SECCIONES

viernes, 19 de mayo de 2017

Para Anna Magdalena (1)

La muerte de su primera mujer, Maria Barbara, dejó en una situación muy difícil a Johann Sebastian Bach (ya habían muerto anteriormente tres hijos del matrimonio). Para él debieron ser tiempos muy amargos, pues vivía, aunque ayudado por una criada, con cuatro hijos en una casa que acababa de quedar dramáticamente vacía sin la mano rectora que había llevado el hogar hasta entonces. Ahora todo recaía en él, y debió resultar muy duro, además de la casa, cuidar de cuatro niños de edades comprendidas entre los doce y los cinco años.
A pesar de los pesares, la vida en el hogar de Bach seguía adelante, con muchas bocas que alimentar y unas condiciones en nada parecidas a nuestras actuales comodidades: había que dar instrucciones a la criada sobre el día a día, tener leña lista, aprovisionarse para el invierno, ocuparse de la ropa —casa y vestidos— y el calzado, amén de otras múltiples cosas ahora impensables. Eidam Klaus, en La verdadera vida de Johann Sebastian Bach, Siglo xxi Editores, dice:
«Los quehaceres de una casa no eran ninguna pequeñez en el siglo xviii. Muchas de las cosas que hoy damos por algo natural no existían. El agua se traía en cubos del pozo y había que cuidar en invierno de que no se helase. Había que llevar, sobre todo en invierno, una economía privada de provisiones bien pensada: para la carne se necesitaba un saladero y chimenea, las provisiones duraderas se compraban en tiempo de cosecha; pero la harina para la sopa de la mañana no se podía comprar en gran cantidad, porque se molía húmeda y se ponía rancia en cuatro semanas, como mucho. No se podía simplemente poner una olla al fuego sobre una placa, pues ésta apareció un siglo después, todo se cocinaba sobre el fuego abierto, la olla se colgaba sobre las llamas. La leña no venía engavillada sino en piezas que había primero que cortar. Por las noches se encendía la lámpara de aceite, que no daba una luz intensa —el cilindro de la lámpara no se había inventado todavía—. Las velas eran un lujo, en las casas de los burgueses se quemaba una astilla de pino fijada a una anilla en la pared. Tampoco había plumas de acero: Johann Sebastian Bach escribió toda su vida con plumas de ganso».
Como no había una escolarización generalizada, la enseñanza de los hijos también corría a cargo de los padres: matemáticas, lectura, escritura... Y todo esto que había atendido la mujer de Bach —llevar el hogar, los hijos y mucho más—, ahora recaía en él, que tenía treinta y cinco años, una buena posición, una buena orquesta, un buen señor, pero... ¡menuda papeleta en casa!
Y en estas aparece Anna Magdalena Wülcken, una cantante profesional, contratada como soprano en Cöthen, ciudad del pequeño principado de Anhalt-Cöthen, que, con apenas veinte años, dieciséis menos que Bach, pertenecía, como él, a una familia de músicos (el padre, trompetista en la corte de Zeitz, y el abuelo por parte de madre, organista). Así pues, su cercanía a los círculos musicales nos invita a pensar lo fácil que le pudo resultar conocer a Johann Sebastian Bach.
Los estudiosos de la figura y la obra de Bach se preguntan por qué Anna Magdalena aceptó convertirse en su segunda mujer, por qué, con apenas veinte años, se casó con un viudo, padre de cuatro hijos, que, con treinta y seis años, era dieciséis mayor que ella. Algunos consideran que cualquier mujer joven en la situación de Anna Magdalena se hubiera sentido halagada al ser elegida por el maestro de capilla de la corte como compañera y madre de sus hijos. Pero quizás no fuera así; veámoslo desde otro ángulo. Mirémoslo con los ojos de una joven de veinte años que quizás no viera un chollo el casarse con un viudo mucho mayor que ella y con cuatro hijos a su cargo. Tengamos en cuenta, sobre todo, que Anna Magdalena no estaba abocada necesariamente a un matrimonio temprano, pues podía mantenerse, y muy bien, sola, ya que era una mujer independiente y con éxito, debido a su buena paga de cantante en la corte del príncipe; y esto en una época en que apenas existían las jóvenes independientes, puesto que la mayoría solo esperaba desempeñar los papeles de esposa y madre.
Por otro lado, buena parte de la crítica presenta a Bach como si únicamente hubiera tenido que escoger, entre una amplia y apetecible oferta, a la más apropiada de entre las jóvenes del país. Sin embargo, no parece una elección muy sensata que el viudo Bach se buscara una mujer tan joven e independiente, además de inexperta en el manejo del hogar y en la educación de los niños.
Así pues, la unión de Johann Sebastian y Anna Magdalena contradecía todo sensato razonamiento y convencionalismo, tanto del lado de la cantante como del lado del compositor. La conclusión, dice Eidam Klaus, es que fue un matrimonio por amor, un gran amor por ambas partes, que se mantuvo en el tiempo y del que son elocuente testimonio los trece hijos de la pareja y, más todavía, los manuscritos que demuestran la devoción de Anna Magdalena por el trabajo de su marido. Así que no fue un matrimonio de conveniencia ni de sensata y fría razón; fue, realmente, un matrimonio por amor.
Continuará

