SECCIONES

viernes, 13 de octubre de 2017

Confinado

Mis oídos escuchaban y mi cerebro de niño procesaba a su manera lo que, en voz muy baja, entonces se  contaba de él. ¡Se decían tantas cosas...! que en determinados círculos de la localidad acabó convirtiéndose en una leyenda. ¿Que qué se decía?: que si era una eminencia, que si tenía una cultura por las nubes, que si sabía «muchas matemáticas», que si había sido un militar de alto rango en el ejército de la República, que si… Siempre he admirado la figura que de él, como consecuencia de todo lo visto y escuchado, se formó en mi cabeza.
Posteriormente, ya con más madurez, un servidor acompañaba todo esto de una reflexión implícita: ¿cómo se habría librado nuestro personaje de que los adláteres del general que gobernaba el país con durísima mano le mandaran dar «matarile», o «café», como a menudo eran llamadas por ellos mismos sus «heroicas y patrióticas hazañas»? Después, con el tiempo, he pensado que alguien con suficiente peso en el bando de los vencedores pero no convencedores pudo haberlo protegido para evitar que acabara su vida en la cárcel o, peor aún, en un paredón frente a un pelotón de fusilamiento. Mi teoría se ve confirmada por Ginés Abellán, que cuenta haber oído a nuestro personaje decir algo parecido: que debió de ser obra de un benefactor anónimo —por una benefactora parece que se inclinaba él— quizás en reciprocidad por el buen comportamiento suyo en la guerra.
Don Juan, pues ese era su nombre, para mí siempre con esa aureola de hombre sabio, educado y prudente, había sido confinado aquí, concretamente en El Siscar. En mis borrosos recuerdos, que se mezclan con lo oído posteriormente provocando que no pueda distinguir y separar lo que vi y escuché directamente de lo que he escuchado después, siempre aparece la misma imagen suya: lo veo en la tienda de mi padre, con indumentaria pobre de tonos grises, buscando dónde dejar apoyada la bicicleta que lleva de la mano.
confinado, o confinada —diccionario de la Real Academia Española—, es un adjetivo —también se usa como sustantivo— que se refiere a una persona condenada a vivir en una residencia obligatoria.
La figura que lejanamente recuerdo, reforzada por lo que me cuentan, es la de un hombre muy serio: delgado, alto, moreno de piel y con poco pelo tirando a castaño y peinado hacia atrás, de  frente despejada, con gafas de cristales redondos; venía a mi casa periódicamente con una vieja y alta bicicleta que dejaba al fondo de la tienda apoyada en las cajoneras que contenían granos y harinas para alimento de los animales entonces frecuentes en las viviendas. Tras unos muy educados saludos a los mayores de la casa —hablaba «fino», con eses—, don Juan pasaba pronto a «darnos» lección —matemáticas, recuerdo— a los pequeños de la casa, a mi hermana y a mí: ponernos cuentas, corregirnos las puestas en la clase anterior, etc.; la verdad es que no he retenido muchos detalles en la memoria, era muy pequeño.
En la tertulia me dice Eustaquio, unos cuantos años mayor que yo y uno de los alumnos que en el pueblo mejor recuerdan a don Juan, que nuestro personaje se llamaba Don Juan Cañadas Cambronero, que era de Cuenca y debió nacer, más o menos, con el siglo, porque aparentaba, allá por el año sesenta, unos sesenta y cinco años; que vivía en El Siscar, en una casa en la orilla de la acequia, a la que Eustaquio, para dar clase, llegaba con su bicicleta atravesando un cañaveral; que años después, quizás cuando don Juan ya se encontraba muy mayor o mal de salud —no sabe bien—, las autoridades lo dejaron salir del lugar de confinamiento para irse a vivir con una hermana; que había sido comandante de artillería en el ejército de la República —de Estado Mayor, puntualiza, por otro lado, Ginés Abellán—; que fumaba lo que le echaran —caldo de gallina, cuarterón...—, que las gafas que llevaba eran de las aquí denominadas de culo de vaso, porque por un ojo no veía y por el otro, muy poco; que, desplazándose en su bicicleta, daba clases por las casas del pueblo, y no solo de matemáticas, las daba de todo —menos de religión, apostilla Paco, hermano de Eustaquio—; que, como buen oficial de artillería, «le gustaban mucho los problemas referentes al tiro oblicuo»; que...
Después he sabido lo mucho que se enfadaba el exmilitar cuando alguien soltaba junto a él el pseudotaco «me cago en el que no cree en Dios», pues —decía enojado— él no era creyente y por lo tanto se le ofendía con esa expresión. Al respecto cuenta Ginés que un encorbatado joven de la época soltó la cagada antedicha estando presente don Juan, y este —acuérdense, muy educado y «fino»— reaccionó enérgicamente, tomó de la corbata al chico y, enfurecido, le dijo «¡y yo me cago en todos los que llevan corbata!», aclarándole a continuación el porqué.
El mismo don Juan contaba que no llevaba luz en la bicicleta y que un día lo paró la guardia civil y quiso multarlo; él dijo que no tenía dinero y, además, que no necesitaba llevar luz porque de noche no utilizaba la bici, no podía hacerlo debido al mal estado de su vista, y añadió que solo si lo pillaban de noche con la bicicleta deberían denunciarlo; parece ser que los guardias insistieron pesadamente y uno de ellos llegó a decirle que un individuo como él, un rojo, debería estar en la cárcel. Don Juan, que, según él mismo aseguraba, respetaba mucho el uniforme, muy cabreado, terminó diciéndoles severamente que con su comportamiento deshonraban la ropa que llevaban, y les pidió sus nombres para apuntarlos y mandárselos al generalísimo contándole cómo se comportaban sus guardias: ahí acabó el problema.
He tratado de encontrar en Internet, ya acabando este artículo, algún rastro del militar republicano, pero no he encontrado nada. Así que, por ahora, lo dejo aquí, pero sin renunciar a seguir la búsqueda y, por tanto, a la continuación de este tema; no pierdo la esperanza de encontrar cualquier hilo que me lleve a algo o a alguien que nos pueda desentrañar algunas de las muchas cosas que desconocemos de don Juan. También podría ser que este artículo en Abonico —de muy poco alcance, lo sé— acabe siendo como la botella con mensaje dentro que el náufrago lanza al mar con la remota esperanza de que alguien la recoja, lea el mensaje y... ¡Ojalá!

