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jueves, 4 de agosto de 2016

La Rojica

Publicado en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, N.º 157 / JULIO-AGOSTO 2016
La Rojica que recuerda mi memoria no era roja; no lo era en lo político y tampoco físicamente; en todo caso, en el segundo aspecto —piel y pelo—, un poco rubia, algo que explicaría lo de “rojica”, ya que, por aquel entonces, aquí, y recuerdo algunos casos, llamábamos rojos a los rubios. Lo del diminutivo —final en “-ica”, típico murciano— parece que tiene más sentido y no sé si le vendría de cuando era niña —probablemente— o porque era baja de estatura: pequeña. También era coja: tenía una pierna, ¿la derecha?, más delgada y corta que la otra. En mi memoria perduran, además de su aspecto físico —baja, rellenita, cara corta y redonda, ojos azulgrisáceos—, su cojera y el timbre de su voz aniñada.
Era hija de Santiago, un hombre pequeño, como ella, muy, pero que muy, aficionado a la cerveza, sola, sin tapa —“que sea Mahou”, decía tras pedirla—, que pronto se le subía a la cabeza y lo mantenía en un ¿leve? pero constante, diría yo, estado etílico.
María, que así se llamaba La Rojica, estaba casada —recuerdo muy lejanamente que estuve en su boda— con Antonio Lorente, un curioso personaje, físicamente bastante enclenque y de cara acantinflada, procedente de la ciudad de Murcia, de la Misericordia, que así se abreviaba el nombre del hospicio llamado Casa de Misericordia, a la que pasaban a cierta edad los niños ingresados de recién nacidos en la Inclusa de la capital.
En la Misericordia, según me contó él mismo, Antonio había pasado mucha hambre, pero también había aprendido solfeo y a tocar la flauta y el saxofón. Aquí en el pueblo fue músico —primero flauta, y saxo tenor después— en la banda que dirigía José [el] Abellán; después tocó el saxo en Los Parrandos.
Me dice Ginés Abellán que Antonio Lorente vino al pueblo debido a los estímulos del director de la banda de música, José [el] Abellán, que vio en él un buen refuerzo, como flauta, para el grupo que dirigía, y le facilitó un local para que ejerciera como zapatero remendón, que era su profesión. Después, Antonio conoció a La Rojica y…
Antonio, El Lorente, como terminó siendo en el pueblo —“de La Rojica”, si había que aclarar más—, era simpático, bromista, ¿alegre?... siempre en un tono infantil que al niño que había en mí atraía y hacía que me cayera muy bien; podemos decir que nuestro personaje iba blindado con un humor a prueba de adversidades, un buen carácter que contagiaba.
La Rojica, Antonio y Santiago eran vendedores ambulantes dentro de la localidad. En verano vendían un helado típico de la época, el chambi, y por ello eran conocidos como chambileros. Diego Ruiz Marín (Vocabulario de las hablas murcianas. Diego Marín, 2007) nos aclara los términos:
Chambi o chambil. m. Mantecado helado entre dos obleas u hojuelas de barquillo, a modo de emparedado, que venden los horchateros ambulantes […]
Chambilero. m. Vendedor ambulante de helados.
En el carro de La Rojica, en invierno el chambi se trocaba en cucuruchos de pipas hechos con papel de estraza, cuyo precio recuerdo de dos reales, y castañas asadas, productos que vendían nuestros personajes en la puerta del cine y que ayudaban a pasar la tarde de forma entretenida, tanto a muchos de los que entraban a ver las películas como a otros que no lo hacían.
De esta forma, los apodos de nuestros personajes variaban: ella era La Rojica “la de las pipas” o “la chambilera”; y en el caso de ellos —Santiago y Antonio— había que sumar a su nombre “el de las pipas”, “el chambilero” o “el de La Rojica”.
Muchos todavía nos acordamos de los chambis de La Rojica, los helados que vendía en su puesto de chambilera ambulante, un carro —los vi iguales en otros lugares— estrecho, alargado, cubierto por arriba, con dos ruedas, y, en un extremo, un par de pequeños varales para tirar de él o, sobre todo, empujarlo y recorrer estratégicamente distintos puntos del pueblo, cambiando de lugar cuando interesaba.
Parecido al de La Rojica
La Rojica elaboraba sus famosos chambis con leche condensada, por lo que, decía, suponían un buen alimento; y los despachaba con un artilugio como el que describe Antonio Martínez Sarrión en el primer volumen de sus memorias, Infancia y corrupciones (Alfaguara, 1993, pág. 52):
“… un molde de hojalata cuya base, accionada por émbolo, descendía más o menos en el cubículo, según las perras a gastar. Surgían unos cortes maravillosos emparedados entre dos galletas […]
Y quiero terminar con una curiosidad filológica: La palabra chambi, el término que denomina a nuestro rico helado de entonces, parece ser, como señalan Martínez Sarrión y Ruiz Marín —obras citadas—, una castellanización —neologismo o barbarismo— de la voz inglesa sándwich. ¿¡Curioso, no!?

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