casi noventa!: el veintiocho de mayo los hago.
Pues… son muchos; se mantiene usted muy bien para tener esa edad.
Y a partir de ahí fue ya casi un monólogo, porque, como explicación, me detalló (de un tirón, con apenas espacios para respirar, como si temiera ser interrumpido) todo lo que le había dicho el médico, y cómo él, hasta donde podía, trataba de hacerle caso, gracias a lo cual «me encuentro todavía regular».
Es que me esfuerzo mucho por hacer lo que me mandó el médico, el doctor Sempere, aunque ahora me lo han cambiao, que me dijo que tenía que andar todos los días, y cuando le pregunté cuántas horas tenía que echar al día me contestó que veinticinco; yo le respondí que el día solo tiene veinticuatro, y él me dijo que precisamente por eso tenía que echar una hora extra cada día: «la chorrá».
Ahora me explico por qué está usted tan bien —logré intercalar en su discurso, aprovechando una pausa suya para respirar y poder continuar su dicharachera charla.
El médico me dijo que quemara el sofá —continuó, animado tras la toma de aire— y yo le contesté: «es que me gustan mucho las películas del oeste, doctor Sempere», y él me respondió «pues véalas usted en una silla, y cuanto más incómoda, mejor»; y tenía razón el doctor, porque cuando las veo en el sofá, luego no me puedo levantar, mientras que de la silla estoy deseando mover el culo —concluyó con humor, dando por terminada su aclaración.
Así que me despedí de Pedro y seguí mi camino, tratando de ordenar en mi mente lo visto y escuchado, con la idea de escribir este artículo. El título ya lo tenía: «Gastando suelas».

viernes, 19 de abril de 2019

50 años por medio

He aquí dos fotografías, y en ambas, separadas en el tiempo por cincuenta años, Vicente Carlos y yo. Y la pregunta que me viene a la cabeza al contemplarlas tras el paso de ese en absoluto inocuo medio siglo es: ¿Los protagonistas somos las mismas personas en una y otra foto?

¿¡Las mismas personas!?: sí y no. Aparentemente, sí, los de ahora somos los mismos Vicente Carlos Campillo y Pepe Abellán de entonces; solo hay que mirar con atención algunos de nuestros rasgos faciales en una y otra foto para comprobarlo. Pero realmente no somos las mismas personas. Cada uno de nosotros, en la actualidad, no es el mismo que era en aquellas fechas de la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo pasado, pues no en vano han transcurrido —rápidos, lentos…— cincuenta años, con sus consecuencias, sus secuelas, sus estragos a veces, y, ¡claro!..., sin duda, de alguna manera, somos otros, otro Vicente Carlos Campillo y otro Pepe Abellán.
Desde un punto de vista científico se puede decir que prácticamente ninguna de las células que conformaban nuestros tejidos, nuestros órganos, nuestro cuerpo de aquellos años, ninguna de las que había en cada uno de nosotros entonces, permanece en el mismo organismo ahora.

Los años pasan, la vida te va presentando sus facturas —muchas de ellas, tus fracturas—, una tras otra, incluso a veces agrupadas, y en cada uno de nosotros no permanecen —por lo menos no con exactitud ni en igual medida— los mismos deseos y aspiraciones, los mismos sentimientos, emociones, preocupaciones... las mismas ideas de antaño; seguro que los grados de felicidad, los momentos de su aparición y los factores que la propician, tampoco son los mismos ahora que entonces. Hace cincuenta años, Vicente y yo teníamos toda la vida por delante, un largo camino que recorrer; y ahora, por delante… ¿qué tenemos?: el final de ese camino, casi a la vuelta de la esquina.

 

viernes, 12 de abril de 2019

Represión y terror

«En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Burgos, 1° de abril de 1939. El Generalísimo Franco. 
 