viernes, 12 de mayo de 2017

Como una yegua

De acuerdo con el diccionario de la RAE, decimos que una persona es «graciosa» para indicar que es chistosa, aguda, llena de donaire; pero, menos académicamente, solemos llamar graciosas a esas personas dotadas de una gracia sin impostación, a esas que tienen una capacidad natural para divertir a los demás, que solo tienen que abrir la boca para provocar sonrisas, risas y carcajadas a su alrededor.
Traigo hoy a Abonico la figura de una de estas personas, aunque se me ha colado en el relato, emparentada con ella, una segunda, también muy graciosa. Ramón era, cuando lo conocí, un señor ya mayor aunque no excesivamente, con un físico sin mucho que resaltar, quizás porque no lo traté mucho: bajo, un poco rechoncho, bastante moreno de piel, pelo negro…, con un rostro del que se me quedaron fijados en la memoria un par de ojos grandes, oscuros, muy expresivos, y unos labios carnosos, el inferior quizás un poco más prominente y algo relajado, en una boca muy habladora.
Solo su nombre, Ramón, resulta insuficiente para identificarlo, incluso para quienes lo conocían bien; pero si tras el nombre añadimos su apodo, el Mauricio, será más fácil saber de quién escribo, por lo menos para aquellos paisanos que tienen ya una cierta edad. Así que hablo de Ramón el Mauricio, muy conocido en el pueblo como personaje muy gracioso, como igualmente lo era su hermana, la Fina del Trules —también, lógicamente, la Trulas—, otra persona con merecimientos graciosos reseñables: ¿cosa de los genes?
Fina, con un físico parecido al de su hermano, era forofa del Real Madrid, del que no se perdía un partido por la tele, y gran admiradora, sobre todo, de uno de sus jugadores: Hierro, de quien tenía una foto de respetable tamaño en la puerta —o en un lateral, no recuerdo bien— del frigorífico de su casa. Y en nuestro pueblo la recuerdo —una extraordinaria atracción— ya mayor, junto a la banda lateral del campo de fútbol, animando a los jugadores locales (con los años que hace, aún recuerdo, literalmente, algunas de sus frases, así como el volumen, la entonación y el timbre de su voz); lo mismo arengaba a los jugadores de su equipo con expresiones como «¡¡¡Chinche, qué cojones tienes!!!» y otras por el estilo, que gritaba increpando al árbitro nada más salir este al terreno de juego: «¡cuergo —su manera de decir cuervo—, si vas de negro es por algo!».
Chinche era el apodo de un jugador del equipo local, conocido y valorado por su pundonor —igual que Hierro—, que, como el madridista, también jugaba en el centro del campo.
Estamos hablando de personas que digan lo que digan resulta divertido, y no precisamente por el contenido semántico de su discurso, sino por cómo lo dicen, aunque a veces se trate, sobre todo en boca de otros, de una grosería o de un auténtico disparate.
Ramón el Mauricio, el día que realmente lo conocí, estaba esperando el coche de línea cuando yo, que iba a Murcia, pasé por delante de la parada; aunque lo conocía solo de vista, detuve el coche junto a él y le pregunté si iba para Murcia y si quería que lo llevara. Contento —se le notaba en la sonriente mirada—, contestó que sí a las dos preguntas, subió al coche y comenzamos una curiosa y divertida conversación que a mí me dejó encantado y sobre todo me quedó meridianamente claro qué tipo de persona era este hombre. Para ser esta la primera vez que hablamos, supe a partir de entonces cómo era, con qué gracia hablaba, con qué naturalidad se enfrentaba a cualquier tema, y con qué tranquilidad decía cualquier cosa —aunque fuera, ya digo, una barbaridad— y salía más que airoso.
Más que un diálogo, realmente fue un interrogatorio, pues cuando le dije quién era yo, a qué familia pertenecía —que fue lo primero que quiso saber—, pronto me preguntó cuál era mi profesión y dónde trabajaba, si estaba casado, si tenía hijos, cuántos… Fui contestando a todas sus preguntas según me las hacía; le dije que era maestro y trabajaba en un colegio de Murcia, que estaba casado, que tenía dos hijos, pero que no tendría más, sobre todo, entre otras razones, porque no podía; y entonces le conté que a mi mujer le habían hecho una ligadura de trompas e intenté aclararle a continuación a qué me refería.
Tratando de quitarle peso a lo que creyó una profunda pena por no poder tener más hijos, el Mauricio, interrumpiéndome, me dijo: «¡eso no es na, no te preocupes!; ahora, cuando las operan, no les quitan el gusto —y añadió para terminar de convencerme—, a mi mujer hace tiempo que “la limpiaron” de ahí abajo..., sí, de sus partes —y señalaba con la mano la zona de sus genitales— y todavía se corre como una yegua».
Así lo dijo, como lo leen, tal y como lo he escrito, al pie de la letra, y a mí me impresionó tanto lo escuchado y con la naturalidad que lo soltó, que nunca he olvidado sus palabras:
¡¡¿Como una yegua?!!

