SECCIONES

viernes, 28 de septiembre de 2018

A cántaros

Antes del agua corriente en el pueblo, la «que corre» por mangueras y tuberías y sale por los grifos, y antes también de la construcción del aljibe que tan buena agua potable almacenaría para el consumo familiar en casa de mis padres, Juan el Pilaro era el aguador que llenaba y rellenaba periódicamente las tinajas que había en aquella vivienda cuando yo era niño, agua que este hombre transportaba con parsimonia rutinaria en unos cántaros que alguna vez le vi llenar en una de las pozas de una acequia que hay en las afueras del pueblo, unos cántaros que llevaba —acarreaba, nunca mejor dicho— hasta las viviendas de quienes se lo encargaban, en un carro hecho ex profeso para ello, que consistía en una parrilla horizontal de madera con una veintena de huecos con forma de cuadrícula en los que se insertaban los recipientes de barro, un vehículo del que tiraba con visible desgana un burro más que harto.
Recuerdo la vestimenta de aquel hombre ya mayor para mis años de entonces, y sobre todo retiene con claridad mi memoria sus pantalones grisáceos con grandes refuerzos a base de enormes remiendos, siempre con los laterales exteriores de las perneras mojados por el roce de los pesados y chorreantes cántaros cargados de agua hasta el gollete, de tal manera que el líquido rebosaba debido al movimiento provocado por el dificultoso andar con uno en cada mano.
Lo estoy viendo ahora mismo, mentalmente, con un cántaro a cada lado del cuerpo, bamboleante en el esfuerzo, atravesando el almacén del comercio de mi padre en dirección a las tinajas situadas junto a una de las puertas que daban al patio.

viernes, 21 de septiembre de 2018

¡Pa que lo rompas!

