SECCIONES

viernes, 12 de agosto de 2016

Si dolce è’l tormento (1)

Preludio
Whatsapp (recortado) de Mariano Durán:
Como ven —si entienden el whatsapperiano—, me pide un buen amigo que escriba una entrada, de esas que hago “tan maravillosas” —gracias, Mariano—, sobre Si dolce è’l tormento, una canción de Claudio Monteverdi que, como él dice —mi amigo, no Monteverdi— es “un ejemplo divino de esa conjunción que pretendían los fiorentinos de fundir música y poesía”.
Mariano, de una sensibilidad —literatura, cine, música...— fuera de lo común, es profesor de música además de melómano —no crean que siempre van de la mano ambas facetas— y sabe bien lo que dice. A él va dedicado, pues, este artículo, que trata de aclarar lo mucho que quiere expresar mi amigo con tan pocas palabras.
Nota: Pido perdón, sobre todo a los menos interesados en el mundo musical, pues escribiendo y escribiendo he alargado, quizás excesivamente, el artículo. Para hacerlo más digestivo lo distribuiré en unas cuantas entradas sucesivas, y para abreviar el mal trago a algunos, acortaré las fechas entre ellas.
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Cambio de estilo
Se suele señalar la fecha de 1600 —año del estreno de L’Euridice, de Jacopo Peri, la primera ópera que conservamos íntegra— como la del comienzo del barroco musical, igual que se utiliza la de 1750 —año de la muerte de Johann Sebastian Bach— como la del final de este mismo período. Pero todos sabemos que quien se acostó la noche del 31 de diciembre de 1599 no lo hizo en la época renacentista y se levantó al día siguiente, uno de enero de 1600, en la barroca; estas fechas —mojones de delimitación vagos e imprecisos— se utilizan simplemente como aproximaciones al comienzo y al final de una época en que compositores y oyentes aceptaron y compartieron ciertos ideales y convenciones.
Nunca podemos saber realmente por qué un estilo más o menos universal es sustituido por otro. Examinar los comienzos de la música barroca a fines del siglo XVI y decir que cuando un estilo muere por agotamiento otro ocupa su lugar sería una forma peligrosamente simplista de considerar la situación. El estilo polifónico ya establecido se mantuvo paralelamente a la nueva música, y Monteverdi, el mayor maestro de los comienzos del barroco, escribió igualmente bien en el viejo estilo, al que llamaba la prima prattica. El cambio no provino del agotamiento de la polifonía, sino de un verdadero cambio en la sensibilidad europea; sus causas están entre los imponderables de la historia, que sólo podemos conocer por sus resultados. Henry Raynor (1986): Una historia social de la música, Madrid, Siglo XXI, pág. 203.
Los músicos de finales del siglo XVI se encuentran con un problema importante: la exigencia de hallar un sistema más sencillo y racional que el polifónico para adaptar las palabras a la música, problema que ya se había manifestado en Gioseffo Zarlino (1517-1590), compositor y teórico a quien el sistema en vigor —la polifonía, el contrapunto— había impedido hallar una solución satisfactoria. Así pues, el problema surgido de la crisis del mundo musical polifónico tiene que ver con la relación entre palabra y música, entre el lenguaje de los sentimientos y el de los sonidos.
Resulta curioso para los estudiosos cómo ya en los comienzos del Cinquecento el escritor italiano Baltasar Castiglione (El cortesano, 1528), aunque no muy conscientemente, se adelanta y traza con palabras sencillas —no es músico— el futuro “recitar cantando”, uno de los ideales de la Camerata de los Bardi, grupo que después trataremos. Para Castiglione, cantar acompañándose con el propio instrumento —laúd, viola...— figuraba entre las habilidades que debía poseer el noble renacentista, subrayando el carácter de noble sencillez de dicho “canto”, que conviene al buen cortesano más que la polifonía.
[...] sobre todo me parece muy grato cantar con viola cuando se recita, porque aporta tanta hermosura y eficacia a las palabras, que deviene una gran maravilla”
Ya en la segunda mitad del siglo XVI son numerosos los músicos y teóricos que piden una vuelta a la sencillez de los antiguos griegos como antídoto frente a la degeneración de los modernos; consideran ese retorno a la antigüedad el remedio contra tanto artificio contrapuntístico y afirman la supremacía de la palabra frente a la música, contribuyendo así a la nueva concepción que termina imponiéndose, la de la monodia (monodia acompañada), a la que después dotaron de una teoría más desarrollada los integrantes de la Camerata.
Monodia […] una melodía en estilo recitativo para una sola voz, respaldada por un acompañamiento continuo bastante simple. La línea vocal refleja el dramatismo y la expresividad del texto, siguiendo frecuentemente el ritmo natural de la pronunciación de las palabras. […] Roy Bennett (2003): Léxico de la música, Akal, pág. 189.
Continuará.