viernes, 6 de octubre de 2017

Cobeteros

Estamos en fiestas y me acaba de ocurrir algo parecido a lo que le sucedió a Proust con una magdalena (salvando las enormísimas distancias, ¡claro, faltaría más!), pero en mi caso ha sido con un palito que ha aparecido en mi terraza, uno de esos que llevan los cohetes, un palo que mi mujer iba a tirar y que yo he decidido guardar como imagen evocadora que desencadena en mi cabeza determinados recuerdos.
***
No sé exactamente cómo vino a parar a mi casa, ya avanzados los años cincuenta, el Pepe del campo —ni siquiera conozco sus apellidos, fíjense—, pero sí recuerdo el porqué: Pepe tenía que ser atendido sanitariamente todos los días para curarle una herida en su pierna izquierda, y como vivía en el campo, en una zona retirada del núcleo urbano, tuvo que quedarse en una casa del pueblo, la mía, y ahí es donde falla mi memoria, en por qué, si no lo conocíamos, fue mi casa la elegida para que lo tuvieran a mano tanto el médico como, sobre todo, el practicante.
Pepe era músico en la banda del pueblo y tocaba un instrumento que mis casi amnésicas fuentes no se ponen de acuerdo sobre si era un fliscorno o una especie de cornetín. (Para quienes no estén familiarizados con los instrumentos de una banda de música, diré que era un instrumento de aspecto parecido a la trompeta.)
Recuerdo que, curada su pierna, cuando nuestro personaje venía a mi casa, porque tenía que ensayar o salir a tocar con la banda, siempre dejaba su moto al fondo de la tienda, inmediatamente a continuación del extremo del mostrador; la moto era (la veo colocada perpendicularmente a la punta del mostrador) de color rojo, una Guzzi que llevaba en el portaequipajes una caja, un rústico estuche casero para el instrumento musical. 
La herida en su pierna (un buen boquete, en eso sí me fijé durante algunas de las curas que le hicieron) fue causada por un cohete disparado demasiado «alegremente» en las fiestas de una localidad cercana, Cobatillas, un pueblo que para él pudo haber pasado a ser, desde entonces, Cobetillas. Pepe iba tocando con la banda de música cuando el cohete, lanzado con tan poca sensatez como se acostumbra, chocó en un cable de la luz, cambió de dirección y vino a explotar en la pierna del músico.
cobete. m. vulg. Y rúst. Cohete. (Diego Ruiz Marín: Vocabulario de las Hablas Murcianas, Murcia 2007, Diego Marín).
***
Ahora vivo en un ático y, desde hace ya bastante tiempo, cuando estoy en casa y oigo una banda de música que se acerca suelo salir a la terraza para, si pasa junto a mi edificio, ver qué músicos la integran, pues es fácil que haya en ella amigos, conocidos, alumnos...; además, me gusta escuchar cómo suena.
Fíjense ustedes, cuando presencien el pasacalles festero de una banda de música, que junto a ella o cerca —no suele faltar— va siempre un cobetero, que así lo llamo para distinguirlo de los coheteros, algo más serios, y de los pirotécnicos, estos ya profesionales a quienes sí hago un esfuerzo por suponer serios de verdad.
Pues bien, cuando veo que ese cobetero que marcha junto a los músicos con un cigarro encendido en la mano va a prender fuego a la mecha de un cohete... (imagen que, repetida, ya digo, nunca falta en estos pasacalles), llevo mucho cuidado y procuro ponerme a buen resguardo. ¿Por qué? Pues... porque por experiencia sé que el encargado de tirar los cohetes en las fiestas de los pueblos suele ser un personaje peculiar, alguien poco sobrado de sesera, con poca sensatez. Hay quien dice, a lo bruto, que se trata del tonto del pueblo —yo no diría tanto— y añade que ha llegado a esa conclusión sin necesidad de hacer estudios prospectivos ni nada por el estilo, solo a través de la observación directa: es evidente, concluye.
Yo, lo dicho, por si acaso, me protejo, porque me acuerdo de Pepe del campo.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Mejor, de mimbre