viernes, 5 de mayo de 2017

Echar un vale

Por la mañana suelo salir a andar y a veces paso por lugares en que hay trabajadores de la tierra ocupados en sus labores, que frecuentemente consisten en la recolección de productos de la zona: limones, naranjas, lechugas, coles…, según la temporada. En algún caso he oído, y visto, que de algún vehículo no muy lejano a ellos sale música que ameniza la faena, algo que me recuerda que antiguamente eran los propios cantos de los trabajadores los que cumplían tal función. El tipo de música, desde luego, también ha cambiado, de los cantos de las distintas faenas en épocas lejanas (cantos de trilla, de siembra, de recolección…; fandangos, coplas huertanas…), hasta los temas de moda en la actualidad.
Recuerdo de cuando era niño algunos trabajos de la huerta que, unos más que otros, siempre me parecieron duros: segar hierba, mondar, regar, cavar huerto, arrancar patatas... Entre las escenas que pasan por mi mente, una de las más típicas —no faltaba nunca— y que a mí más me gustaba, se llamaba «echar un vale», y no era otra cosa que hacer un descanso en el trabajo y aprovecharlo para fumar un cigarro y beber un buen trago de agua o, mejor, algo más que frecuente, de vino, y ello para calmar la sed y amenizar o suavizar las durísimas tareas del trabajador huertano. Digo que mejor vino porque era costumbre que el propietario o encargado de la tierra aportara una garrafa para estos menesteres, garrafa con vino que esperaba, igual que el botijo y/o garrafa de agua, guardada y protegida a la sombra, la llegada de la hora de echar el vale.
vale. m. Descanso concedido al jornalero rural durante la jornada. (Justo García Soriano (1980): Vocabulario del dialecto murciano, Murcia, Editora Regional, pág. 130). 
Flugencio Cerriche, personaje de Diego Ruiz Marín, nos lo describe así:
Como las «pionás» de trabajo se contrataban a «tantos reales y vino», a media mañana solía echarse un «vale» para fumarse el «amarrao» o la «pava», mientras hacían una «roá» de vino tinto bebido «a gallete» directamente de la garrafa, a la que ponían un canuto de caña con corte oblicuo a tal fin. (Antonio Martínez Cerezo (1985): Murcia de la A a la Z, Santander, Ed. Tantín, pág. 341).
Ha pasado mucho tiempo, pero permanece en mi cabeza la admiración que sentía por la dureza de esos hombres de manos encallecidas que trabajaban en las labores de la huerta, y recuerdo estar atento a sus conversaciones y sus bromas. El niño que era yo entonces miraba y escuchaba con atención, cuando llegaba la hora del descanso, del vale, cómo se ponían a la sombra, se quitaban los sombreros o gorras —en ambos casos, muy sudados—, liaban el cigarro apretando bien el tabaco con manos toscas pero diestras en la tarea, pasaban la lengua por el borde del papel para pegarlo sin que el cigarro perdiera la consistencia, arreglaban las puntas para que no se saliese el tabaco, se lo ponían entre los labios, lo encendían y... entonces, echaban el primer trago.
En la actualidad, igual que las canciones que acompañan el trabajo no son las mismas que antaño, las neveras portátiles, con comida y bebida en su interior —ensaladas, tortillas, cerveza, refrescos…— han sustituido a la bolsa de tela, a la capaza y a la garrafa de vino, a la hora de echar el vale.

