SECCIONES

viernes, 16 de marzo de 2018

De merienda

Publicado también en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, Nº 175 / MARZO 2018
Se acercan las fechas de las meriendas, y en la expectativa —cosas del cerebro— comienzan a acudir a mi mente imágenes que rememoran algunas de aquellas vividas en mi infancia y juventud, que a su vez se mezclan y comparan en el recuerdo con las disfrutadas más recientemente.
Entonces, en los años cincuenta y sesenta, era típico de aquí salir a merendar a algún paraje de los alrededores del pueblo en los días que siguen a Semana Santa, los de la pascua de monas, una tradición que ha seguido manteniendo viva mucha gente de la localidad, aunque ahora de otra manera.
Recuerdo —de niño, de adolescente— las caminatas de ida y vuelta a los alrededores de la rambla, zona de los ocho ojos, acompañadas de ruidoso parloteo, bromas, risas, canciones... por la orilla de la carretera de Abanilla —de muy poco tráfico entonces—, con las capazas que contenían la merienda llevadas en la mano, cada una entre dos personas.
También recuerdo, cómo no, algunos de los juegos que —una vez allí, en los alrededores de la rambla— preludiaban la merienda propiamente dicha, sobre todo de los que practicábamos ya entrados en cierta edad y con las hormonas muy revolucionadas, algunos de ellos «pensados» sobre todo para el regocijo de las parejas de «novios» que comenzaban a formarse en las pandillas. Entre estos juegos no podía faltar el de la comba, en el que las chicas lucían sus lúdicas habilidades motrices, y los chicos, no tan acostumbrados a los saltos y piruetas con la cuerda, sus —nuestras— torpezas.
Me acuerdo —pronto comenzaba— de la extensión de manteles en el suelo, de la sentada alrededor de ellos, en el mismo suelo o en piedras cogidas de los alrededores, y, a continuación, entre dimes y diretes, de la divertida y sabrosa merienda (tortillas, ensaladas, algún conejo frito…), en fin… de lo bien que lo pasábamos los diferentes grupos y pandillas.
E igualmente me acuerdo de algunas bromas típicas realizadas una vez comenzada la ingesta de tan ricos manjares, como romper en la frente de alguien (si era significativo ese alguien, mejor que mejor) el huevo cocido que cada mona solía llevar insertado encima (eran las meriendas para comerse la mona).
Actualmente, un grupo de amigos, siguiendo la tradición, solemos ir a merendar —en coche, ¡faltaría más!— un par de veces en esas fechas. La primera tarde, la del lunes de Pascua, primer día de meriendas, lo hacemos con todo el condumio preparado por nosotros mismos; y la tarde siguiente, la del martes, vamos a un bar o restaurante a que nos lo den todo hecho. Quienes nos juntamos a merendar esos dos días estamos unánimemente de acuerdo en que, comparativamente, no hay color, pues gana con holgura la tarde en que la merienda es aportada por nosotros los merendantes, una magnífica jalanda, abundante y variada en todos sus detalles.
Para que quienes me lean —sobre todo, los que no lo sepan— se hagan una idea aproximada de cómo son estas meriendas de ahora, haré un esfuerzo y trataré de acordarme de los manjares y alguna otra cosa de la última de ellas, la del año pasado.
De aperitivo, acompañando a las primeras cervezas que esperaban bien frías en una nevera portátil con hielo, hubo —¡buen comienzo!— almendras fritas y panchitos, mojama de atún, huevas de mújol y de maruca, buen jamón, ricos y variados quesos, y embutidos (entre ellos, un delicioso morcón —dos en realidad, de dos tipos distintos— y un sabrosísimo tocino).
Una vez precalentados paladares y estómagos, seguimos con unas tortillas de patatas (varias y variadas, de distinta factura: con cebolla, sin cebolla, con guisantes, sin guisantes…), con ensaladas y ensaladillas también diversas (murciana, de alcachofas, rusa, de marisco…), todo ya simultáneamente con un conejo frito con tomate y pimientos, otro con patatas en ajo cabañil y un pollo con tomate.
Y todo ello, por supuesto, bien regado con cerveza —con y sin alcohol— y con distintos vinos, cada uno en su momento: blanco, rosado y tinto (los dos primeros, bien fríos, en cubo de zinc con hielo).
Para el postre, café, coñá y monas de distintas clases y procedencias (con creciente, sin creciente, con huevo, sin huevo…), bien acompañadas de ricos chocolates también variados: puro —diversos porcentajes de cacao—, con leche, con almendras...
¿Y el lugar? Estos últimos años estamos yendo a la zona del pantano, siempre bien apañaos, y no solo de comida como hemos visto, pues, al contrario que antaño, llevamos un práctico y cómodo —todo plegable— mobiliario ad hoc: unas cuantas mesas y unas modernas y cómodas sillas para todos.
Desde luego que ya no saltamos a la comba ni rompemos el huevo duro en la frente del de enfrente, pero un buen rato de amena conversación chascarrillera, estimulada por el alcohol ingerido, y una reflexión sobre «lo bien» que estamos para la edad y las malencias que tenemos, procuran una tarde placentera, relajada, que esperamos casi con impaciencia —yo el primero— que pronto se repita.

