SECCIONES

viernes, 2 de diciembre de 2016

Los reptiles

Al terminar los tres cursos de Magisterio del plan de estudios que Antonio seguía, había que superar un examen de reválida, y en él, entre las pruebas a las que tenía que someterse para, ya por fin, obtener el título de maestro, había una que consistía en explicar, ante tribunal, a un grupo de niños traídos desde la escuela aneja a la Escuela de Magisterio, una lección, un tema de libre elección por el examinando aspirante al título. El tribunal escuchaba la explicación y observaba las dotes pedagógicas del revalidante, hacía su valoración y lo puntuaba. Si la calificación era positiva, ya era maestro, si no, pues... a repetir la prueba en la siguiente ocasión.
Los niños, traídos ex profeso para la ocasión, resabiados por la costumbre, antes del  examen y fuera del aula, solían buscar a quienes se iban a examinar, para pedirles dinero —cinco duros—, y ello a cambio de la promesa de permanecer muy formalitos —quietos, callados y atentos— durante la explicación. Si el aspirante al título se negaba a darles las veinticinco pesetas, le decían que se harían los distraídos, que no prestarían atención, con lo cual, posiblemente, él quedaría mal ante un tribunal totalmente ajeno a estas maniobras. Antonio no quiso pasarse de listo y pagó religiosamente el canon reglamentario.
Para su exposición eligió un tema que había visto utilizar con éxito a otros compañeros: Los reptiles. Su explicación, con la intención de llamar la atención de los alumnos, comenzaba hablando de los indios. Primero, algo desganado, dibujó, como mejor supo, un fuerte de los que salen en las películas del Far West americano; frente al fuerte, camuflados y arrastrándose para no ser vistos, esquematizó lo mejor que pudo a los indios, con sus cintas y sus plumas en la cabeza. Mientras hacía esto pensaba lo que habría podido escuchar de sus ocasionales alumnos —los había visto actuar alguna vez— si no hubiera satisfecho el pago: seguro que algo por el estilo de… “¡otro con los indios, ya tenemos otra vez los reptiles!”, dicho con aire de insoportable aburrimiento.
Hecho el dibujo, Antonio, un poco más animado por el silencio expectante de los niños, comenzó con su “original” explicación, planificada en forma de diálogo:
—¿¡Habéis visto cómo los indios se arrastran para no ser vistos por los soldados del fuerte!? —preguntaba, bajando la voz, tratando de contagiar interés y esperando un sí eufórico aunque sospechoso y garantizado por el pago previo de la extorsión.
—¡Sííí —contestaron los niños con la ilusión que facilitaban los cinco duros invertidos para ello.
—Pues… —continuaba Antonio, ya crecido por el buen “sííí” escuchado— igual que los indios, hay animales que también se arrastran, que... —breve pausa y gesto para resaltar la siguiente palabra— ¡reptan!; pero ellos no lo hacen para no ser vistos por los soldados del fuerte: estos animales reptan porque no tienen patas o porque las tienen muy cortas, como les ocurre al lagarto, al cocodrilo, a la serpiente…
—¿¡A la culebra!? —preguntaba y exclamaba simuladamente, como admirado, un niño, pasándose en su exagerado papel de aparentar interés.
—Sí, la culebra —continuaba Antonio tras una mirada correctora—; ...y por eso, porque reptan, son llamados reptiles.
Y así, con el seguro de la paga previa, continuaba la lección cuasi magistral que poco después acababa en buen puerto, consiguiendo nuestro protagonista la tan esperada titulación que le permitió pocos meses después empezar a trabajar como maestro y que supuso el comienzo de una trayectoria de casi cuarenta años.

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