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sábado, 28 de mayo de 2016

Brenan y la mesa camilla (y 2)

Algunas historias de mesa camilla
Una mesa camilla o simplemente camilla —nos apoyamos en la Wikipedia— es una mesa circular, rectangular o cuadrada, provista de un bastidor. Normalmente es redonda y se suele cubrir con unas faldas de tela que llegan casi hasta el suelo.
En la parte inferior suele llevar una tarima de madera con un agujero circular central en el que se coloca un brasero (brasas de carbón, de leña...). Este fue un sistema de abrigo muy común antes de la popularización de la calefacción moderna, a la que, todavía, a veces complementa. Los miembros de la familia se reunían alrededor de esta mesa, bajo cuyas faldillas metían las piernas para calentarse. Actualmente, aunque menos que antes, en nuestro país se sigue usando la mesa camilla, a menudo con braseros eléctricos.
Decíamos al final de la entrada anterior que a Brenan no se le escapa el detalle de que los principales protagonistas beneficiarios bajo las faldas de la mesa camilla han sido siempre los novios. ¡Ah, si hablara la mesa camilla, qué maravillas contaría! Muchas aventuras ocurridas bajo sus faldas se han hecho famosas, pasando al imaginario común, pero seguro que las peripecias desconocidas, de salir a la luz, superarían con creces en cantidad, calidad e imaginación a las divulgadas.
García Berlanga, erotómano confeso, contaba que de niño se metía bajo las faldas de la mesa camilla y desde la posición privilegiada que ello le proporcionaba veía las piernas y los muslos de las amigas de su madre, algo, decía, sumamente excitante.
Me dice un amigo que en su grupo de compañeros de estudios, cuando, de jóvenes, ya metidos en la carrera, íban a estudiar a su casa, el sitio junto a Menganita estaba muy solicitado, pues, cuenta, “ella respondía muy bien” bajo las faldas de la mesa camilla a las atrevidas manos de sus vecinos.
Y sobre las parejas de novios, el recordatorio de Gerald Brenan nos refresca la memoria a quienes ya sabíamos de antiguo lo bien que estas se han apañado bajo el amparo de las faldas de la mesa, siendo así que no faltan historias —verdaderas, adornadas, inventadas—, chistes y chascarrillos al respecto; todo lo contrario, abundan, unas más ciertas que otras, sobre situaciones de todo tipo.
Como la del novio que, al final de una tarde-noche trajinando con su novia bajo las faldas mesacamilleras, se levanta para despedirse de la familia y se lleva arrastrando tras de sí el mantel enganchado en la bragueta. Hay que aclarar, para los jóvenes que no lo sepan y los mayores de memoria corta, que antes las braguetas de los pantalones no llevaban, como ahora, cremalleras, sino botones; así que el novio de marras, terminada la faena con la novia, al abotonarse la bragueta antes de levantarse, pilla el mantel en ella con algún botón, después se levanta, se aleja... “hasta mañana, buenas noches” ¡Menudo sofoco!
O el novio, otro, que, en una noche fría de invierno, cuando alguien de la familia de la novia —dicen que fue el suegro— levanta las faldas de la mesa, es pillado in fraganti con todo el aparataje fuera; entonces, el joven trata de disculparse ante el suegro diciéndole que lo perdone, que es la primera vez. Este le responde enfadado: “¡¿la primera vez?! ¡cómo va a ser la primera vez!, ¡si tienes cabrillas en los huevos!”.
cabrillas.- Manchas o vejigas que se forman en las piernas por permanecer mucho tiempo cerca del calor del fuego (DRAE).
Son rojeces que aparecen en algunas pieles cuando permanecen cercanas durante cierto tiempo a una fuente de calor. Recuerdo que salían en las piernas de algunas personas, lógicamente en invierno, debido al calor que había bajo las faldas de la mesa camilla.
O como la del novio, uno más —esta se cuenta como chiste—, que, por lo visto se ha equivocado al coger la mano benefactora, y tras el fragor de la batalla bajo las faldas, escucha la voz del demasiado comprensivo suegro que le dice que por ser la primera vez vale, pero que a la siguiente se tiene que apañar con la mano de su hija o él solito, que hasta ahí podíamos llegar.
Y tantas otras.

sábado, 21 de mayo de 2016

Brenan y la mesa camilla (1)