Claramente podemos apreciar que la escritura —en música, notación— cumple una doble función. Por un lado sirve para preservar del peligro del olvido, ya que protege con anticipación y resguarda del daño que pueden ocasionar la pérdida, la modificación y el deterioro que, desde luego, se dan en la transmisión oral. Y por otro lado sirve para difundir, pues a través de ella se propagan, se divulgan, conocimientos, ideas, sentimientos, noticias...
En los tiempos del Gregoriano, la escritura musical andaba aún en pañales. Tan incipiente y rudimentaria era que resultaba insuficiente (por poco precisa: en altura, en duración...) para quienes tenían que aprender el repertorio; y como resultaba insuficiente se necesitaba de todo tipo de ayudas mnemotécnicas, como el gesto del director del coro —quironomía o quironimia—, y, además, de algún otro empujón más «estimulante», más fuerte, como el proporcionado por unas adecuadas cimbreantes varas de mimbre aplicadas con «sabia» mano.
Un «custumal» del siglo XI, libro de reglamentos para el monasterio cluniacense de San Benigno, en Dijon (más tarde catedral), nos dice que «en los nocturnos, si los niños cometen alguna falta en la salmodia o en otro canto, bien por quedarse dormidos o por alguna transgresión semejante, no debe producirse demora alguna, sino que se los despojará del hábito y del capuchón y se los golpeará, cuando sólo tengan puesta la camisa, con cimbreantes y lisas varas de mimbre, adecuadas para ese propósito especial». (Robertson, A. y Stevens, D. (directores), 1966: Historia General de la música (3 Vols), Madrid, Istmo–Alpuerto).

viernes, 22 de septiembre de 2017

Protones, neutrones, electrones y...