jueves, 4 de agosto de 2016

La Rojica

Publicado en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, N.º 157 / JULIO-AGOSTO 2016
La Rojica que recuerda mi memoria no era roja; no lo era en lo político y tampoco físicamente; en todo caso, en el segundo aspecto —piel y pelo—, un poco rubia, algo que explicaría lo de “rojica”, ya que, por aquel entonces, aquí, y recuerdo algunos casos, llamábamos rojos a los rubios. Lo del diminutivo —final en “-ica”, típico murciano— parece que tiene más sentido y no sé si le vendría de cuando era niña —probablemente— o porque era baja de estatura: pequeña. También era coja: tenía una pierna, ¿la derecha?, más delgada y corta que la otra. En mi memoria perduran, además de su aspecto físico —baja, rellenita, cara corta y redonda, ojos azulgrisáceos—, su cojera y el timbre de su voz aniñada.
Era hija de Santiago, un hombre pequeño, como ella, muy, pero que muy, aficionado a la cerveza, sola, sin tapa —“que sea Mahou”, decía tras pedirla—, que pronto se le subía a la cabeza y lo mantenía en un ¿leve? pero constante, diría yo, estado etílico.
María, que así se llamaba La Rojica, estaba casada —recuerdo muy lejanamente que estuve en su boda— con Antonio Lorente, un curioso personaje, físicamente bastante enclenque y de cara acantinflada, procedente de la ciudad de Murcia, de la Misericordia, que así se abreviaba el nombre del hospicio llamado Casa de Misericordia, a la que pasaban a cierta edad los niños ingresados de recién nacidos en la Inclusa de la capital.
En la Misericordia, según me contó él mismo, Antonio había pasado mucha hambre, pero también había aprendido solfeo y a tocar la flauta y el saxofón. Aquí en el pueblo fue músico —primero flauta, y saxo tenor después— en la banda que dirigía José [el] Abellán; después tocó el saxo en Los Parrandos.
Me dice Ginés Abellán que Antonio Lorente vino al pueblo debido a los estímulos del director de la banda de música, José [el] Abellán, que vio en él un buen refuerzo, como flauta, para el grupo que dirigía, y le facilitó un local para que ejerciera como zapatero remendón, que era su profesión. Después, Antonio conoció a La Rojica y…
Antonio, El Lorente, como terminó siendo en el pueblo —“de La Rojica”, si había que aclarar más—, era simpático, bromista, ¿alegre?... siempre en un tono infantil que al niño que había en mí atraía y hacía que me cayera muy bien; podemos decir que nuestro personaje iba blindado con un humor a prueba de adversidades, un buen carácter que contagiaba.
La Rojica, Antonio y Santiago eran vendedores ambulantes dentro de la localidad. En verano vendían un helado típico de la época, el chambi, y por ello eran conocidos como chambileros. Diego Ruiz Marín (Vocabulario de las hablas murcianas. Diego Marín, 2007) nos aclara los términos:
Chambi o chambil. m. Mantecado helado entre dos obleas u hojuelas de barquillo, a modo de emparedado, que venden los horchateros ambulantes […]
Chambilero. m. Vendedor ambulante de helados.
En el carro de La Rojica, en invierno el chambi se trocaba en cucuruchos de pipas hechos con papel de estraza, cuyo precio recuerdo de dos reales, y castañas asadas, productos que vendían nuestros personajes en la puerta del cine y que ayudaban a pasar la tarde de forma entretenida, tanto a muchos de los que entraban a ver las películas como a otros que no lo hacían.
De esta forma, los apodos de nuestros personajes variaban: ella era La Rojica “la de las pipas” o “la chambilera”; y en el caso de ellos —Santiago y Antonio— había que sumar a su nombre “el de las pipas”, “el chambilero” o “el de La Rojica”.
Muchos todavía nos acordamos de los chambis de La Rojica, los helados que vendía en su puesto de chambilera ambulante, un carro —los vi iguales en otros lugares— estrecho, alargado, cubierto por arriba, con dos ruedas, y, en un extremo, un par de pequeños varales para tirar de él o, sobre todo, empujarlo y recorrer estratégicamente distintos puntos del pueblo, cambiando de lugar cuando interesaba.
Parecido al de La Rojica
La Rojica elaboraba sus famosos chambis con leche condensada, por lo que, decía, suponían un buen alimento; y los despachaba con un artilugio como el que describe Antonio Martínez Sarrión en el primer volumen de sus memorias, Infancia y corrupciones (Alfaguara, 1993, pág. 52):
“… un molde de hojalata cuya base, accionada por émbolo, descendía más o menos en el cubículo, según las perras a gastar. Surgían unos cortes maravillosos emparedados entre dos galletas […]
Y quiero terminar con una curiosidad filológica: La palabra chambi, el término que denomina a nuestro rico helado de entonces, parece ser, como señalan Martínez Sarrión y Ruiz Marín —obras citadas—, una castellanización —neologismo o barbarismo— de la voz inglesa sándwich. ¿¡Curioso, no!?