Pocos días después de la muerte de Gabriel García Márquez, estando disfrutando de un relajante baño en una piscina de aguas termales, me encontré con uno de mis paisanos más adinerados. (Lo de adinerado va de pasada pero viene a cuento.)
Recuerdo, aunque no sé cómo surgió el tema, que le comenté:
Ha muerto García Márquez.
Yo no tengo tiempo para leer —contestó en tono de disgusto, como lamentando la falta de tan preciado tesoro (¿tiempo, lectura...?).
***
Cada vez que me argumentan lo de la falta de tiempo para leer, cada vez que me ponen esa excusa, no puedo evitarlo, me altero un poco y tiendo a sacar las uñas, unas veces con más prudencia que otras. Y después suelo arrepentirme.
A lo largo de los años he oído a mucha gente utilizar argumentos de diversos tipos que realmente son pretextos para justificar que no lee, para tratar de explicar el porqué de la ausencia de la lectura en su vida. Entre los argumentos utilizados pretendiendo dicha justificación creo que los más usados son tres, que voy a colocar en orden de mayor a menor importancia debida a su uso, siempre según mis nulas recopilaciones estadísticas y mis pobres pero arteramente sagaces observaciones:
«No leo porque no tengo tiempo»
«No leo porque los libros son caros»
«No leo porque no me gusta»
El primer pretexto, «no leo porque no tengo tiempo», es quizás la razón argumentada más escuchada por la que mucha gente dice que no lee; también, desde mi punto de vista, es la más falsa, pues esa gente, toda la gente, tiene tiempo, algún tiempo, para lo que de verdad quiere, para aquello que considera importante en su vida, como, por ejemplo —y pienso en mi paisano rico—, ganar [mucho] dinero. Muy al contrario, conozco a alguien que dice no tener tiempo como para perderlo ganando dinero.
El segundo pretexto esgrimido, «no leo porque los libros son caros», puede tener algo de cierto, sobre todo para algunas estrechas economías, pero también son caros, y algunos bastante más que los libros, otros productos, muchos de ellos no necesarios (o menos importantes, incluso perjudiciales, como el alcohol y el tabaco) y sin embargo se compran hasta por muchas de esas economías más apretadas. 
Hubo en otro tiempo un paisano —ya no vive— que me pedía bastantes libros prestados, novelas policiacas sobre todo; recuerdo haberle dejado unas cuantas de Georges Simenon, de las del comisario Maigret, que estaban entre sus preferidas. Sin embargo, me decía aquel individuo que él no podía gastarse el dinero en «papel» —refiriéndose a los libros—, que era algo superior a él, que le dolía la barriga si lo hacía; precisamente —pensaba yo— en ese papel que con cierto encarecimiento me pedía a mí en préstamo.
Y el tercer pretexto, «no leo porque no me gusta», es el que más se ajusta a la verdad; y a esta argumentación, si veo que mi interlocutor se presta a ello, suelo contestar —y recibir por ello una mirada extraña—: «no te gusta leer porque no tienes las herramientas suficientes para disfrutar de la lectura», una respuesta que significa lo mismo pero más suave —pienso aunque no lo diga— que decir: «no te gusta leer porque no sabes».  
En mis clases, he leído a menudo para mis alumnos; lo he considerado una buena forma de «sembrar». A ellos también les ha gustado mucho que les lea; tanto, que a menudo he tenido que hacer con ellos un pacto de periodicidad lectora: una lectura cada equis tiempo, aunque ellos me lo han continuado solicitando más a menudo, sin respetar los plazos. Pues bien... esas mismas historias que con pasión seguían cuando yo les leía, no las disfrutaban si eran leídas por ellos.
Hoy quiero traer aquí otro pretexto que en una ocasión vi utilizar como excusa para no comprar libros, uno muy peculiar que escuché no hace mucho y que nunca antes había visto esgrimir. Andaba yo husmeando en las estanterías de una librería del pueblo cuando vi entrar en el local a una joven mamá empujando un carricoche en el que llevaba un niño pequeño ma non tanto; al poco, escuché esta brevísima conversación entre ambos:
Mama, cómprame un libro —pidió el niño.
¡Sí, pa que lo rompas! —contestó con muy mala sombra la madre, dejando zanjada la cuestión.
Pero no crean que me sorprendió tanto. No. Resulta que conozco a la chica de cuando era niña; fue alumna mía y les puedo asegurar que, por ello, no me extrañaron su negativa a comprarle el libro al niño y su tono desabrido (esaborío dicen todavía algunos de mis paisanos), su mala folla, o mala follá. Todo lo contrario, su actuación me pareció congruente con lo que yo conocía de ella. Lo que sí me sorprendió, por original, fue la respuesta: «¡Sí, pa que lo rompas!»
Por cierto, después, en más de una ocasión, la he visto «disfrazada» de nazarena en la procesión del domingo de resurrección, con una buena sená de caramelos y otras chucherías para repartir entre el público, unos dulces cuyo importe se me antoja mucho más costoso que un libro para su hijo.
Compadezco a los que no leen; sólo tenemos una vida y la literatura te ayuda a entenderla antes de irte para siempre. (Cees Nooteboom, citado por Julio Llamazares en El País, 18-11-2017).

viernes, 14 de septiembre de 2018

Lo siento

Ha venido a verme Mariano Durán, que lo hace de vez en cuando, aunque…, la verdad, me gustaría que menudeara más sus visitas, porque disfruto —disfrutamos: la familia al completo— de su compañía, de su conversación: música, cine, literatura, política, pedagogía, deportes... lo que nos echen.
Nada más llegar, bromeando, me dice que no le contesto los comentarios que me hace en Abonico. Y yo, muy cargado de razón, me doy prisa en asegurar que suelo responder cada comentario que me llega al blog, y que estoy seguro de que él no ha hecho ninguno en los últimos meses (ni él ni nadie, caigo en ese momento). Me dice a continuación que ha hecho más de uno; y yo, erre que erre, que no ha habido comentario alguno desde hace tiempo; así que… a comprobarlo.
Bueno… pues resulta que sí, que hay en Abonico un par de comentarios marianos de los que no he tenido noticia hasta ahora. Y es entonces cuando me acuerdo de que no hace mucho la empresa en la que publico el blog me ha preguntado si quiero recibir notificaciones inmediatas de cualquier comentario en él, cosa que me ha extrañado porque me los estaban notificando ya anteriormente. Por lo visto, esta autorización para que se me avise de los comentarios ha estado desactivada —no sé por qué— durante algún tiempo —no sé cuánto—, y yo, ignorante, he estado creyendo durante meses que nadie comentaba los artículos, algo que —por otro lado, lógico en alguien no muy optimista— no me extrañaba tanto. 
Después he comprobado que, como Mariano, otras personas han realizado en los últimos meses algún comentario en el blog, y supongo que, tras mi silencio, habrán pensado que no les he querido responder. No ha sido así. Lo siento. En lo sucesivo trataré de estar más al tanto para que no vuelva a ocurrir.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Cura sana

