SECCIONES

viernes, 9 de agosto de 2019

Por el Amor de Dios (6)

Al principio, con solo lápiz, sacapuntas y borrador, como llamábamos a la goma de borrar, hacíamos nuestros primeros trazos de escritura: líneas rectas, curvas, mixtas..., que para mí eran pobres e insignificantes palotes, rayas, rol·les… Posteriormente, me acuerdo de haber hecho mucha caligrafía, primero a lápiz, y después, ya más diestro, con una rústica pluma (un plumín insertado en un palillero) que tenía que introducir y mojar con mucha frecuencia en la tinta contenida en una diminuta botellita de cristal, un tintero de la marca Pelikan que, ya lo he dicho, no recuerdo si lo portábamos cada día los alumnos en la cartera o —y esto me parece más lógico— permanecía en el colegio hasta que había que reponerlo (en aquellas aulas no había pupitres; me acuerdo de unas mesas —cada una para dos niños— que no llevaban incrustado tintero alguno).
La caligrafía aparece en mi mente como una de las actividades más importantes del colegio, y recuerdo que su corrección por parte de la monja encargada de la clase me parecía demasiado minuciosa, y su calificación, en exceso rigurosa. Me fastidiaba que se me hiciera repetir, una y otra vez —«las que hagan falta», escuchabas decir—, una letra, una palabra, una frase… hasta conseguir el grado de perfección exigido.
Sí, aunque sin detalles, recuerdo lo que me molestaba el que por cualquier nimiedad —así me lo parecía— me obligaran a rehacer los trazos calificados como defectuosos, sobre todo teniendo en cuenta que, tras el pertinente período de tiempo haciendo la caligrafía a lápiz, pasabas a dibujar aquellas artísticas letras mojando a menudo la pluma en la tinta que contenía aquel peligroso tintero al alcance de tus manos, y al alcance de las manos de tu compañero de mesa, y al de las manos, brazos y cuerpos de los que pasaban por allí cerca pidiendo borrador o sacapuntas. No era tan raro que un roce, o un golpe, o un empujón… —dado con o sin intención— provocara que cayese sobre tu página alguna gota de tinta que diera al traste con tu costoso trabajo caligráfico; entonces, cuando esto ocurría, aplicábamos en primer lugar el papel secante, y después disponíamos de diversos medios para eliminar la mancha, entre los que recuerdo un muy cuidadoso raspado con cuchilla si ya tenías edad suficiente y te daban permiso para manejarla.
Continuará.

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