viernes, 29 de julio de 2016

El ángel gordo

Juanito, de familia muy católica, anda preocupado con el asunto del ángel de la guarda: “¿qué ángel me habrá tocado?”, “¿cómo será?”, piensa; “¿será diligente?”, “¿estará atento o, por el contrario, será un manazas o… un distraído y estaré demasiado expuesto a que me pase cualquier cosa?”.
Un día, a la hora de comer, sentado a la mesa, oye de labios de su padre —que le comenta a su madre haberlo leído en un libro*— que los ángeles gordos vuelan menos. Inmediatamente le viene al niño, de nuevo, ese runrún a la cabeza, y le da por pensar que si son gordos no solo vuelan menos, sino que, además, lo harán más lentamente. ¡¿Entonces…, —se pregunta temeroso— esa rapidez necesaria para evitar el peligro a un niño, para salvarlo cuando está a punto de caer por un precipicio, para evitar el accidente antes de que ocurra?!
Y por la noche, tras las oraciones de rigor —ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día...; cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan…—, vuelve el runrún: ¿Y si me caigo de la cama? ¿Y si me atraganto a media noche? ¿Y si viene el Tío Saín?... Y no puede remediar seguir pensando, preocupado, obsesionado, que le puede haber tocado en suerte un ángel de la guarda gordo, o…, peor, muy gordo.

Lo ha leído en Un conjunto de pétalos… no es una rosa, de Paco González.

viernes, 22 de julio de 2016

Antiguos compañeros...

