SECCIONES

viernes, 25 de agosto de 2017

¡Coño!, ¿¡tú eres...!?

Contaba Gustavo Romera, un moratallero amigo con el que compartí piso de estudiantes en Murcia, que, para ayudarse en el pago de sus estudios, un verano había ido a Francia, a trabajar en la vendimia, algo, por lo visto, muy normal, muy arraigado en su pueblo.
Referente a esto de la vendimia francesa, leo [Carmen Bell Adell: «Demografía», en Historia de la Región Murciana, vol. ix, La Época Actual (1909-1975)] que «El caso de Moratalla es quizá el más significativo: año tras año, en el mes de septiembre, el pueblo queda casi vacío; familias enteras se trasladan al vecino país para suplir en parte el elevado número de horas en paro al que se ven sometidos gran número de sus habitantes». Un poco más adelante dice —aunque ahora no se refiere a las gentes de Moratalla, sino a los murcianos en general— que «Los estudiantes suman el 2,6 %», un porcentaje que en Moratalla, por lo leído más arriba, sería mayor.
Decía Gustavo que al llegar, de madrugada, a la población de destino, sus compañeros de viaje le pidieron que, puesto que él chapurreaba el francés porque lo estaba estudiando en la universidad —Románicas—, bajara del coche, se dirigiera a un señor que a esas primeras horas de la mañana estaba, manguera en mano, regando la calle, y le preguntara por dónde caía la dirección que buscaban. Y eso hizo el joven: bajó del coche, se acercó al buen hombre y...
Bon jour —dijo mi amigo con su mejor francés académico.
Bon yur —contestó el hombre de la manguera, algo menos académicamente, mientras se giraba para ver quién le estaba preguntando; y al ver a Gustavo añadió, muy sorprendido, al tiempo que se le iluminaba el rostro de alegría— ¡Coño!, ¡¿tú eres nieto del tío José Romera?!
—Sí —contestó el joven, un poco aturdido por la sorpresa, pues en efecto era nieto del tío José Romera, así que repitió —sí, soy su nieto.
—¡Pero, hombre!, si yo soy fulano, de allí, de Moratalla —añadió el de la manguera—, tú no me conoces pero yo fui muy amigo de tu abuelo, ¡si yo te contara!
Y le contó, ¡vaya si le contó!

viernes, 18 de agosto de 2017

¡No parece mi papá!

El padre de familia lleva barba desde hace muchos años. Muy pocas veces se la ha quitado y cuando lo ha hecho le ha costado acostumbrarse —realmente no se ha acostumbrado— a la nueva cara que el espejo le ha devuelto reflejada. Otras veces ha pasado de barbudo a «perillán», incluso ha alternado sucesivamente, indeciso, barba y perilla. Pero lo habitual desde hace décadas ha sido su imagen con una barba a la que se acostumbró de joven y de la que le cuesta y no piensa por ahora desprenderse.
Está ese padre un día de hace ya muchos años recortándose la barba frente al espejo del cuarto de baño, cuando de pronto le da un arrechuzo y piensa en afeitarse: «¿me la quito?»; pensado, repensado y... manos a la obra: primero hay que recortarla con las tijeras para, después, una vez cortita, pasar a afeitarla con la cuchilla.
Recién acaba de comenzar la faena ve, reflejado en el espejo, en un lateral, cómo lo mira extrañado, asomándose por la puerta abierta del cuarto de baño, el menor de sus hijos, que, todavía pequeño, nunca ha visto a su padre sin barba. Muy observador desde chiquitín, el niño se queda mirando y en los minutos siguientes va y viene rápidamente, como nervioso, unas cuantas veces, siempre en silencio y observando con interés. Ya al final de la operación de afeitado, tras el enjuagado final de la cara y los últimos retoques de limpieza total, el chiquillo sale corriendo, llega hasta la habitación donde está su madre y, muy admirado, con bastante entonación, exclama:
«¡NO PARECE MI PAPÁ!»

viernes, 11 de agosto de 2017

¡Qué mal hablas!

