SECCIONES

viernes, 16 de diciembre de 2016

Andrés

Suelo utilizar como recordatorio un sistema de notas muy práctico al que puedo acceder igualmente desde el móvil, la tableta y el ordenador, y el otro día iba por la calle apuntando en el teléfono algún quehacer cuando me encontré con Andrés, un vecino de lengua ágil que, cuando le expliqué que estaba anotando algo para que no se me olvidara, me dijo que su abuelo solía sentenciar que vale más un lápiz corto que una memoria larga”. Rumiando lo escuchado a mi locuaz vecino, seguí andando mientras se encadenaban en mi cabeza algunos recuerdos alrededor de su padre, también Andrés de nombre, a quien yo, de niño, conocí y con el que tuve una entrañable relación.
Gran parte del tiempo en el que transcurrió mi infancia estuve enfermo, en cama frecuentemente. En mis recuerdos, infancia y enfermedad van de la mano, son casi una misma cosa. La mía era una enfermedad grave y a mis oídos llegaba, con más frecuencia de la debida por la prudencia que el sentido común impone, que no viviría mucho, que no “pasaría” de los dieciocho o veinte años; escuchaba por aquellos días que como “tenía el corazón más grande que la caja —del corazón, se entiende—, este me seguiría creciendo y llegaría un momento en que no cabría dentro de ella.
Realmente, ahora, con muchos más años de los que me calculaban entonces como tope de vida (he superado sobradamente el triple de aquel pronóstico), veo como un gran disparate el que los mayores que me rodeaban hablaran tan negligentemente de estas cosas delante de mí o al alcance de mi fino oído y mi insaciable curiosidad de entonces.
Y, ¡claro!, debido a la seria enfermedad que padecía, fui un niño muy mimado por toda la familia, excesivamente mimado. Recuerdo haber escuchado entonces contar a mi madre, repetidas veces, que, como estaba tan malico, el médico le había dicho que no había que darme disgustos. Así que yo, enterado del asunto, aprovechándome, pedía y pedía; más aún: exigía, y muchos de los caprichos me eran proporcionados; me solían comprar casi todo lo que quería, salvo un balón y una bicicleta, que siempre deseé y nunca conseguí, pues tenía prohibido hacer ejercicio, ya saben... el corazón.
Igualmente, por los mismos motivos, me ofrecían dinero para que comiera, pues andaba desganado. Y, algo muy original y que no sé cómo surgió, supongo que de un capricho de niño enfermo y mimado: el desayuno tenían que traérmelo, porque si no era así no lo quería, del Casino, del, ahora no sé si bien llamado, Centro Cultural Agrícola, pues con el tiempo me he preguntado muchas veces qué hace ese “cultural” en el rótulo que hay sobre la puerta principal del edificio.
De tal modo fui popao que hubo una época en que todas las mañanas el bueno de Andrés —el padre de mi actual vecino—, entonces camarero del Casino, venía —con su pantalón negro, su chaqueta blanca, su bandeja, su vaso, su cucharilla y su azucarillo—, siempre de muy buen talante, con la sonrisa en los labios, a traerme el café con leche a mi casa. O eso creía yo, porque después, pero mucho después, me enteré de que el café con leche lo tenía preparado mi madre y cuando llegaba Andrés solo tenía que ponerlo en el vaso que él llevaba sobre su bandeja de camarero. Es posible, ¡vaya usted a saber!, que Andrés viniera únicamente con la bandeja, y lo demás ya estuviera, preparado en casa por mi madre, dispuesto para servírmelo.
Sea como fuere, quiero pensar ahora que algo sacaría Andrés; no creo que la buenaza de mi madre no compensara de alguna manera el gesto —¿la gesta?— del camarero; espero que así fuera, porque era un hombre bueno, muy bueno. Lo cierto es que desde entonces le tomé mucho cariño, un afecto que hizo que, aunque hace mucho tiempo que murió —joven, en 1976—, su bondadosa imagen todavía perdure en mi recuerdo.
Ahora, a la excelente imagen de Andrés que retiene mi cerebro, puedo sumar un recuerdo material suyo: Andrés hijo me ha regalado una tarjeta que su padre se hizo entonces para felicitar las Pascuas a los socios del Casino.
 Gracias, Andrés.

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