viernes, 28 de abril de 2017

De la lógica a la religión

Andreu Martín es uno de los grandes de la novela negra en nuestro país, un autor entre los primeros de mis favoritos dentro de dicho género; de sus obras superé hace mucho la docena, siempre novelas, de las que nunca olvidaré las primeras (Prótesis, A la vejez navajazos, El señor Capone no está en casa...). Tras mucho tiempo sin leer nada suyo, hace unos pocos años me encontré con la que quizás sea su obra más ambiciosa, Cabaret Pompeya, que ha sido calificada —Qué Leer— como «la gran novela policiaca sobre Barcelona».
Y ya más recientemente he leído Por ahora, todo va bien, en la que el escritor se estrena en el género de las memorias, y en ella he encontrado una interesante argumentación que encadena la Lógica con la Religión pasando por la Prudencia y la Superstición. Lean lo que dice Andreu Martín (respeto su texto; solo resalto algunas palabras con letra negrita):
Pensar que si uno pasa por debajo de una escalera, puede caerle en la cabeza alguna herramienta de los obreros que trabajan en lo alto es Lógica.
Evitar pasar por debajo de una escalera en lo alto de la cual están trabajando con herramientas pesadas es Prudencia.
Creer que, si uno pasa por debajo de una escalera, le van a suceder desgracias es Superstición.
Prohibir que la gente pase bajo las escaleras so pena de verse condenado al castigo del infierno es Religión.
Andreu Martín (2016):
Por ahora, todo va bien,
RBA, pág. 93.