ANTIGUOS COMPAÑEROS SE REÚNEN
Ya somos todo aquello
contra lo que luchamos a los veinte años.
José Emilio Pacheco (2015):
En resumidas cuentas,
Antología, Edic. de Hernán Sánchez,
Madrid, Visor, pág. 82.

viernes, 15 de julio de 2016

Silver Kane

La revista LA CALLE publicó el mes pasado La Dolores del quiosco, un artículo que yo tenía preparado como entrada para Abonico y que, simplemente, anticipé al editor de la publicación. Después he recibido unas cuantas felicitaciones y opiniones sobre el escrito; algunos amigos me han dicho que, además de tebeos, en su día también leyeron muchas novelas del oeste alquiladas o cambiadas en el quiosco de La Dolores (por muy poco precio cambiabas una tuya por una de las del quiosco), y alguno de ellos me ha confesado que de este tipo de novelas su autor favorito era Silver Kane.
Silver Kane fue un seudónimo utilizado por Francisco González Ledesma (1927-2015), escritor y periodista catalán, ganador del premio Planeta en 1984 con Crónica sentimental en rojo, un autor que podemos situar entre los grandes de la literatura policíaca en nuestro país. González Ledesma, con una obra marcadamente social, es, con Manuel Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Juan Madrid... —entre mis preferidos—, uno de los padres de la llamada novela negra española.
Silver Kane / Francisco González Ledesma
Aunque no es mi número uno —estarían antes los otros tres— quiero rendirle aquí un pequeño homenaje. Su sencillo, humano y escéptico inspector Méndez —descuidado en el vestir, con libros que le deforman los bolsillos de abrigos y chaquetas— se lo merece, me gusta.
Como en mis estanterías tengo una pequeña sección de novela negra, policiaca y de espías, he ido a mirar en ella los títulos que hay de este autor: solo tres. Yo hubiera dicho, a ojo, que tenía como mínimo media docena; me debe haber fallado la maldita selectiva memoria, o, también, puedo haber “perdido” algún ejemplar. Y es que hay que ver cómo desaparecen algunos libros de mis estanterías. No quiero utilizar la expresión “no me lo explico” porque sí me lo explico: los presto demasiado alegremente; tan alegremente, que los pierdo con la misma alegría. Y algo parecido me ha pasado con las películas, los discos, las partituras...
Fueron muchos los escritores que, represaliados, tuvieron que ganarse la vida durante el dictatorial régimen de Franco publicando sus obras con nombres falsos. González Ledesma, uno de los más prolíficos, escribió muchísimas de las suyas con seudónimos, entre los que utilizó el de Silver Kane en más de mil novelas, sobre todo del oeste, aunque también otras: ciencia ficción, policiaca, de misterio... Él contaba que usó el seudónimo por consejo del editor Francisco Bruguera, quien le dijo que lo hiciera porque con un apellido como González nadie se iba a creer una novela del oeste. 
En mi corta época de lector de novelas del oeste, yo también leí a Silver Kane, y a Marcial Lafuente Estefanía, quizás el más popular (también utilizó seudónimos y no se sabe la cantidad de novelas del oeste que publicó, porque algunos de sus descendientes —hijos, nieto— siguieron haciéndolo con su nombre, pero hablamos de unas tres mil), y a Keith Luger (Miguel Oliveros), autor también de muchísimas novelas —sobre todo del oeste, ciencia ficción y terror— y algunos guiones de películas.
Fco. González Ledesma (Silver Kane) y Marcial Lafuente Estefanía,
en la Editorial Bruguera, mediados los sesenta del siglo pasado.
Por cierto, y ya termino, me acuerdo, un verano de vacaciones en Torrevieja, de mi primera novela del oeste, comprada en una diminuta librería que había en una de las esquinas de la plaza de abastos de dicha localidad; recuerdo su título —Una bala perdida—, no se me ha olvidado cómo la leí ávidamente en poco tiempo, ni su precio: cinco pesetas —3 céntimos de euro—, allá por el año mil novecientos sesenta y muy pocos del siglo pasado.

viernes, 8 de julio de 2016

Bocatto di cardinale

“Bocatto di cardinale” es una expresión italiana —hay quien dice que no, pero para el caso es igual— muy extendida también en otros países, que indica que algo es o está buenísimo, fuera de serie, un bocado típico de un cardenal, que, no lo olvidemos, es el grado más alto y refinado de la iglesia; después: el Papa.
A Antonio, sin embargo, cuando de muy joven —no tan muy— escuchaba decir “bocatto di cardinale” —dice que no sabe debido a qué; yo creo que sí lo sabe— le venía a la mente la imagen de la actriz italiana Claudia Cardinale, todo un mito del cine (Rocco y sus hermanos, El Gatopardo, Los profesionales...).