viernes, 9 de marzo de 2018

Matar un ruiseñor

Hace ya bastantes años que tomé las primeras notas para lo que ha terminado siendo este artículo, y lo hice tras la experiencia que más abajo les cuento, mucho antes de la fecha de la muerte de Harper Lee, autora de Matar un ruiseñor y amiga de Truman Capote, a quien parece que ayudó en la magnífica A sangre fría, acompañándolo en sus viajes y aportando sus ideas. Pasado el tiempo, la noticia de la muerte de la escritora me animó a contextualizar una entrada para Abonico y seguir con el artículo. Después lo dejé dormir, no sé por qué, y ahora... aquí está.
Poco antes de la muerte de Harper Lee se publicó una segunda obra suya, aunque en realidad, dijeron, fue escrita en primer lugar. Así que Ve y pon un centinela, nombre de esta segunda-primera obra, sería una precuela —mejor, una secuela-precuela— de Matar un ruiseñor, que era la única obra conocida de esta autora hasta no hace mucho, la novela que le dio fama universal, y asunto del que tanto se ha escrito: el ser autora de un solo libro de tanto prestigio.
Con Matar un ruiseñor hice hace ya bastantes años un interesante experimento que suelo recomendar: leí la novela e inmediatamente, el mismo día en que la acabé, vi la película, que, por cierto, ya había visto tiempo atrás. Interesante experiencia.
Buena, encantadora, la novela, y buena, encantadora, la película. Solo una pequeña decepción (suele ocurrir en estos casos de lectura y posterior visionado), ya que, lógicamente, toda la obra literaria no se ve reflejada en la película. Cierto que eso casi siempre ocurre, porque son dos medios, dos lenguajes distintos, y pocas veces —aunque las hay— una versión cinematográfica está a la altura e incluso supera a la obra literaria en la que se apoya, cuando esta es de calidad.
Muy resumidamente
Estados Unidos. Época de la Gran Depresión. En una población sureña, un hombre negro es acusado de la violación de una chica blanca. A pesar de la inocencia del acusado, el veredicto del jurado se ve tan claro que ningún abogado aceptaría su defensa en el caso; solo Atticus Finch (Gregory Peck en la película), un ciudadano respetabilísimo de la ciudad, se atreve, a pesar de los problemas a que se tiene que enfrentar por ello.
Personajes
Scout, la niña de seis años narradora en la novela y menos omnipresente en la película: ingenua y pendenciera (resuelve sus asuntos con los puños), todo lo analiza desde su óptica.
Su hermano, Jem, cuatro años mayor que ella, entrando en una edad en la que se comporta, aunque no siempre, con más sensatez.
Dill, el pequeño redicho y fantasioso, inspirado en Truman Capote (amigo, desde la infancia, de la autora del libro).
Atticus, el padre de Scout y Jem, abogado, persona admirable: un progresista al que en un momento determinado le preguntan si es un radical.
El juez, desdibujado en la película y mucho más perfilado en la novela.
El periodista, Underwood (nombre también de la prestigiosa primera máquina de escribir moderna), curioso personaje que no sale en la película.
Calpurnia, la criada negra de la familia protagonista.
Tom Robinson, el negro acusado injustamente de forzar a Mayela.
Mayela, una chica de la familia Ewel, gentuza de mala ralea.
La familia Radley, con Boo —interpretado en la película por un joven Robert Duval— como personaje misterioso, alrededor del cual gira gran parte de la obra, pero que solo aparece al final.
Y de fondo el problema racial y la depresión de los años treinta en el sur —racista, muy racista— de Estados Unidos.
Un fotograma de la película
Háganme caso, realicen el experimento: lean la novela y vean la película, si no inmediatamente, poco después. Ya me dirán.