Último parte de guerra
Y, tras el final de la guerra, a partir de entonces… el horror para los republicanos, para todo aquel que, según los rebeldes contra la democrática República, fuese «desafecto al régimen» —¡al régimen franquista, claro!—, para todo aquel que no fuese de alguna manera partidario de la, otra vez según los rebeldes, «cruzada».
«Se veía venir», podrá pensar quien conozca lo acaecido en aquellos años en que transcurrió nuestro enfrentamiento incivil. Bueno… cuesta creerlo, pero con lo sabido hoy se puede decir que uno de los objetivos que se plantearon los militares golpistas para atajar, inutilizar, minimizar… la resistencia republicana y garantizar el éxito de «su» Glorioso Alzamiento Nacional contra el régimen republicano, fue el de sembrar el terror.
Algunos botones de muestra
El 24 de junio de 1936, antes del comienzo de la rebelión militar, el general Emilo Mola Vidal, uno de los jefes sublevados —«el Director»—, envía al general Yagüe (compañero de rebelión y tristemente recordado por la matanza de Badajoz) unas instrucciones, entre ellas que:
El movimiento ha de ser simultáneo en todas las guarniciones comprometidas y, desde luego, de una gran violencia.
Pasa casi un mes y, el 19 de julio, recién iniciada la rebelión, Mola dice a un grupo de alcaldes en Pamplona, instruyéndolos para el levantamiento:
Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación. Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular, debe ser fusilado.
Pocos días después, el 31 de julio, la prensa francesa publica que Indalecio Prieto ha sido elegido por el Gobierno de la República para que negocie con los militares rebeldes; y ¿cómo responde Mola?:
¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta Guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España.
El 1 de octubre de 1937 (un año después de ser investido Franco como Jefe del Estado con todos los poderes, y por ello Día del Caudillo a partir de entonces), Juan Yagüe Blanco —el general instruido por Mola, el de la «hazaña» de Badajoz, recuérdese—, otro de los cabecillas sublevados, dice en San Leonardo (Soria):
Y al que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la cárcel o al paredón, lo mismo da. Nosotros nos hemos propuesto redimiros y os redimiremos, queráis o no queráis. Necesitaros, no os necesitamos para nada; elecciones, no volverá a haber jamás, ¿para qué queremos vuestros votos?
¿Y Franco? ¿Se manifiesta en algún sentido sobre este asunto? Sí, claro que sí. Francisco Franco Bahamonde, «Caudillo de España por la gracia de Dios», dice que:
En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje al país infectado de adversarios.
Y con ocasión de una entrevista que le hace Jay Allen, periodista del Chicago Daily Tribune, el enviado por Dios se expresa con claridad inequívoca al respecto:
Franco.— No habrá compromiso ni tregua, seguiré preparando mi avance hacia Madrid. ¡Avanzaré! Tomaré la capital. Salvaré España del marxismo, cueste lo que cueste.
Allen.— ¿Eso significa que tendrá que matar a la mitad de España?
Franco.— Repito, cueste lo que cueste.
Pero… ¿Y la iglesia? Algo tendría que decir la iglesia, ¿no?, en algún sentido se manifestaría alguno de sus más altos representantes. Pues… efectivamente, el cardenal primado de España, Isidro Gomá, el 28 de junio de 1938, se expresa en unos términos que no admiten la menor duda sobre su pensamiento y el de buena parte del clero:
Efectivamente, conviene que la guerra acabe. Pero no que se acabe con un compromiso, con un arreglo ni con una reconciliación. Hay que llevar las hostilidades hasta el extremo de conseguir la victoria a punta de espada. Que se rindan los rojos, puesto que han sido vencidos. No es posible otra pacificación que la de las armas. Para organizar la paz dentro de una constitución cristiana, es indispensable extirpar toda la podredumbre de la legislación laica.
Conocido de sus propias bocas, en sus propias palabras —por pequeño que sea el muestreo—, lo que predicaban los instigadores y altos representantes del que, según Alberto Reig Tapia (La crítica de la crítica, Siglo XXI), ni fue «glorioso», ni «alzamiento», ni mucho menos «nacional», ¿a quién extraña, entonces, que tras acabar la guerra se mantuviera la «atmósfera de terror» que el Director de los sublevados había pedido propagar el 19 de julio de 1939?