El hispanista inglés Gerald Brenan (1894-1987), intelectual del grupo de Bloomsbury (Virginia Woolf, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, John Maynard Keynes, Edward Morgan Forster, Katherine Mansfield, Dora Carrington…), Don Gerardo para sus coetáneos alpujarreños de Yegen, fue autor de libros muy importantes sobre nuestro país, como El laberinto español, una obra fundamental sobre las raíces de la Guerra civil española, e Historia de la literatura española, una interesante pieza de la crítica literaria.
Don Gerardo se dejó caer y se estableció en La Alpujarra con un cargamento de libros, que fue subido a lomos de mulas pues no había caminos entonces en el lugar, y una paga de su país, del que huía buscando tranquilidad; aquí, al sur de Granada, encontró el sosiego que buscaba y escribió Al sur de Granada, un delicioso y muy original libro sobre la zona y sus gentes.
Tras la primera guerra mundial, en la que acaba de luchar y en la que ha sido condecorado, se encuentra con una hermética sociedad inglesa cuya vida lo agobia; tampoco se ve sujeto a una monótona profesión; prefiere romper con esa rígida educación y respirar una atmósfera más pura: quiere leer, pensar, imaginar y escribir sin corsés.
Con la maleta llena de libros —más los que después se hace enviar— y unas libras en la cartera llega a una de las zonas más pobres de nuestro país, La Alpujarra, concretamente a Yegen, alquila una casa por ciento veinte pesetas al año y comienza, con veinticinco años, su reeducación, su nueva vida.  
En la puerta de “la casa de Brenan” (Yegen)
En Yegen queda deslumbrado por esas tierras y esas gentes que tan bien describirá en Al sur de Granada, singularísima obra de la que hemos seleccionado un fragmento sobre la mesa camilla:
A veces se me ha ocurrido pensar que una de las causas de la decadencia española durante el siglo XVII puede radicar en esta mesa redonda. Se talaron los bosques, escaseó la leña, se difundió la idea de la vida en casa y se extendió también la costumbre masculina de apiñarse, en cómoda plática, con sus mujeres —la tía de la esposa, su madre, los hijos mayores—, en vez de estarse junto al fuego, con las piernas extendidas, y sentadas ellas en cuclillas sobre los almohadones de la estrada. Alrededor de la mesa camilla la vida familiar se espesaba, se hacía más densa, más orientalmente burguesa; la lectura cesaba en la afectada atmósfera de harén, y los clubs o cafés, que hasta hace poco fueron sitios sórdidos, mal iluminados, ofrecían la única expansión y evasión. España se convirtió en el típico lugar estancado, el imperio otomano de Occidente inmerso en sí mismo, situación de la que únicamente saldría en el ciclo actual. Los únicos que se beneficiaban con esto eran las parejas de novios, quienes, una vez aceptado el joven y admitido en la casa, podían entrelazar dichosamente sus manos durante horas, por debajo del tapete de franela.” (Brenan, Gerald (1982): Al sur de Granada, Madrid, Siglo XXI, pág. 102).
A Brenan no se le escapa el detalle: “Los únicos que se beneficiaban con esto eran las parejas de novios”. Pues bien, si no los únicos, seguro que son los más importantes protagonistas bajo las faldas de estas mesas; y no se limitaban, como sugiere Don Gerardo, a “entrelazar dichosamente sus manos...” por debajo de las faldas mesacamilleras. Parece que algunos, ¿muchos?, iban bastante más allá, y de ello trataremos en la siguiente entrada.