—¡Qué mal hábrahh!
—¡Anda que tru!
***
—A la gente de Murcia, a mucha, le cuesta quitarse de encima el complejo de que habla mal, supongo que más aun cuando se compara con las gentes de otras hablas, como las de las dos castillas, y más concretamente, creo, con los castellanos del norte, que son los que tienen fama, sobre todo entre gente ignorante, de hablar bien, de hablar «el mejor castellano», «el mejor español».
—¿Por?
—Porque muchos murcianos confunden hablar bien con hablar con eses, cuanto más silbantes, mejor. Ya de niño, cuando un servidor iba al colegio de monjas que había en el pueblo, mis oídos detectaban con admiración, en las individuas que lo regentaban, algo especial, como más educado y brillante: eran esas eses.
—¡Claro! Eh que loh murcianoh hablamoh sin eseh.
—Sin eses, no. Lo que he oído decir con demasiada frecuencia, y me molesta, es que nosotroh, loh murcianoh, somoh muy brutoh, hablamoh muy bahto, muy mal; y se lo he oído decir a murcianos avergonzados porque no pronunciamos determinadas eses o nos comemos algunas erres o… También es frecuente que muchos de esos murcianos, a continuación de sus lamentaciones, añadan que quienes mejor hablan son los de Valladolid: «esoh sí que son finoh y hablan bien», añaden.
—¿Los de Valladolid?
—Sí, los de Valladolisss son muy fisnos —perdona que exagere mi articulación—, aunque ellos prefieren llamarse de Valladolizzz.
—¡Vaya!
—Sí, justamente los de tráemele que me le coma, los de dala una palmada a la niña en el culo. Mira, en tiempos de la EGB, hubo una maestra en mi colegio que decía que ella era de Valladoliz y que daba clase en oztavo curso.
—Entonces… ¿los de Valladolid no hablan un buen español?
—Pues… unos sí y otros no, creo yo. Mira lo que opinan los del Instituto Cervantes (Las 500 dudas más frecuentes del español, Espasa Calpe, 2013, pág. 18) sobre quiénes hablan mejor español en nuestro país (el resaltado en negrita, menos el de la pregunta inicial, lo he añadido yo):
¿Dónde se habla el mejor español?
No hay ningún país ni región ni ciudad del que se pueda decir que en él se habla el mejor español; ni siquiera se puede decir que en una zona se habla mejor o peor que en otra. Al menos desde un planteamiento riguroso o científico. De hecho, para poder responder adecuadamente a esa pregunta habría que comenzar estableciendo qué se entiende por «el mejor español». Si el lenguaje es básicamente un instrumento para la comunicación, en cada lugar la lengua sirve adecuadamente para que los individuos de esa sociedad se comuniquen entre sí, de modo que los usos que han ido creándose en cada comunidad son los que mejor sirven para los propósitos comunicativos de sus individuos.
Diferente es la perspectiva si atendemos a cómo usan las personas el idioma. En este caso, es evidente que no todos se comportan de la misma manera, ni son igualmente conscientes de la importancia de esta herramienta de comunicación, ni tienen la misma sensibilidad ante ella ni sobre los efectos que su uso puede tener sobre los demás. Por ello, sí es posible decir que un hablante se comunica mejor que otro, que se expresa mejor que otro, que emplea el lenguaje mejor que otro, en definitiva.
La pregunta, por tanto, no es «dónde» se habla mejor sino «quién» habla mejor. El mejor empleo del lenguaje suele ir asociado con el interés personal y también con la formación individual. Y, en este sentido, el modelo de habla considerado culto se sitúa por lo general entre las personas mejor formadas, las que mejor conocen los recursos idiomáticos y las que mejor se sirven de ellos: escritores, periodistas, profesores, etc.
—¡Menuda aclaración!
—Entonces... ¿está claro?
—Sí, eso parece.
Pueh… ¡ya ehtá!

viernes, 4 de agosto de 2017

Aponarse

De niño escuchaba «¡atí, qué fati!» o «¡vaya fati!», expresiones con las que mucha gente solía referirse a cualquier persona gorda o, sobre todo, muy gorda (el término venía de un popular personaje del cine mudo; del inglés fat, que significa grasa, grasa corporal, gordo; de ahí el adjetivo fatty, aplicado a la persona que está gorda, con exceso de grasa).
Y no era infrecuente escuchar a continuación de lo de fati, como previendo un desastre: «¡si sigue así se le van a juntar las mantecas!» o, más directo y breve —no era necesaria la introducción—: «se le van a juntar las mantecas»; estas frases se pronunciaban augurando la muerte del obeso, una muerte que yo, tierno todavía, presentía atroz, por amontonamiento de masas gelatinosas grasientas.
La expresión «juntársele a alguien las mantecas» no es exclusiva de aquí; el diccionario de la Real Academia se refiere ella como una locución verbal coloquial que indica «estar en peligro de muerte por exceso de gordura».
Nunca entendí entonces qué era eso de «juntarse las mantecas», y menos aún lo de que alguien pudiera morir porque ello ocurriera, porque se le juntaran. Cuando escuchaba la expresión, me imaginaba que las blancas y rugosas grasas de un lado del cuerpo (había visto lo que le extraían a los cerdos en las matanzas) se expandían hasta chocar y unirse con las del otro lado también en expansión; ¿y entonces?, pues eso, el fin, la muerte.
Entre los personajes del pueblo a quienes podías oír calificar de esa guisa,  aplicándoles expresiones como las de los párrafos anteriores, recuerdo uno en especial; pesaba —llegó a pesar— ciento ochenta kilos, y para moverse de un lugar a otro necesitaba algo en qué apoyarse; yo lo conocí con bastón en espacios interiores y con una ligera motocicleta por la calle aunque se desplazara andando.
Con los años, escuché que nuestro fati contaba, con cierta gracia, cómo le había ido en un par de consultas que hizo al médico que lo trataba.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntaron los amigos tras la primera visita.
—¿Que qué me ha dicho?, que... si sigo así... me apono —contestó con cara de resignado por lo que de tal pronóstico se derivaba.
Y es que, en murciano, aponarse significa agacharse, ponerse en cuclillas; y no había que ser muy espabilao entonces para saber lo que quería decir la expresión «que... si sigo así, me apono»; quería decir que si nuestro personaje seguía con tan exagerado sobrepeso, este terminaría venciéndolo y sus piernas no podrían soportarlo: se aponaría, terminaría agachado, acuclillado.
Según su relato, el doctor lo puso a régimen y le dijo que volviera a la consulta unos meses después, para ver qué tal le iba. Él, advertido seriamente, así lo hizo.
—¿Qué te ha dicho el médico esta vez? —le volvieron a preguntar los amigos tras esta última visita.
—¿Que qué me ha dicho? —le gustaba esa expresión—; cuando me ha visto entrar en la consulta no ha necesitao reconocerme, ni siquiera preguntarme cómo me encontraba; imaginarse cómo me habrá visto para tener que decirme: «¡ande, váyase usted y que le haga su mujer un cocido con pelotas, que tiene muy mala cara!». 
A grandes males, grandes remedios. Así parece que acabó el régimen.