Mi hijo Antonio ha asistido recientemente a la lectura de la tesis doctoral de una compañera de departamento de cuando él hizo el doctorado. Tras la defensa de la tesis llega la calificación —sobresaliente cum laude—, las felicitaciones, los abrazos... Después toca ir de comida a un buen restaurante. La costumbre entre los compañeros del departamento —doctorandos, doctores, aspirantes futuros...— es ayudar entre todos al actual lector o lectora de la tesis en el pago de la comida, tanto de la de ellos como de la de los componentes del tribunal, que van a cuenta de los peones del departamento.
Me cuenta mi hijo que el cátedro presidente del tribunal, que durante la comida ha tomado unas copas de buen vino, ya en la sobremesa se suelta y les dice que ha cumplido setenta años, que acaba de dar su última clase en la universidad de donde viene y que, recordando esa última clase, viene a cuento darles un consejo a los jóvenes presentes en la comida, a aquellos que comienzan su andadura o lo han hecho recientemente. Así que a continuación les hace una encarecida recomendación que, asegura, si le hacen caso, les ayudará a llevar una mejor vida, la misma recomendación, dice, que ha hecho a sus alumnos universitarios en esa clase de despedida de la que acaba de hablar.
La máxima filosófica —les explica— es la siguiente: En el mundo (no recuerda Antonio si ha dicho mundo o universo) hay protones, neutrones, electrones y... [espera un momento el sabio profesor, como reclamando atención] ...tontos de los cojones; a continuación añade que hay que tener en cuenta los tres primeros elementos y pasar, dejar de lado intencionadamente y no hacer caso del cuarto grupo, el de los tontos de los cojones. Así, les dice satisfecho de tan importante aportación a sus vidas, les irán mejor las cosas.
He pensado en el consejo y la verdad es que le veo cierta lógica. Encuentro intencionalidad en el orden en que expone esos elementos que hay en el mundo (¿universo?), así como se la encuentro a qué partes hay que prestar atención y a cuáles dar de lado. Parece clara la intención del orden utilizado, que va de los protones, con carga positiva, pasando por los neutrones, con carga neutra, y los electrones, con carga negativa, a los tontos de los cojones, con carga muy, pero que muy negativa. Así que es evidente que aconseja dar de lado a lo muy negativo, ¿no? Pues ya saben: una buena terapia.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Una bruja y un payaso

Una bruja...
Acaba de comenzar el verano y ya aprieta el calor. Voy con mi hijo mayor, mi nuera y mis nietas a tomar un helado a la heladería que hay junto a la iglesia del pueblo. Una vez allí, en una de las mesas de la terraza, «es obligado» llevar a las niñas a las escaleras que dan entrada al templo, situadas a unos pocos metros de nosotros; ¿para qué?, pues para que suban y bajen sus escalones incansablemente (y agotadoramente para los adultos que las acompañamos) en diversos estilos y modalidades: andando, saltando, hacia delante, lateralmente, para atrás...; también, para que bajen corriendo la rampa que, para gente necesitada, hay en un lateral de las escaleras; para que se cuelguen de la barandilla que hay junto a dicha rampa.... Échenle imaginación y aun así se quedarán cortos ante la variedad.
Los tres adultos nos turnamos para aguantar el tirón con las crías. Mientras uno está con ellas, los otros se relajan y descansan sentados en la terraza de la heladería; y eso, relativo reposo, es lo que en este momento me toca a mí, pues es mi nuera quien está con las niñas. Las tres, madre e hijas, han subido los escalones y desaparecen durante unos momentos por la puerta de entrada a la iglesia: las pierdo de vista.
Regresa mi nuera de su turno a los pocos minutos; vienen las tres, esperando las pequeñas que alguien se vuelva a ir de juego con ellas. Entonces me dice mi nieta Paula, señalándome con la mano en dirección a la puerta de la iglesia:
—Abuelo, es María.
Miro en la dirección que me señala y veo una monja, toda de blanco.
—¿Quién es María?, ¿aquella mujer? —pregunto a mi nieta, señalando en dirección a la sor con más discreción que lo ha hecho la niña—, ¿la monja?
—Sí.
Entonces me dice mi nuera que Paula y la monja acaban de tener una breve e interesante conversación en la que mi nieta ha tomado la iniciativa.
—¿Tú eres una bruja? —le ha preguntado inocentemente la niña.
—No, yo soy una monjita —se apresura a contestar con dulzura la monja.
—¿Y cómo te llamas? —sigue preguntando la chiquilla.
—María.
Y así quedó la cosa ese día, de manera que cuando posteriormente hemos ido allí a tomar un helado, Paula se acuerda y pregunta por María.
Días después, en el mismo contexto, presencié una escena parecida, pero cambiando de niña protagonista. Imagínenme sentado en la terraza de la heladería; las chiquillas andan, esta vez acompañadas por su yaya —mi consuegra—, en las escaleras de la iglesia; miro hacia donde están ellas y escucho a mi nieta Paula que desde unos veinte metros de distancia me dice, elevando la voz para que la onda sonora llegue bien a mis oídos: «¡si no da miedo!»; y lo repite un par de veces: «¡abuelo, si no da miedo!, ¿a que no?». Al poco me entero de la razón por la que lo dice: Resulta que María, la monja, hoy tocada de color negro en la cabeza, le da miedo a Ángela, mi nieta pequeña, que es quien ahora dice que la monja es una bruja; y Paula, en su papel de «más mayor», trata de quitarle importancia y me explica a mí, desde la distancia, lo que le dice y le repite a su hermana para tranquilizarla: «¡si no da miedo!».
Y así están las cosas por ahora con el asunto de la bruja-monja.
...y un payaso
El tema de la monja me lleva a recordar algo que hace ya muchos años —cerca de cuarenta— me ocurrió con mi hijo mayor, el padre de Paula y Ángela, las protagonistas de la historia que acabo de contar.
Vivíamos en la casa que tuvimos antes de la que disfrutamos ahora; yo andaba en mi estudio y mi hijo en el salón, jugando y viendo la tele. De pronto veo que, muy sorprendido, viene corriendo hacia donde estoy y me dice: «¡ven, papá, mira, un payaso!».
Voy preparado; ver un payaso en televisión no es como para maravillarse, pienso que pensé entonces. Salgo de mi estudio con el niño de la mano y voy a mirar el payaso que dice haber visto en la pantalla y que al parecer tanto le ha chocado. ¿Y...? Me llevo una buena sorpresa, porque no es un payaso, ni se le acerca; es el Papa, sí, el de Roma, que, ataviado como de costumbre, ceremonialmente, para algún acto de los suyos, con esas «vistosas» vestimentas, ha hecho creer a mi hijo que se trataba de alguien disfrazado de payaso, según su natural lógica infantil al margen de educación religiosa alguna.
Qué quieren que les diga: me dio la risa. En otra casa, otra familia casi seguro que habría reprendido al niño o le habría dado algún pescozón, por sacrílego o no sé por qué, pero yo pensé que era gracioso; reflexioné, saqué mis conclusiones —saquen ustedes las suyas—, me reí y... lo he contado muchas veces.
Ahora, las dos anécdotas, la de la bruja y la del payaso, suelen ir de la mano.