viernes, 2 de marzo de 2018

Un gilipollas dentro

«Todos llevamos un idiota dentro», dijo en San Sebastián hace años el actor norteamericano de cine —también productor y director— John Malkovich en una entrevista para el periódico El País (22-9-2008).
Ya entonces su declaración no me extrañó, porque eso, que todos llevamos un idiota dentro, yo ya lo sabía de antes, y lo sabía porque también convivo con un idiota en mi interior; y ojalá mi convivencia fuera solo con un idiota, ¡qué más quisiera! Yo lo hago —malamente: malconvivo— con otros muchos y muy variados «individuos», algunos de ellos, desde luego, indeseables, muy molestos. Así que «¡y yo... más!»: la bolica del mundo.
Hay en mí un imbécil, y necesito aprovecharme de sus fallos. (Paul Valéry, citado por Ignacio Vidal Folch en Lo que cuenta es la ilusión, Destino, pág. 202).
Unas veces más y otras menos, durante toda mi vida he llevado dentro, y llevo todavía (a veces asoman la patita por debajo de la puerta), distintos personajillos que procuro mantener a raya en la oscuridad de mi interior más profundo; así que he luchado y aún lucho con un ingenuo, un miedoso, un hipócrita, un intransigente, un aprovechao, un vanidoso, un cobarde, un intolerante, un racista, un mezquino, un tacaño, un abusón, un perezoso, un maniático perfeccionista...
[...] Eso revelaba al hombre decente que había en su interior y que de vez en cuando se imponía al golfo, al cínico, al vividor. (Ignacio Martínez de Pisón: Derecho natural, Seix Barral, 2017, pág. 286).
Y no soy el único. Estoy convencido de que todos, a lo largo de nuestras vidas, «llevamos», coexistiendo en nuestro interior en más o menos medida y en distintos tipos de equilibrio, «individuos» de todo tipo, o de muchos tipos, capaces de lo bueno y de lo malo (de lo más sublime y de lo más perverso, dirían Les Luthiers), y creo que hay que esforzarse y luchar para que lo bueno (el personaje bueno o la parcela que de él haya en nosotros) se imponga. Y, por otro lado, no hay que dejar salir (o permitirlo mínimamente en el peor de los casos, y dependiendo de en qué asuntos y circunstancias) lo «indeseable» —lo vergonzoso, lo indigno, lo detestable…—, aunque a veces parezca justificado y trate, irresistiblemente, de controlarnos, dejándonos después, tras la faena y por mucho tiempo, incluso para siempre (por lo menos es lo que a mí me ocurre), un terrible mal cuerpo, en un estado lamentable.
Cómo explicar, si no, todos y cada uno de nuestros pensamientos, actitudes y hechos en todos y cada uno de los momentos de nuestra vida.
Todos vivimos con pensamientos oscuros, con fantasías, con deseos… (Naomi Watson, Público, 05-07-2017).