He padecido —y padezco— desde que me recuerdo como niño lo que después, avanzada ya mi edad, supe, de labios de un famoso oftalmólogo, que eran —son— «jaquecas oftálmicas», que en mi niñez se manifestaban —ahora lo hacen de manera distinta— primero con unas «lucecitas» en la visión, seguidas de dolor de cabeza y, posteriormente, de vómitos. Y al principio, muy niño todavía, cuando sentía llegar sus primeros síntomas, los visuales, me refugiaba en los brazos de mi madre, que me acogía, me tomaba en su regazo, me arrullaba..., me protegía con su gran cuerpo y me calmaba con su enorme cariño, su amor maternal.
«Una madre para cien hijos, sí; cien hijos para una madre, no»
Esta frase «suya» siempre la entendí, pues ¡menuda pedagogía! Así te explicaba ella, con estas pocas palabras y de esa manera tan directa y sencilla, lo que vale una «buena» madre para sus hijos.
Mi mamá, como la mayoría —de las de antes y de las de ahora— tenía remedios para toda malura (o malencia, que de ambas formas podía denominarse entonces), desde un insignificante granito de nada hasta el dolor y la enfermedad más graves. Y, normalmente, acompañaba la aplicación de esos remedios con una «letanía», un rezo, a veces un tipo de «cura sana culico de rana...» que en algunas ocasiones bien podía terminar diciendo, en broma, con rima y todo, «si no cura hoy, curará mañana». Y... solucionado. Bueno… o casi.
Cuando se trataba de una pequeñez, de una cosa de nada, por ejemplo un granito, solo con pasar la mano o con aplicar con el dedo un poco de saliva era suficiente; supongo, claro, que influía el cariño con el que ella lo hacía. Si era una picadura de mosquito, te clavaba una de sus uñas —la del pulgar de la mano derecha—, pero, ¡ojo!, dos veces y en forma de cruz, con lo cual solucionaba «religiosamente» el problema.
Solo cuando la gravedad del asunto era mayor, mi madre sacaba la artillería pesada; entonces recurría a la infalibilidad de la ayuda de un santo del que era muy devota, el Padre Damián, el apóstol de los leprosos, cuya imagen —hábito blanco, crucifijo en la mano— mantengo todavía con bastante claridad en la mente gracias a una estampa que, repetida y a veces de buen tamaño y enmarcada, frecuentaba las paredes y los cajones de los muebles en la casa de mi infancia.
Llegado el caso grave, continúo, mi madre me pasaba suave y continuamente, incansable, la estampa del Padre Damián por la zona enferma (por ejemplo, recuerdo en alguna ocasión, el pecho); posiblemente acompañaría la acción, como he apuntado antes, con algún rezo, letanía, retahíla religiosa... (no lo recuerdo, quizás porque lo hiciera mentalmente o en voz muy baja), y la curación, aunque no fuera inmediata, llegaba, seguro que llegaba. Podría ser, para los incrédulos, eso que ahora llamamos efecto placebo.
¿Y si no llegaba...? ¡Bueno...!, pues... el hombre propone y Dios dispone, o... Dios escribe recto con renglones torcidos, o... los caminos del Señor son inescrutables, o..., en definitiva: Él tiene sus razones para todo, ¿quiénes somos nosotros para poner en tela de juicio sus decisiones?
Quien no se conforma es porque no quiere.