¿Y por qué acudía a la cabeza de Antonio la imagen de Claudia Cardinale y no la de un cardenal? Bueno... parece evidente; en primer lugar, Antoñito era bastante joven cuando empezó a oírlo, y, además, ¿qué oía?: el enunciado dice “cardinale”, no “cardenale”, y él no sabía italiano, ni sabe, dice, pero ahora tiene Internet para aclararse. Y por otro lado, supongo que para un zagal de su edad, entonces, pensar en un buen bocado, en algo muy apetecible, no lo era hacerlo en comida para un cardenal, sino —relacionándolo con la expresión italiana— en la morbosa imagen de la guapísima morenaza latina Claudia Cardinale.


Con el tiempo, Antonio supo qué significaba la expresión, supo que se refería a cardenal, y desde entonces, cuando ha escuchado “bocatto di cardinale” se ha acostumbrado a contestar, de inmediato, incluso mentalmente si la prudencia lo impone, superando la apuesta de máxima bondad cardenalicia: 
“no, di cardinale no, di Pontefice: bocatto di Pontefice”
Pero, inevitablemente, la imagen de la Cardinale aparece en su mente.

viernes, 1 de julio de 2016

Cioran, su amiga y Brahms

Me muestra mi hijo Antonio un par de citas que ha marcado en un libro (es de los que leen con un lápiz en la mano, o a la mano, como tiene que ser). Se trata de una obra de Emil M. Cioran, de título Ese maldito yo, en una de cuyas páginas Antonio tiene señalado:
Cada vez que escribo a una amiga nipona, le recomiendo una obra de Brahms. En su última carta me cuenta que acaba de salir de una clínica de Tokio a la que fue trasladada en ambulancia por haberse entregado demasiado a mi “ídolo”. ¿Ha sido a causa del Trio nº 2 opus 87 o de la Sonata nº 2 opus 99? Qué importa… Solo lo que invita el desfallecimiento merece la pena ser escuchado. (E. M. Cioran: Ese maldito yo, Tusquets, 2004, pág 71).
¡¡¡¿”Solo lo que invita al desfallecimiento merece la pena ser escuchado”?!!! ¡Demasiado! ¿No?
¡Bueno!, a continuación les ofrezco para su audición un movimiento de una de las obras de Johannes Brahms que según Cioran pueden haber sido las causantes del ingreso de la japonesa en la clínica. Tratando de evitar que les pase a ustedes lo que a ella, he elegido el Allegro final —4º movimiento— de la Sonata para violonchelo y piano n.º 2, en fa mayor, op.99. Entre las interpretaciones escuchadas para escribir esta entrada, me inclino por la del dúo formado por Yo-Yo Ma, violonchelista francés de padres chinos —tocó en 2009 en la investidura de Barack Obama—, y Emanuel Ax, pianista ucraniano nacionalizado estadounidense, que, precisamente, no hace mucho vi haciendo un cameo en un capítulo de Mozart en la jungla.
Este Allegro con función de Finale está estructurado como un rondó, que, esencialmente, pues los hay de diversos tipos, es una forma musical en la que un pegadizo tema principal, que llamamos estribillo, reaparece varias veces, intercalado entre otros diversos temas, normalmente contrastantes con él, que llamamos episodios o coplas (de couplets, en francés).
Quienes no tengan costumbre pueden estar atentos al estribillo, pendientes de cada una de sus apariciones.
A ver si les gusta.