viernes, 8 de septiembre de 2017

La muda del gallego

A Tomás Cayuelas, además de su bonhomía, lo caracterizan la envergadura de su físico, su perenne buen humor, un vocabulario muy particular y un gracejo campechano en su más que abundante parloteo. Él fue la primera persona a la que recuerdo haber escuchado la expresión «sin en cambio», que desde entonces he oído de vez en cuando en el pueblo y siempre me ha chocado.
La expresión «sin en cambio» podría ser calificada como «súper locución adverbial», pues une en un curioso mezclijo el poder de dos locuciones de este tipo: «sin embargo» (sin que sirva de impedimento) y «en cambio» (por el contrario).
Cuenta Tomás (que por su aspecto físico, su fortaleza, me trae a la memoria a Josechu El Vasco) y lo hace con gracia, como suele relatar sus cosas, que cuando estuvo trabajando en el extranjero, conoció bastante bien, pues se alojaba en la misma casa que él, a un gallego que hacía (provocaba es término más preciso, por lo que cuenta nuestro amigo) un rolle alrededor de su persona, bien fuera en el autobús, en el metro o en cualquier medio de transporte público que utilizara. El rolle o corro en torno al gallego se debía a que la gente que lo rodeaba comenzaba a distanciarse prudentemente de él, a protegerse respetando un círculo a su alrededor, el famoso cordón de seguridad, porque el individuo en cuestión olía muy mal, atufaba.
¿Que por qué atufaba? Pues... para que se hagan una idea, a continuación va un botón, como el de la famosa muestra.
Dice Tomás, que relata la historia acompañándose de gestos ilustrativos muy enriquecedores, que el gallego tenía dos pares de calzoncillos: los que llevaba puestos y otros que guardaba debajo del colchón de su cama, entre este y el somier. Cuando quería «mudarse», se quitaba los calzoncillos que llevaba puestos y los sustituía por los otros, que, sin haber sido lavados, estaban esperando el cambio en el lugar que días antes se les había asignado.
En el diccionario de María Moliner, muda es, en su segunda acepción, el «conjunto de la ropa interior que se suele cambiar de una vez» (pone como ejemplo: «Ponme en la maleta un traje y una muda»). En mi memoria, igualmente, la muda es la ropa interior, y mudarse, el cambio de ropa interior; y recuerdo que en mi infancia a los niños nos mudaban una vez a la semana.
Cuando pasaban otros cuantos días (demasiados, por lo escuchado a Tomás, que dice que..., tirando por lo bajo, podría ser que su compañero de piso se mudara quincenalmente), el gallego repetía la misma operación, ahora a la inversa: se quitaba los calzoncillos que llevaba puestos, los ponía bajo el colchón, sobre el somier, y se ponía los que allí había dejado quince días antes, que, por supuesto, estaban tiesos, como acartonados, insiste el narrador tapándose la nariz en un gesto exageradamente cómico.
Según días y tiempo disponible, Tomás incluye en la narración pequeñas variaciones, algunos matices que sin alterar la esencia de la misma, la enriquecen; son los ornamentos, como el referido a cuando el gallego, en una ocasión, se decide a lavar los calzoncillos empujado por nuestro amigo, que le hace ver el amarillento «bordón» que los orla; entonces los lava en la bañera, solo con agua y pisándolos como si de uvas para hacer vino se tratasen; después los tiende en una cuerda donde penden totalmente tiesos, acartonados y con un extendido y ahora más difuminado color amarillento, un indefinible tono anicotinao.
Hay que ver (los gestos que acompañan la narración son muy importantes) y escuchar muy atentamente a Tomás cuando habla del estado en que estaban los calzoncillos del gallego, tanto los que se quitaba como los que esperaban su turno para ser utilizados, siempre sin lavar, por supuesto.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Hacer ejercicio