sábado, 14 de mayo de 2016

Las trenzas de Mari Pili

Ya saben... cualquier parecido con la realidad… se debe a mi buena memoria.
Personajes
PEDRO: Un padre de familia, ya mayor, muy conservador políticamente hablando —franquista—, muy religioso (más todavía: en el pueblo le llaman El Papa, o el nombre de un papa, no recuerdo bien, o sí recuerdo pero no quiero decirlo) y con fama de muy de su casa, muy de su familia y muy, pero que muy, de la Iglesia.
MARI PILI: Una niña, la hija menor de Pedro, de unos tres o cuatro años de edad, de pelo rubio y con unas cortas soguillas que, curvadas tras caer, se elevan levemente y terminan en un bonito y colorido lazo azul, el color que le gusta políticamente a su padre.
PAQUI, Una mujer joven, pero no mucho, atractiva, que llama mucho la atención —sobre todo la masculina— por donde quiera que va: entre otros (sobre)salientes de su cuerpo, en su parte pectoral superior apuntan casi amenazantes dos protuberancias muy llamativas. Cuando pasea por el pueblo, arreglada, los hombres se quedan mirándola y piensan cosas que no se pueden decir. Incluso hay quien pone en boca de algún maduro paterfamilias que, estando en un corro de varones, la vio pasar: “Eso sí que es una mujer y no lo que tenemos nosotros en nuestras casas”.
Escena callejera
Pedro camina por una calle del pueblo —daremos pistas: la Calle del Rosendo—, en ese momento poco concurrida, con su hija Mari Pili de la mano. Paqui, que va de compras, camina por la misma calle pero en dirección contraria. Conforme se van acercando los protagonistas entre sí, vemos la mirada alegre de Paqui puesta en Mari Pili, mientras que la de Pedro lo hace, brillante, recorriendo, no muy católicamente, más bien lascivamente, ciertas partes —(sobre)salientes, ya lo hemos dicho— de la anatomía de Paqui. Las tres personas terminan encontrándose en un lugar donde nadie más puede escuchar lo que dicen los dos adultos: solo la niña pequeñita.
—Hola, Mari Pili, ¡qué guapa te veo —dice Paqui, dirigiéndose a la hija de Pedro, y añade con bastante entonación—, ¡pero… qué trenzas más tiesas llevas!
—Buenos días —contesta Pedro, y añade, en voz baja, serio y un poco desencajado—, pues más tiesa se me pone a mí cada vez que te veo.
Esto lo cuenta Paqui unos minutos después en la tienda d’El Rosendo, a la que se dirige, y en donde la escuchó este humilde servidor, entonces muy joven, que ahora se limita a transcribir lo que su memoria retiene de lo que oyó directamente de labios de la mujer protagonista de la historia. Recuerdo, como si hubiera ocurrido ayer, que la narración de Paqui terminó con un “¡¿Qué te parece el santurrón este?! ¡Menudo Papa!”.

sábado, 7 de mayo de 2016

La meditación de Massenet

La última primavera o, también, El violinista que vino del mar (Ladies in Lavender en el original) es el título de una película británica de 2004, un drama escrito y dirigido (debutante en esta segunda faceta) por Charles Dance, con un guion basado en un cuento de William J. Locke.
1936, Cornualles, suroeste de Inglaterra, un rincón al margen de los graves acontecimientos europeos. Dos hermanas ya mayores, Janes y Ursula Widdignton (interpretadas por dos grandísimas actrices: Maggie Smith y Judi Dench) descubren junto a su casa, en la playa, a un joven náufrago (personaje interpretado por el actor hispano-alemán Daniel Brühl) y salvan su vida, lo alojan en su casa, lo cuidan y lo miman.
Aunque desmemoriado, pronto descubren, casualmente, su profesión: violinista. Una pintora vecina de las dos damas y más joven que ellas, Olga (la actriz inglesa Natascha McElhone), que escucha cómo toca, lo anima para que viaje a Londres. Resulta que el violinista es Andrea Marowski, un joven polaco, de Cracovia, que, huyendo de una Europa prebélica y del antisemitismo, para empezar una nueva vida, fue arrojado por la borda del barco en que se dirigía a América. Para sus anfitrionas (que se han “enamorado” del personaje) su marcha supone un duro golpe, pero al final van a verlo tocar en el Royal Albert Hall.
Quiero resaltar una de las melodías utilizadas en esta película: se trata de “Meditación”, que pertenece a la ópera Thais, del compositor francés Jules Massenet (1842-1912), llamado malintencionadamente La fille de Gounod (La hija de Gounod) por considerarlo heredero de Charles Gounod. Massenet fue atraído por el teatro y famoso por sus óperas, muy populares a finales del siglo XIX y principios del XX. Dicen los críticos que con tres de ellas (Manon, Werther y Thaïs) demostró su maestría y se ganó la aceptación del gran público.
Massenet
Llevo muchos años prendado de esta melodía, y ahora la elijo para compartir, con los seguidores de Abonico interesados en ello, su extraordinaria belleza, su magia. Así pues, vean, en primer lugar, el trocito que he cortado de la película en el que podemos escuchar un fragmento de la melodía:
Aunque Daniel Brühl estudió su papel de violinista (algún ingenuo exagerao afirma que “estudió” violín), evidente y lógicamente no es el intérprete real de la obra; lo es el famoso violinista estadounidense Joshua Bell, —en las “páginas” de Abonico, en Bell en el metroacompañado por la Royal Philharmonic Orchestra, bajo la direccción de Nigel Hess, el autor de la banda sonora. Aquí tienen su interpretación, ahora completa (cinco minutos, no se alarmen):
Otras interpretaciones recomendables —busquen y disfruten—, a cargo de grandes violinistas, son las de Nathan Milstein (el primero del que recuerdo haber escuchado, in illo tempore, esta obra), Jascha Heifetz, Arthur Grumiaux, Anne-Sophie Mutter, Itzhak Perlman, Maxim Vengerov, Janine Jansen, Sarah Chang, Renaud Capuçon… Y con otros instrumentos: Yo-Yo Ma y Gautier Capuçon (cellistas), James Galway (flauta), Sergei Nakariakov (trompeta)...