viernes, 23 de febrero de 2018

El caballo y la mujer

Los mayores de antaño —abuelos, padres, tíos, amigos...— y supongo que algunos de ahora también, con frecuencia trataban de enseñar a sus hijos, sobrinos, nietos... a través de refranes, máximas, dichos... imitando lo que hacía Jesús con sus famosas parábolas. ¡Buena pedagogía!
El consejo arrefranado que a continuación escribo, ¡una gran lección!, me fue transmitido verbalmente por un tío mío, en un claro ejemplo de lo que se suele entender como ¿¡sabiduría popular!? Esto escuché de joven (literalmente, ¡se notaba la cursiva!), más de una vez, según circunstancias que vinieran más o menos al caso:
No prestes tu caballo a nadie
ni lleves tu mujer a fiestas,
pues pudieras terminar:
pobre, cabrón y sin bestias.
¿Está claro lo que se pretendía transmitir?
¿Cómo podríamos calificar este didáctico consejo paternalista?
¿Anticuado?
¿Realista?
¿Reaccionario?
¿Sincero?
¿Machista?
¿Pedagógico?
¿Brutal?
¿...?
¡Un disparate!

viernes, 16 de febrero de 2018

Tú no sabe inglé

¿Se puede reflejar por escrito la forma de hablar de un murciano? ¿Difícil? ¿Imposible? Más bien lo último: imposible, pero no por el hecho de ser murciano. No solo es imposible reflejar con exactitud la forma de hablar de un murciano, lo es también reflejar en la escritura con total precisión la manera de hablar de un madrileño, o la de un andaluz, o la de cualquier otra persona de cualquier lugar. Imposible poner por escrito todos y cada uno de los variados y ricos aspectos sonoros —y los visuales que los acompañan— del lenguaje oral, los de su individual e irrepetible realización por cada persona, sea de donde sea.
Por escrito podemos dar una idea, pero no más allá de acercarnos a la concreción particular de cualquier hablante. Podemos, en definitiva, ofrecer nuestra versión, nuestra captación del hecho sonoro. No existen ni pueden existir signos gráficos lingüísticos suficientes y precisos para llevar a cabo la representación del habla, de cualquier habla, sobre todo de la más coloquial, la menos académica. Por ello el escritor que pretende fidelidad al modelo oral tiene que llenar de explicaciones y aclaraciones el texto en el que trata de reflejar una simple conversación.
Quiero poner un ejemplo que intenta representar la manera de hablar de los cubanos, de una cubana concretamente, una mujer que dirige sus palabras a un tal Bito Manué —Víctor Manuel—, diciéndole que no sabe inglés, que su inglés es de pacotilla. Se trata, como he dicho, de una aproximación, ni más ni menos. Es una poesía de Nicolás Guillén, un poeta cubano, quizá más conocido del gran público por ser el autor del poema utilizado como texto en la famosa canción La muralla, que popularizaron Ana Belén y Víctor Manuel, un poeta al que he frecuentado bastante en busca de estrofas para musicalizar, para su uso en el aula de educación musical.

TÚ NO SABE INGLÉ

Con tanto inglé que tú sabía,
Bito Manué,
con tanto inglé, no sabe ahora
desí ye
La mericana te buca,
y tú le tiene que huí:
tu inglé era de etrái guan,
de etrái guan y guan tu tri.
Bito Manué, tú no sabe inglé,
tú no sabe inglé,
tú no sabe inglé.
No te enamore ma nunca,
Bito Manué,
si no sabe inglé,
si no sabe inglé.
Nicolás Guillén

Los dos versos que dicen «Tu inglé era de etrái guan, / de etrái guan y guan tu tri» se refieren al deporte del béisbol, muy practicado en Cuba. En inglés, se expresa como «strike one, strike two, strike three» (un strike, en pocas palabras, es un fallo del bateador, que es eliminado tras tres de ellos), que para el poeta cubano sería «etrái guan, etrái tu y etrái tri». Bastante claro, ¿no? 

