SECCIONES

viernes, 15 de septiembre de 2017

Una bruja y un payaso

Una bruja...
Acaba de comenzar el verano y ya aprieta el calor. Voy con mi hijo mayor, mi nuera y mis nietas a tomar un helado a la heladería que hay junto a la iglesia del pueblo. Una vez allí, en una de las mesas de la terraza, «es obligado» llevar a las niñas a las escaleras que dan entrada al templo, situadas a unos pocos metros de nosotros; ¿para qué?, pues para que suban y bajen sus escalones incansablemente (y agotadoramente para los adultos que las acompañamos) en diversos estilos y modalidades: andando, saltando, hacia delante, lateralmente, para atrás...; también, para que bajen corriendo la rampa que, para gente necesitada, hay en un lateral de las escaleras; para que se cuelguen de la barandilla que hay junto a dicha rampa.... Échenle imaginación y aun así se quedarán cortos ante la variedad.
Los tres adultos nos turnamos para aguantar el tirón con las crías. Mientras uno está con ellas, los otros se relajan y descansan sentados en la terraza de la heladería; y eso, relativo reposo, es lo que en este momento me toca a mí, pues es mi nuera quien está con las niñas. Las tres, madre e hijas, han subido los escalones y desaparecen durante unos momentos por la puerta de entrada a la iglesia: las pierdo de vista.
Regresa mi nuera de su turno a los pocos minutos; vienen las tres, esperando las pequeñas que alguien se vuelva a ir de juego con ellas. Entonces me dice mi nieta Paula, señalándome con la mano en dirección a la puerta de la iglesia:
—Abuelo, es María.
Miro en la dirección que me señala y veo una monja, toda de blanco.
—¿Quién es María?, ¿aquella mujer? —pregunto a mi nieta, señalando en dirección a la sor con más discreción que lo ha hecho la niña—, ¿la monja?
—Sí.
Entonces me dice mi nuera que Paula y la monja acaban de tener una breve e interesante conversación en la que mi nieta ha tomado la iniciativa.
—¿Tú eres una bruja? —le ha preguntado inocentemente la niña.
—No, yo soy una monjita —se apresura a contestar con dulzura la monja.
—¿Y cómo te llamas? —sigue preguntando la chiquilla.
—María.
Y así quedó la cosa ese día, de manera que cuando posteriormente hemos ido allí a tomar un helado, Paula se acuerda y pregunta por María.
Días después, en el mismo contexto, presencié una escena parecida, pero cambiando de niña protagonista. Imagínenme sentado en la terraza de la heladería; las chiquillas andan, esta vez acompañadas por su yaya —mi consuegra—, en las escaleras de la iglesia; miro hacia donde están ellas y escucho a mi nieta Paula que desde unos veinte metros de distancia me dice, elevando la voz para que la onda sonora llegue bien a mis oídos: «¡si no da miedo!»; y lo repite un par de veces: «¡abuelo, si no da miedo!, ¿a que no?». Al poco me entero de la razón por la que lo dice: Resulta que María, la monja, hoy tocada de color negro en la cabeza, le da miedo a Ángela, mi nieta pequeña, que es quien ahora dice que la monja es una bruja; y Paula, en su papel de «más mayor», trata de quitarle importancia y me explica a mí, desde la distancia, lo que le dice y le repite a su hermana para tranquilizarla: «¡si no da miedo!».
Y así están las cosas por ahora con el asunto de la bruja-monja.
...y un payaso
El tema de la monja me lleva a recordar algo que hace ya muchos años —cerca de cuarenta— me ocurrió con mi hijo mayor, el padre de Paula y Ángela, las protagonistas de la historia que acabo de contar.
Vivíamos en la casa que tuvimos antes de la que disfrutamos ahora; yo andaba en mi estudio y mi hijo en el salón, jugando y viendo la tele. De pronto veo que, muy sorprendido, viene corriendo hacia donde estoy y me dice: «¡ven, papá, mira, un payaso!».
Voy preparado; ver un payaso en televisión no es como para maravillarse, pienso que pensé entonces. Salgo de mi estudio con el niño de la mano y voy a mirar el payaso que dice haber visto en la pantalla y que al parecer tanto le ha chocado. ¿Y...? Me llevo una buena sorpresa, porque no es un payaso, ni se le acerca; es el Papa, sí, el de Roma, que, ataviado como de costumbre, ceremonialmente, para algún acto de los suyos, con esas «vistosas» vestimentas, ha hecho creer a mi hijo que se trataba de alguien disfrazado de payaso, según su natural lógica infantil al margen de educación religiosa alguna.
Qué quieren que les diga: me dio la risa. En otra casa, otra familia casi seguro que habría reprendido al niño o le habría dado algún pescozón, por sacrílego o no sé por qué, pero yo pensé que era gracioso; reflexioné, saqué mis conclusiones —saquen ustedes las suyas—, me reí y... lo he contado muchas veces.
Ahora, las dos anécdotas, la de la bruja y la del payaso, suelen ir de la mano.


2 comentarios:

  1. Y, las mías, Pepe, son idénticas a las que se entreleen en tus palabras. Sí, a veces, la mascarada de la diferenciación confunde, da terror o risa. Cuando produce terror la mente relaciona hechos con aspecto y confunde. Ahí, ahí está la inutilidad del pescozón: creo que nunca se debe reprender por apreciar diferenciaciones que apartan la realidad de la ficción. Un abrazo.

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  2. A mí me suele dar la risa y, además, extraigo mis conclusiones.

    Gracias, Antonio.

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