sábado, 30 de abril de 2016

La Grilla (y 2)

Me acuerdo, con bastante claridad en algunos detalles, hará... casi sesenta años, una vez que comí en casa de Carmen La Grilla. Sus hijos estaban presentes y despachábamos —sería un día festivo— un cocido. Para mí fue sorprendente porque el menaje, el guiso y la forma de comerlo en nada se parecían al menaje, al guiso y las maneras de casa de mis padres.
La fuente con el guisao estaba situada en el centro de la mesa cuadrada del comedor y allí entraban y salían las cucharas de los comensales: los Grillos —familia al completo— y yo. Nada de un plato para cada uno, aunque, me fallan algunos rincones de la memoria, no sé si yo, por ser un niño y no de la familia, dispuse de plato; ellos, desde luego, no.
¿¡Y saben lo que había en la redonda y honda fuente de cocido!?: ¡patatas!; no recuerdo haber visto garbanzos, que es posible los hubiera, ni carne; solo tengo en la cabeza la imagen visual de las amarillentas patatas; quizás sea, no creo, una mala pasada de mis neuronas, pero lo recuerdo así. Muchas veces, después, he reflexionado sobre la escasez, sobre las grandes estrecheces que padecieron muchas familias en esos años tan difíciles de posguerra.
A la Grilla, una mujer de baja estatura, ancha pero no muy gruesa (ancha de culo y estrecha de arriba, resume su nieta Carmen María), de piel morena ma non tanto, la conocí toda la vida con el eterno moño típico de la mujer mayor de entonces: de tamaño pequeño y centrado a una altura media en la parte posterior de la cabeza.
Religiosa y analfabeta, tenía un vocabulario particular, pues decía palabras como enfelih, nesecidah y analíseh; también decía que yo era muy listo porque sabía jugar al ajegreh, y cosas por el estilo.
Pronto, demasiado pronto, murió mi madre, y Carmen se quedó sin una buena amiga, quizás, ya lo he dicho, la mejor que tenía. Nuestros encuentros se distanciaron, pero no excesivamente; yo seguí viéndola, aunque no con la frecuencia de antes.
Con el tiempo me dejé barba, y cuando nos encontrábamos, La Grilla, ya bastante mayor, me besaba muy escrupulosamente —algo digno de presenciar—, como dándole asco: yo me inclinaba y ella, con mucho cuidado, me cogía con las dos manos, simultáneamente, ambos lados de la cara, mirando atentamente y moviéndola para colocarla de tal forma que pudiera encontrar, sin mucha dificultad, un roalico sin pelo donde poder depositar el beso. A continuación solía decirme, con un gesto más que explícito: “¡quítate eso, aféitate, que pareces un gitano!” (sí, entonces se decía; ahora no es correcto). Esto, que me afeitara, me lo estuvo diciendo durante bastantes años, hasta que un día, no sé cómo, se me ocurrió decirle: “Carmen, es que he hecho una promesa a la Virgen”, y ahí se acabaron los problemas, las peticiones de afeite; nunca más volvió a decirme que me quitara la barba.
Siempre me han gustado los perros, y uno de los primeros que recuerdo con cariño era el de Los Grillos, Toni, un perro mestizo de mediana altura, marrón y blanco, que vivió muchos años: un ratero de categoría, algo muy valorado en un ambiente donde sobreabundaban las dañinas ratas; yo quería mucho al Toni, y le daba, apremiado por Andrés, su dueño, parte de mis mejores alimentos: compartía con él mis bocadillos, galletas y otros manjares.
También he tenido, y tengo, relación amistosa con algunos de los nietos de Carmen, como es el caso de la citada Carmen María, maestra de Primaria, de la que contaré una anécdota que me recuerda el cariño con que conservo un regalo de su abuela.
Carmen María fue alumna mía, muy buena, primero en la escuela —octavo de EGB— y después, para preparar las oposiciones de magisterio en la especialidad de música, y yo, en esta última ocasión, en honor a su abuela, le había regalado el material que necesitaba para su preparación. Cuando “sacó” la plaza —en la primera ocasión que tuvo—, su abuela, La Grilla, no tardó en encargarle a mi mujer —“tú, que sabes su talla”— que me comprara un regalo: una camisa, que ella pagaría, una camisa azul que todavía conservo y me pongo de vez en cuando, y cada vez que me la pongo o que, al abrir el armario, veo colgada en su percha, me acuerdo con cariño de Carmen, de Carmen La Grilla.

