SECCIONES

viernes, 23 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (8)

Me costó mucho —así es como quedó en mi cabeza— aprender a hacer divisiones con varias cifras en el divisor; quizás no me costara tanto, pienso ahora que me conozco mejor; es posible que mi manera de ser me castigara ya entonces con ese pesaroso sentimiento, otro sinvivir más de aquellos tiempos. Al repartir el dividendo entre el divisor, ¿¡cómo podía saber a cuántas tocaba en cada caso si además debía de tener en cuenta las que me llevaba de antes!?; no había manera de estar seguro. Por eso, después, como docente, llegado el caso de enseñar la división, puse bastante empeño en facilitar su aprendizaje, con la intención de que mis alumnos no sufrieran por lo mismo.
Me recuerdo, en alguna ocasión, el primero en una fila, hombro con hombro con otros alumnos, colocados todos en orden junto a la pizarra, una hilera en la que avanzabas o retrocedías lugares según supieras contestar o no las preguntas que hacía la monja; de la materia preguntada no me acuerdo, pero sí de la presión soportada por querer mantener alguno de los primeros puestos. Ni como maestro he sido partidario de ese sistema, y pocas veces lo he utilizado.
Hubo una función de teatro escolar; ahora supongo que habría más de una pero recuerdo esa en concreto porque iba a participar como intérprete en ella; y me había estudiado bien mi papel, pero la vergüenza, el miedo —¡¿pánico escénico ya entonces?!— hicieron que, próximo el día de la representación ante el público, me echara atrás y tuviera que hacerlo otro niño en mi lugar. Ahora me pregunto cómo se solucionaría aquello, si es que el otro niño se había estudiado también mi papel o si se trataba de una intervención breve, sencilla, incluso insignificante..., no sé.
En aquel colegio de monjas no faltaban los actos religiosos, sobraban ya entonces para mí: misas, rosarios, rezos… ¡uff!; hasta el permiso para ir al aseo había que pedirlo religiosamente; tenías que decir: «por el amor de Dios, hermana, ¿puedo ir al váter?»; así exactamente había que pedírselo a la monja de turno, que no siempre te lo daba; mejor que le cayeras bien, porque de lo contrario te podía pasar como a un servidor, que tuvo que, in extremis, andarse listo y mear en una esquina del aula para no hacérselo encima tras repetidas peticiones de permiso fallidas.
Continuará.

No hay comentarios:

Publicar un comentario