viernes, 21 de abril de 2017

Saber sin estudiar

Saber sin estudiar es un epigrama de Nicolás Fernández de Moratín (1737 – 1780), abogado, poeta, prosista y autor teatral madrileño, partidario y seguidor en su época de la dramaturgia francesa y muy interesado por el tema de los toros. Fue el padre —quizás su mayor mérito— de Leandro Fernández de Moratín, el más importante autor de comedias (El sí de las niñas, La comedia nueva) dentro de nuestro mediocre teatro neoclásico.
Un epigrama es (Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Gredos, 1977) «una composición poética breve, en que, con agudeza y precisión, se expresa un pensamiento festivo o satírico». Puede estar compuesto con variados tipos de estrofas: dos redondillas, dos quintillas, una décima u otras combinaciones. Véanlo en Saber sin estudiar:
SABER SIN ESTUDIAR
(Epigrama)
Admirose un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supieran hablar francés.
“Arte diabólica es”,
dijo torciendo el mostacho,
“que para hablar el gabacho,
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho”.
Nicolás Fernández de Moratín
Yo veo en Saber sin estudiar un chiste en el que un castizo se extraña de que los niños franceses, desde pequeños, sepan hablar en francés, mientras que aquí en su país — Portugal en el epigrama— no hablan esa endiablada lengua ni los más mayores.
Y el chiste que veo en Saber sin estudiar me recuerda otro ya viejo en mi memoria, el del bruto que le dice muy serio y admirado a un colega: «¡Joder, tío, qué suerte hemos tenío con nacer aquí en España; mira que si llegamos a nacer en Alemania, Inglaterra o… Francia sin saber hablar na de alemán, inglés o... francés!».
A continuación les pongo a Niña Pastori uniendo música y literatura en El portugués (tanguillos). Vean cómo la cantaora flamenca utiliza, cambiando un poco la letra, el epigrama de Nicolás Fernández de Moratín.



viernes, 14 de abril de 2017

El tío Jolines

El hombre volvía de faenar en su roalico de tierra. Bastante mayor ya, subía, montado en su bicicleta, pedaleando lentamente, la pequeña cuesta de entrada al pueblo, y ya en él se encontró con un grupo de chiquillos y mozalbetes jugando a la pelota en una replaceta. Como venía muy cansado, paró, dejó la bicicleta inclinada contra la pared de una de las casas que rodeaban el improvisado campo de fútbol, utilizando como punto de apoyo el haz de yerba que llevaba en el portaequipajes, encendió un cigarro, se acuclilló contra la pared de la vivienda y se dispuso a descansar mientras pasaba el rato viendo jugar a los zagales.
La mala suerte quiso que en uno de los rifirrafes del partido el balón saliese rebotado con fuerza y diera a nuestro personaje un buen golpe en pleno rostro. Él, sin pensarlo, de forma refleja, soltó un «agudo» mecaguendiós que le salió de lo más hondo. Los jóvenes causantes del pelotazo fueron hacia él, se acercaron preocupados, lo rodearon, le preguntaron cómo se encontraba y le pidieron perdón. Aquello no fue a más... por el momento.
Pero, no se sabe cómo, la noticia llegó donde no tenía que haber llegado, pues lo hizo a oídos de las autoridades encargadas de velar por las «buenas costumbres» en el pueblo. Y la que llegó a dichas autoridades no fue la noticia del pelotazo, sino la de la cagada, algo considerado por nuestros mandamases de entonces una imperdonable blasfemia, una ofensa al altísimo.
Lo cierto es que el pobre hombre fue llamado al cuartel de la Guardia civil y allí —por blasfemo, dicen que le dijeron— lo «arreglaron» —más bien lo «desarreglaron»—, y lo hicieron de tal forma, según se cuenta, que desde entonces y mientras vivió, públicamente, de su boca jamás volvió a salir algo más fuerte, de más enjundia, que jolines; por eso se quedó con «el tío Jolines» como apodo.
Recordemos que el primer condenado por el TOP, Tribunal de Orden Público, [...] fue un hombre que estando borracho en un bar se cagó en Franco en voz alta. Le cayeron diez años [...] (El Gran Wyoming: ¡De rodillas, Monzón!, Planeta, 2016, pág.117).
A partir de aquel momento «cuartelero» nuestro personaje se reservaba solo para ámbitos privados, muy privados, una expresión con la que trataba de descargar su perenne cabreo por la vejación sufrida; era entonces, ocasionalmente, cuando —y, subrayo, únicamente en soledad o con gente de la más absoluta confianza— se despachaba a gusto: se cagaba en la semana de los caramelos.