sábado, 23 de abril de 2016

La Grilla (1)

Su nombre: Carmen, un nombre frecuente en el pueblo; por ello, importante, después del nombre venía el apodo: La Grilla, sin el cual la identificación era difícil; así que... Carmen La Grilla.
Viuda desde muy joven, ya lo era en los primeros cuarenta del siglo pasado, tenía tres hijos: Andrés, Ramón y Ángel —Angelín, el menor, que tenía dos años cuando murió su padre—. La vida de la familia, su situación en plena posguerra tuvieron que ser muy duras.
Los hijos de Carmen, mientras fui niño, me trataron como si fuera el pequeño de la casa, como a un hermano o como a un hijo, al que traían regalos, por ejemplo, a su vuelta de la mili o del extranjero; cuando crecí tuvimos —y tengo, con Andrés y Angelín, pues Ramón murió— una buena relación de amistad.
Recuerdo, de muy pequeño, a La Grilla y a mi madre, los Domingos por la tarde, sentadas junto a la ventana que en la tienda de mi padre daba a la carretera —la N 340—, “criticando” a todo quisque que pasara por allí, el lugar de paseo de entonces en el pueblo.
—¡Atí, tacha!
—¿Qué?
—¡Habrá que ver!
—¡¿Quéé?!
—¡¿Has visto a Fulano?! ¡¿Te has fijao?! —decía, como muy sorprendida, Carmen a mi madre— ¡Si lleva una raja en la chaqueta!
—¡¿Una raja?! —contestaba mi madre, contagiada por el tono escandalizado— ¿Dónde?
—¡Detrás!, ¿no lo ves?
—¡Madre mía, lo que hay que ver!
La casa de Carmen paraba muy cerca de la de mis padres, lo que hacía que los encuentros y las visitas menudearan. Cuando, ya mayores, sus hijos tuvieron que emigrar al extranjero para trabajar, ella se quedaba sola durante largos períodos de tiempo; entonces, mi madre, quizás su mejor amiga, me mandaba por las noches a dormir a su vivienda, para que le hiciera compañía.
Allí ella me popaba a su manera. Recuerdo que por la mañana me tenía preparada, sobre el alféizar bajo de una ventana que comunicaba el interior de la casa con el patio —un corral con el suelo de tierra y piedras—, una zafa con agua que recuerdo muy fría —sería invierno—, en unos tiempos en que eso era lo que había. Y yo, haciéndome el valiente, me lavaba la cara echándome garapás de agua con las dos manos, me la secaba y después me peinaba frente a un “espejo” que era como un mosaico o puzle hecho con trozos de cristal, con pedazos de otros espejos agarrados con yeso a la pared.
Lavándome de esta manera trataba de imitar lo que tantas veces, con admiración, había visto hacer a los mayores. Me llamaba la atención cómo se lavaban los endurecidos hombres de entonces: en camiseta de tirantes o con el torso desnudo, con las manos abiertas, palmas hacia arriba, unidas por la parte de los meñiques, cargaban agua de un recipiente —zafa, lebrillo...— y se la echaban a garapás sobre el rostro, al tiempo que soplaban y hacían un ruido —brffrr— que yo, posteriormente, imitaba; después, separando las manos se las llevaban al cuello y las orejas, incluso a los sobacos, limpiando con energía, con rudeza. Todo ese ritual, o parte de él, era lo que yo trataba de emular cuando me lavaba la cara, intentando ser valiente, mayor, duro… sin miedo a la frialdad del agua que tanto repelús me daba.
En el patio estaba el retrete (no el váter, palabra que no utilizábamos entonces y que durante mucho tiempo me pareció un neologismo superfluo), que era, visto desde la perspectiva actual, un cuartucho de pena, pero del que carecían muchas casas en las que hacías tus necesidades en el patio, en el hoyo del estiércol o en las cuadras de los animales. El retrete del que hablamos, el de entonces, disponía en su interior, elevada unos sesenta centímetros de altura sobre obra de yeso, de una losa o piedra horizontal con un agujero en el centro, un rol’le, de unos treinta centímetros de diámetro. Sobre esa piedra te acuclillabas (quienes no podían, como algunas personas mayores, se sentaban sobre una tabla de madera, con su rol’le pertinente, que colocaban sobre la losa) y, apuntando bien, dejabas caer la mercancía en el hoyo o fosa sobre el que se construía el excusado. El retrete de la casa de Carmen La Grilla se cerraba con una puerta en la que los espacios entre las maderas que colocadas verticalmente la formaban eran de una anchura, de una envergadura, que competía con la de las propias maderas.
Cuando el retrete estaba lleno, había que sacar su contenido. Algunas personas del pueblo se encargaban de esa “agradable” labor. Incluso, se cuenta, humorísticamente —lo he escuchado muchas veces—, que los encargados de tan “maravilloso” trabajo, animados por unas cuantas copas —revueltos”— en el cuerpo, de broma, metían un dedo en la fosa, lo untaban de mierda, se lo llevaban a la boca (ahora pienso que serían dedos distintos el untado y el chupado), hacían la “cata” y decían: “ya está pa sacarlo”, y procedían a ello. Lo hacían en bidones que cargaban en un carro tirado por un burro, una mula, una yegua...
Junto al retrete, a la derecha según mirabas de frente, había un pozo, que recuerdo sin cerrar, sin apenas protección alguna (el de mi casa estaba cerrado y con puertas de acceso); el de La Grilla solo tenía el brocal y dos pilares que sostenían la viga horizontal que aguantaba la garrucha, el sistema imperante en la zona.
Continuará.