viernes, 9 de febrero de 2018

Defender el duro

A Pepe Fernández
Allá por la mitad del siglo pasado, aquí se celebraban con alguna pompa muy pocos acontecimientos familiares, y la de los pocos que se celebraban en algunas casas —bautismo, comunión, boda...— en nada se parecía a lo que ahora entendemos como pompa: nada semejante al actual estilo rimbombante o cuasi.
Lo normal era que cuando estos acontecimientos se celebraban fuera del ámbito estrictamente familiar, podía llegarle a una familia una invitación para asistir a uno de estos convites (me gusta la palabra «convite» para denominar las celebraciones gastronómicas de esta época), un «banquete» al que, con frecuencia, solo iba uno de los miembros del clan, que se personaba en el lugar de celebración en representación de todos sus familiares.
Los convites de estas celebraciones de entonces, salvo en contadas familias —«pudientes» y/o «sacabarrigas»—, solían tener un menú que ahora se consideraría muy pobre: un bocadillo (de anchoas, de jamón, de salchichón, chorizo, queso..., según poder adquisitivo de los invitantes), un tercio de cerveza, y para postre, un trozo de tortada de bizcocho y merengue y/o unas pastas; poco más: alguna botella de vino, avellanas, torraos, tramusos...
En aquel tiempo y en el pequeño lugar donde transcurrió lo que cuenta este relato, era frecuente la aportación de ¡un duro! como regalo por la familia invitada, algo, desde luego, nada menospreciable entonces, una época (autarquía, cartillas de racionamiento, hambre, miseria...) en que a la mayoría de la gente le costaba mucho ganarlo y en la que con esas cinco pesetas se podían hacer muchas cosas, como, por ejemplo, comprar comida: patatas, arroz, garbanzos, habichuelas...; la carne, el pescado y la leche estaban menos al alcance en muchos de aquellos hogares de la posguerra.
A la casa de los protagonistas de esta historia llegó una de esas invitaciones, concretamente para la celebración de la boda de unos amigos, vecinos muy cercanos en el barrio, y el matrimonio de la casa invitada se puso a conversar sobre lo mal que le venía en esos precisos momentos la invitación, y lo decían por el «obligatorio» desembolso del duro, de las malditas cinco pesetas que, desde luego, no tenían y que tendrían que conseguir apretándose el cinturón más todavía.
Como a lo de escaparse de pagar el duro no le veían una solución fácil, pronto el diálogo pasó a dilucidar qué miembro de la familia iría al convite del acontecimiento. Fue entonces cuando uno de los hijos, que por allí andaba interesado en la cuestión, intervino en la conversación de sus padres para decir que él quería ir, que tenía interés en ello. El padre le dijo que de eso ni hablar, que todavía era un crío. Insistió el niño argumentando que le hacía mucha ilusión porque era muy amigo de uno de los hijos de la familia invitante y que con él se lo iba a pasar muy bien, y añadió que su amigo también tenía interés en que fuera él.
—Que no, hijo, que tú todavía eres pequeño, que no puedes ir.
—Papá, es que Juanito es amigo mío y compañero en la escuela, y también quiere que vaya, que nos lo vamos a pasar muy bien y...
—Que te he dicho que no, que tenemos que ir tu madre o yo, no insistas.
—Pero papá...
—¡Que no, joder! —cortó el padre, cansado por la insistencia del hijo.
—Pero...
—¡¿Qué te he dicho?! ¡¿No te he dicho que no?! ¡¿Es que estás sordo?! —estalló el padre—: ¡¡que tú todavía no defiendes el duro!! —exclamó levantando los brazos y zanjando la cuestión en un tono y un volumen sonoro que evidenciaban su hartazgo; y a continuación, mostrando el dedo índice levantado y mirando a su hijo a los ojos, repitió el mensaje silabeando y articulando con mayor claridad—:
¡¡que tú to-da-ví-a no de-fien-des el du-ro!!