viernes, 7 de abril de 2017

Inválidos del habla

Voy de compras al supermercado y en el camino me encuentro con unos jóvenes, unos muchachotes que salen de un gimnasio: gente atlética, cuadrada, con una musculatura sorprendente, que me trae a la memoria una reflexión de Pedro Salinas (1891-1951), agudo prosista, además de excelente poeta —Generación del 27—, que es por lo que más se le conoce.
[…] Hay muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos cojos, mancos, tullidos de la expresión. Una de las mayores penas que conozco es la de encontrarme con un mozo joven, fuerte, ágil, curtido en los ejercicios gimnásticos, dueño de su cuerpo, pero que cuando llega al instante de contar algo, de explicar algo, se transforma de pronto en un baldado espiritual, incapaz casi de moverse entre sus pensamientos […] (Pedro Salinas: El defensor, Alianza Editorial, 1986, pág. 283). 
Y al leer «baldado espiritual» pienso en la relación entre muleta y muletilla. Muleta, para el inválido de las piernas, de la cadera, de…; y muletilla, para el inválido del habla. Parece evidente que muletilla viene de muleta y que el inválido del habla necesita muletillas: suele ser un muletillero.
Muletilla es, para el diccionario de la Real Academia Española, «voz o frase que se repite mucho por hábito», y para el María Moliner, «palabra o expresión de las que se intercalan innecesariamente en el lenguaje y constituyen una especie de apoyo en la expresión».
Las muletillas son frecuentes —demasiado, por desgracia— en la lengua oral, sobre todo en la coloquial: debe hacerse un esfuerzo para evitar su uso excesivo, y deben excluirse totalmente en la lengua escrita y en registros formales de la oral —académicos sobre todo—, si no es imitando en la ficción o en ejemplos de estudio.
Unos cuantos ejemplos: ¿vale?, y así, valga la comparación, ¿sabes?, mira, escucha, fíjate, ¡vaya tela!, ¿no?, ¿estamos?, ¿me entiendes?, por así decir, quiérese decir, ¡qué quieres que te diga!, pues nada, y tal y cual, y demás, (hace poco he escuchado, unidas en una sola, estas dos últimas: y tal y cual y demás), ¿verdad?, obviamente, efectivamente, tío, acho, picha, tronco… 
En mi tierra, el inválido del habla utiliza mucho el taco o el pseudotaco como muletilla, como apoyo constante. Su uso es exagerado, con claridad o velado por la censura —autocensura—, siempre dentro de una enorme riqueza santoral y con distintas y ricas, yo diría riquísimas, entonaciones:
Cagüendiós, mecagüendiós, cagüenelcali, mecagüenelcali (con cierta frecuencia, en todos los casos anteriores, con el acento marcado en la sílaba «ca» de la palabra cagar: cágüendios, mecágüendios...). Seguimos con las cagadas: en el copón, en la Virgenen san Dios, en San Diego Pino (¿derivado de San Dios?), en el que no cree en Dios, en el que no cree en Dios y va a misa, en la Virginia Mayo (¿sustituta de la Virgen?), en la semana de los caramelos, en la cochera del copón, en la púa del almanaque (estas últimas, tradicionales y producto jocoso de la censura franquista)…
Para el tullido de la palabra, el hábito del apoyo muletillero y la pobreza de vocabulario son tales que le es muy difícil —imposible— decir una frase sin recurrir a las muletillas, algunas de las cuales se ponen de moda y se generalizan, hasta que con el tiempo se «desgastan» y caen en desuso, siendo sustituidas por otras más modernas. Hay personas con tal grado de invalidez locutiva que es frecuente escucharles tres muletillas en una frase de cinco o seis palabras.
Lo que observamos, si prestamos atención, es que los hablantes muletilleros —algunos de ellos eternos aspirantes fracasados a emisores precisos en la comunicación— no tienen claro lo que quieren decir, o que, incluso teniéndolo, no encuentran los términos para hacerlo, pues carecen de las herramientas necesarias, y entonces… pues eso... la muletilla, hablan en verso, como en La balada de los miserables, de Aníbal Malbar, Akal (2012), pág. 51:
—Coño, joder, hostias, Tirao, pero ¿has visto, mierda puta? La madre que me parió.
—No me hables en verso, Palomo, que me despisto.
«Pues… eso, joer, tío… cágüento, que no me salen las palabras, mecagüen..., tú m’entiendes, ¿vale?».
«Vale».