sábado, 16 de abril de 2016

Mil peseticas

Cualquier parecido con la realidad… ya saben.
Sí, todavía pagábamos en pesetas, lo que quiere decir que ya hace algún tiempo. Lo cierto es que no sé qué percance tuvo la mujer de Antonio, Loli, en la tienda que tiene en el pueblo, quizás algún robo; la cuestión es que decidió poner una denuncia y, para ello, fue al cuartel de la guardia civil. El guardia de turno, un ejemplar con más medida de cintura que de altura, la atendió simpáticamente, le pidió los datos que necesitaba para cursar la denuncia y le dijo que no se preocupara.
—Puedes irte tranquila —le aseguró—, que la denuncia ya está en marcha.
—Bueno… pues muchas gracias —contestó Loli, y añadió, sintiéndose obligada a preguntar— ¿qué se debe?
—Dame mil peseticas —contestó él, en voz baja, como si el escaso volumen sonoro y el diminutivo de las pesetas restara valor a la cantidad.
Al tiempo que Loli echa mano al bolso para sacar el dinero, entra en la oficina otro guardia civil, este, conocido de la denunciante; el otro, el que ha cursado la denuncia, desaparece momentáneamente del primer plano, se “distrae” por una orilla.
—Hola, Loli, —dice el recién llegado— ¿qué tal?, ¿qué haces por aquí?
—Pues… nada, que he venido a poner una denuncia, pero ya está, ya me ha atendido, y muy amablemente, tu compañero; solo falta que me cobre.
—Pero… —levantando las manos a la altura de la cabeza— ¡qué dices, mujer, esto es un servicio público!, es totalmente gratis, ¡faltaría más!
Y Loli, mosqueada, cierra su bolso y sale del edificio, no sin dejar de murmurar, entre dientes, para sus adentros:
“¿¡mil peseticas…, cabrón!?”