viernes, 2 de febrero de 2018

Fernando y el azar

Últimos años de la década de los setenta y primeros de la de los ochenta. Un servidor acababa de comprar una caravana, a pagar en incómodos y asfixiantes plazos durante tres años, y los miembros de la familia —primero tres y después cuatro— la utilizábamos para viajar, sobre todo en los veranos. Algunas veces, al tiempo que veraneábamos, el paterfamilias, yo, aprovechaba y asistía a algún curso de pedagogía musical —Santander, Burgos, Vigo...— y así pude compaginar el disfrute de las vacaciones familiares con el conocimiento y profundización en metodologías musicales para mí poco estudiadas hasta entonces. Por la mañana asistía a las clases del curso en cuestión y por la tarde todos los miembros de la familia visitábamos aquello que nos interesaba de la ciudad y sus alrededores.
Uno de esos veranos fuimos a Santander, donde la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que allí tenía su sede principal, organizaba un curso de Pedagogía Musical Willems impartido por una flautista francesa. Nos acompañaban en esta aventura, también con su caravana, Ginés Abellán, Maribel Torregrosa y los dos hijos de ambos, con la misma idea que nosotros, la asistencia de los padres al curso y visitar en familia el entorno.
Llegamos al camping, situado junto al faro, y comenzamos con los preparativos: buscamos una buena parcela, colocamos la caravana bien situada y orientada, le «sacamos» las patas, la nivelamos, le ponemos el toldo, instalamos bajo él la mesa, las silletas... y dejamos todo dispuesto antes de salir a hacer una primera visita a la ciudad.
Al poco, minutos después, conduzco callejeando por el casco urbano de Santander, despacio, buscando aparcamiento, cuando de pronto, con clara entonación de mucha sorpresa, escucho que me dice Toñi, mi mujer:
—¡Oye!, ¡¿ese que hay en la acera... no es tu amigo?!
—¿Quién?
—Sí, tu amigo... el que está casado con... una del pueblo, con la hija de...
 —¿¡Quiéén!?
—¿No se llamaba Fernando?
Me inclino un poco hacia mi mujer para poder mirar mejor a través de la ventanilla delantera derecha del coche y, en efecto, casi pegado al vehículo —él no nos ha visto—, veo sobre el bordillo de la acera a Fernando Mancebo, el mayor de los dos hijos de un matrimonio de maestros que vinieron a Santomera en los años cincuenta, Don Pascual y Doña Candela. Pasado el tiempo, Fernando se casó con Conchita, una de las hijas de Juan el Carlos, popularísimo personaje local a quien ya dediqué una entrada en Abonico.
Yo había creído hasta entonces, no sé por qué, que, desde que se fueron del pueblo bastantes años antes de lo que cuento, Fernando y Conchita vivían en Bilbao, por lo que jamás hubiera pensado ni por asomo encontrármelos en Santander. Por ello la sorpresa fue enorme, y una felicísima casualidad, pues, además de que nos teníamos, y tenemos, un notable aprecio recíproco —demostrado mutuamente en sus espaciadas visitas al pueblo—, desde ese momento ambos se convirtieron en nuestros guías particulares y nos mostraron todo lo que, desde un punto de vista exigente, merecía la pena ser conocido en la ciudad, en sus alrededores e incluso en zonas más o menos alejadas.
Quiero decir que Fernando igual te explica el proceso de urbanización de determinado sector de la ciudad, como te lleva a probar esa peculiar y típica ricura gastronómica en un lugar que tú solo no sabrías encontrar, o a visitar cualquier monumento artístico, o te comenta un concierto escuchado en la Plaza Porticada. Sí, porque es sensible e instruido. Además, y esto es muy importante, es una de las mejores personas que he conocido a lo largo —que ya va un trecho— de mi vida. La verdad es que no sé —tampoco es tan importante— si mi amigo estaba de vacaciones o se pidió unos días en el trabajo; lo cierto es que nos dedicó —nos dedicaron— amabilísimamente, todo su tiempo durante los días que estuvimos allí, que no fueron pocos.
Creo que nunca he manifestado expresamente a Fernando y Conchita mi agradecimiento por esa dedicación plena, paciente y sabia. Por si no lo he hecho con la suficiente claridad, en los términos adecuados, aquí va por escrito: gracias, amigos.