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sábado, 23 de abril de 2016

La Grilla (1)

Su nombre: Carmen, un nombre frecuente en el pueblo; por ello, importante, después del nombre venía el apodo: La Grilla, sin el cual la identificación era difícil; así que... Carmen La Grilla.
Viuda desde muy joven, ya lo era en los primeros cuarenta del siglo pasado, tenía tres hijos: Andrés, Ramón y Ángel —Angelín, el menor, que tenía dos años cuando murió su padre—. La vida de la familia, su situación en plena posguerra tuvieron que ser muy duras.
Los hijos de Carmen, mientras fui niño, me trataron como si fuera el pequeño de la casa, como a un hermano o como a un hijo, al que traían regalos, por ejemplo, a su vuelta de la mili o del extranjero; cuando crecí tuvimos —y tengo, con Andrés y Angelín, pues Ramón murió— una buena relación de amistad.
Recuerdo, de muy pequeño, a La Grilla y a mi madre, los Domingos por la tarde, sentadas junto a la ventana que en la tienda de mi padre daba a la carretera —la N 340—, “criticando” a todo quisque que pasara por allí, el lugar de paseo de entonces en el pueblo.
—¡Atí, tacha!
—¿Qué?
—¡Habrá que ver!
—¡¿Quéé?!
—¡¿Has visto a Fulano?! ¡¿Te has fijao?! —decía, como muy sorprendida, Carmen a mi madre— ¡Si lleva una raja en la chaqueta!
—¡¿Una raja?! —contestaba mi madre, contagiada por el tono escandalizado— ¿Dónde?
—¡Detrás!, ¿no lo ves?
—¡Madre mía, lo que hay que ver!
La casa de Carmen paraba muy cerca de la de mis padres, lo que hacía que los encuentros y las visitas menudearan. Cuando, ya mayores, sus hijos tuvieron que emigrar al extranjero para trabajar, ella se quedaba sola durante largos períodos de tiempo; entonces, mi madre, quizás su mejor amiga, me mandaba por las noches a dormir a su vivienda, para que le hiciera compañía.
Allí ella me popaba a su manera. Recuerdo que por la mañana me tenía preparada, sobre el alféizar bajo de una ventana que comunicaba el interior de la casa con el patio —un corral con el suelo de tierra y piedras—, una zafa con agua que recuerdo muy fría —sería invierno—, en unos tiempos en que eso era lo que había. Y yo, haciéndome el valiente, me lavaba la cara echándome garapás de agua con las dos manos, me la secaba y después me peinaba frente a un “espejo” que era como un mosaico o puzle hecho con trozos de cristal, con pedazos de otros espejos agarrados con yeso a la pared.
Lavándome de esta manera trataba de imitar lo que tantas veces, con admiración, había visto hacer a los mayores. Me llamaba la atención cómo se lavaban los endurecidos hombres de entonces: en camiseta de tirantes o con el torso desnudo, con las manos abiertas, palmas hacia arriba, unidas por la parte de los meñiques, cargaban agua de un recipiente —zafa, lebrillo...— y se la echaban a garapás sobre el rostro, al tiempo que soplaban y hacían un ruido —brffrr— que yo, posteriormente, imitaba; después, separando las manos se las llevaban al cuello y las orejas, incluso a los sobacos, limpiando con energía, con rudeza. Todo ese ritual, o parte de él, era lo que yo trataba de emular cuando me lavaba la cara, intentando ser valiente, mayor, duro… sin miedo a la frialdad del agua que tanto repelús me daba.
En el patio estaba el retrete (no el váter, palabra que no utilizábamos entonces y que durante mucho tiempo me pareció un neologismo superfluo), que era, visto desde la perspectiva actual, un cuartucho de pena, pero del que carecían muchas casas en las que hacías tus necesidades en el patio, en el hoyo del estiércol o en las cuadras de los animales. El retrete del que hablamos, el de entonces, disponía en su interior, elevada unos sesenta centímetros de altura sobre obra de yeso, de una losa o piedra horizontal con un agujero en el centro, un rol’le, de unos treinta centímetros de diámetro. Sobre esa piedra te acuclillabas (quienes no podían, como algunas personas mayores, se sentaban sobre una tabla de madera, con su rol’le pertinente, que colocaban sobre la losa) y, apuntando bien, dejabas caer la mercancía en el hoyo o fosa sobre el que se construía el excusado. El retrete de la casa de Carmen La Grilla se cerraba con una puerta en la que los espacios entre las maderas que colocadas verticalmente la formaban eran de una anchura, de una envergadura, que competía con la de las propias maderas.
Cuando el retrete estaba lleno, había que sacar su contenido. Algunas personas del pueblo se encargaban de esa “agradable” labor. Incluso, se cuenta, humorísticamente —lo he escuchado muchas veces—, que los encargados de tan “maravilloso” trabajo, animados por unas cuantas copas —revueltos”— en el cuerpo, de broma, metían un dedo en la fosa, lo untaban de mierda, se lo llevaban a la boca (ahora pienso que serían dedos distintos el untado y el chupado), hacían la “cata” y decían: “ya está pa sacarlo”, y procedían a ello. Lo hacían en bidones que cargaban en un carro tirado por un burro, una mula, una yegua...
Junto al retrete, a la derecha según mirabas de frente, había un pozo, que recuerdo sin cerrar, sin apenas protección alguna (el de mi casa estaba cerrado y con puertas de acceso); el de La Grilla solo tenía el brocal y dos pilares que sostenían la viga horizontal que aguantaba la garrucha, el sistema imperante en la zona.
Continuará.

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