Vivo en un tercer piso y no suelo utilizar el ascensor para bajar a la calle: lo hago por la escalera; pero subir…, eso es otra cosa: se me atraganta, sobre todo, el último tramo, y el corazón, mi defectuoso corazón, amenaza con salírseme por la boca.
No me gusta, pero, para mejorar mi salud, salgo a andar casi diariamente. La verdad es que me cuesta mucho vencer la pereza y aprovecho cualquier excusa para quedarme en casa, que es lo que en realidad me apetece, lo que de verdad me gusta: la tranquilidad del sillón, el ordenador, la prensa, los libros, la música, el cine en la tele… o, sencillamente, perder el tiempo...: eso es lo mío. Lo malo es que esa actitud sillonera dominante en mi vida hasta hace no mucho (sillonbol la llamó en su día el cardiólogo que me trataba) es poco sana y me ha traído malas consecuencias, unos lodos que ahora no es momento de tratar aquí.
¿Y entonces... de salir, nada?, preguntarían algunos de ustedes si tuvieran la ocasión. Bueno… sí... para tomar unas cañas, un café, un helado, charlar un rato…
La verdad es que me apunto a lo que dice Iñaki Uriarte (Diarios 1999-2003, Pepitas de Calabaza, 2011):
No sé hacer ejercicio. Tan simple como eso. Pasea, pasea, pero ¿cómo se pasea? Me aburro. No le veo sentido. Hay gente a la que le dirías: hay que leer una hora al día, y le sería imposible. Lo mismo me pasa a mí con el ejercicio.
Pero resulta, ¡vaya!, que el ejercicio es bueno para la salud (a este paso terminarán los cementerios llenos de gente saludable, dice Woody Allen en una de sus películas cuando el personaje que interpreta va paseando por el parque y se encuentra con gente corriendo en dirección contraria): andar fortalece el corazón, quema calorías, baja la tensión y el colesterol, disminuye el estrés y qué sé yo cuántas cosas buenas más dicen que propicia.
¿Y…? Pues eso, que, a esta edad mía, una vez jubilado…, si no llevas cuidado, como tienes menos actividad obligatoria…, pues… más sedentarismo, y la salud puede caer en picado. Tampoco se trata de ir a un gimnasio, ni me va por ahora la utilización de aparatos para hacer ejercicio en casa.
Entonces… ¿qué me queda?: andar, pasear…: moverme, aunque sea saliendo a comprar el pan o alguna otra falta de la casa. Se trata de aprovechar, para realizar ejercicio físico, cualquier cosa que tenga que hacer. Y de ahí a andar un poco más seriamente, todos los días, hay un paso. Y en ello estamos; así que, aunque resulte difícil de creer para quienes me han conocido en tiempos pasados, salgo, como he dicho, casi diariamente y ando durante una hora u hora y media; incluso, a veces, créanlo, dos horas. No quiero acabar desplazándome, como dice Bukowski, usando el culo o rodando.
[…] ¿Quién inventó las escaleras mecánicas? Escalones que se mueven. Y luego hablamos de locuras. La gente sube y baja por escaleras mecánicas, en ascensores, conduce coches, tiene garajes con puertas que se abren tocando un botón. Luego van al gimnasio a quitarse la grasa. Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo, o quizá simplemente rodemos como rastrojos que lleva el viento. Cada especie se destruye a sí misma. (Charles Bukowski (2000): El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, Barcelona, Anagrama, pág. 36).