SECCIONES

viernes, 2 de febrero de 2018

Fernando y el azar

Últimos años de la década de los setenta y primeros de la de los ochenta. Un servidor acababa de comprar una caravana, a pagar en incómodos y asfixiantes plazos durante tres años, y los miembros de la familia —primero tres y después cuatro— la utilizábamos para viajar, sobre todo en los veranos. Algunas veces, al tiempo que veraneábamos, el paterfamilias, yo, aprovechaba y asistía a algún curso de pedagogía musical —Santander, Burgos, Vigo...— y así pude compaginar el disfrute de las vacaciones familiares con el conocimiento y profundización en metodologías musicales para mí poco estudiadas hasta entonces. Por la mañana asistía a las clases del curso en cuestión y por la tarde todos los miembros de la familia visitábamos aquello que nos interesaba de la ciudad y sus alrededores.
Uno de esos veranos fuimos a Santander, donde la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que allí tenía su sede principal, organizaba un curso de Pedagogía Musical Willems impartido por una flautista francesa. Nos acompañaban en esta aventura, también con su caravana, Ginés Abellán, Maribel Torregrosa y los dos hijos de ambos, con la misma idea que nosotros, la asistencia de los padres al curso y visitar en familia el entorno.
Llegamos al camping, situado junto al faro, y comenzamos con los preparativos: buscamos una buena parcela, colocamos la caravana bien situada y orientada, le «sacamos» las patas, la nivelamos, le ponemos el toldo, instalamos bajo él la mesa, las silletas... y dejamos todo dispuesto antes de salir a hacer una primera visita a la ciudad.
Al poco, minutos después, conduzco callejeando por el casco urbano de Santander, despacio, buscando aparcamiento, cuando de pronto, con clara entonación de mucha sorpresa, escucho que me dice Toñi, mi mujer:
—¡Oye!, ¡¿ese que hay en la acera... no es tu amigo?!
—¿Quién?
—Sí, tu amigo... el que está casado con... una del pueblo, con la hija de...
 —¿¡Quiéén!?
—¿No se llamaba Fernando?
Me inclino un poco hacia mi mujer para poder mirar mejor a través de la ventanilla delantera derecha del coche y, en efecto, casi pegado al vehículo —él no nos ha visto—, veo sobre el bordillo de la acera a Fernando Mancebo, el mayor de los dos hijos de un matrimonio de maestros que vinieron a Santomera en los años cincuenta, Don Pascual y Doña Candela. Pasado el tiempo, Fernando se casó con Conchita, una de las hijas de Juan el Carlos, popularísimo personaje local a quien ya dediqué una entrada en Abonico.
Yo había creído hasta entonces, no sé por qué, que, desde que se fueron del pueblo bastantes años antes de lo que cuento, Fernando y Conchita vivían en Bilbao, por lo que jamás hubiera pensado ni por asomo encontrármelos en Santander. Por ello la sorpresa fue enorme, y una felicísima casualidad, pues, además de que nos teníamos, y tenemos, un notable aprecio recíproco —demostrado mutuamente en sus espaciadas visitas al pueblo—, desde ese momento ambos se convirtieron en nuestros guías particulares y nos mostraron todo lo que, desde un punto de vista exigente, merecía la pena ser conocido en la ciudad, en sus alrededores e incluso en zonas más o menos alejadas.
Quiero decir que Fernando igual te explica el proceso de urbanización de determinado sector de la ciudad, como te lleva a probar esa peculiar y típica ricura gastronómica en un lugar que tú solo no sabrías encontrar, o a visitar cualquier monumento artístico, o te comenta un concierto escuchado en la Plaza Porticada. Sí, porque es sensible e instruido. Además, y esto es muy importante, es una de las mejores personas que he conocido a lo largo —que ya va un trecho— de mi vida. La verdad es que no sé —tampoco es tan importante— si mi amigo estaba de vacaciones o se pidió unos días en el trabajo; lo cierto es que nos dedicó —nos dedicaron— amabilísimamente, todo su tiempo durante los días que estuvimos allí, que no fueron pocos.
Creo que nunca he manifestado expresamente a Fernando y Conchita mi agradecimiento por esa dedicación plena, paciente y sabia. Por si no lo he hecho con la suficiente claridad, en los términos adecuados, aquí va por escrito: gracias, amigos.

2 comentarios:

  1. Desde siempre, Pepe, los amigos del pueblo, estén donde estén se han comportado como tales en circunstancias similares a la que con tanto detalle nos explicas. Tanto a tu amigo Fernando como a todos los que de una u otra forma no están, estamos, incluyéndome yo mismo, en el pueblo seremos los familiares que se encuentran fuera momentáneamente. De este comportamiento me enorgullezco por todos. Un abrazo, Pepe.

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    1. Por lo que sé, me consta que tu comportamiento en el aspecto que tratamos es como para enorgullecerse de él.

      Un abrazo, Antonio.

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