SECCIONES

jueves, 13 de agosto de 2015

El Caleles

Cuando entrabas en el bar d’El Paco El Carlos y te acercabas a la barra, lo primero que hacía El Caleles, Paco también (hijo del dueño, y, a la muerte de este, propietario del establecimiento), lo primero que hacía, digo, era, sin miramientos, sin finuras, casi bruscamente, poner —echar o lanzar es más correcto—, directamente encima de la barra del mostrador —nada de platos ni cuencos—, delante de ti, un puñado de avellanas (en mi pueblo llamamos avellanas a los cacahuetes con cáscara y reservamos el nombre de avellanas finas para las avellanas); y que no se te ocurriera rechazarlas y decirle que tú no habías pedido eso, pues te podía costar caro.
Los amigos que frecuentábamos el bar, solíamos comentar que El Caleles tenía la cabeza muy ligera; y no era para menos, pues se hizo famoso por multitud de anécdotas, la mayoría disparatadas, unas más creíbles que otras, pero todas susceptibles de haber sido llevadas a cabo por nuestro personaje.
El Caleles trabajaba muchas horas diariamente en el bar y solo salía a “expansionarse” cada bastante tiempo —mes y medio, dos, tres meses—, pero esa salida solía ser “sonada”.
Un día te lo podías encontrar en la barra del casino —pelo desordenado, ojos, ratoniles, brillantes, y una copa de coñá en la mano— invitando a todo el mundo; cuando entrabas, le escuchabas decir, con energía y autoridad, a quien estuviese atendiendo la barra:
—Ponle una copa a tos los que’hay aquí.
—¡Cuñao —una manera amistosa de llamarnos los amigos por aquellos años—, si no hemos comío todavía! —contestábamos los recién llegados.
—Pues ponles unas cañas.
Conociéndolo como lo conocíamos, tú le preguntabas:
—¿Vas o vienes, cuñao? —equivalente a ¿sales de juerga o vienes de ella?, y añadías— ¡te veo muy animao!
A lo que él podía, muy bien, contestar:
—¿Que si voy?: salí ayer por la mañana —hacía una pequeña pausa—, preparao, con el transistor —y se golpeaba con la mano en uno de los bolsillos del pantalón, en el que abultaba un buen fajo de billetes, de aproximadamente el grosor de un aparatito de radio de los más pequeños de entonces—; ahora vengo —añadía— de los Baños de Mula.
Una de las anécdotas más famosas que circulaban d’El Caleles contaba que una noche, tras cerrar su establecimiento, fue al casino a tomar un café; como lo encontró cerrado —acababan de hacerlo justo unos minutos antes de su llegada—, llamó a un taxista y se fue a Madrid, a la Puerta del Sol, tomó café y, con las mismas, volvió al pueblo.
Tiempo después entro yo en el bar, en unos años en que la censura en España, país con escasas libertades, no permitía ver películas “verdes” en nuestros cines, y los españoles pasaban la frontera con Francia para disfrutarlas en localidades galas cercanas. Continúo: un día llego a su bar y me dice con bastante ánimo:
Cuñao ¿Nos vamos a Perpiñán a ver El último Tango? Yo estoy preparao, mira, llevo el transistor —golpeándose, como siempre, el bolsillo— y tengo el Dorge en la puerta —su coche era un Dodge Dart— ¿nos vamos?
—No, cuñao, es que tengo algo importante que hacer —y te inventabas algo, como un examen, por ejemplo, ante el temor de que si le decías que sí, inmediatamente tuvieras que subirte al Dorge y dejarte llevar a una de sus aventuras—, otra vez será.
También es famosa la anécdota de los Celtas cortos. Cuentan que un cliente, enfadado porque le había puesto encima del mostrador un paquete de Celtas largos habiendo pedido él uno de Celtas cortos, le dijo, demasiado airado:
—Paco, te he pedido Celtas cortos, ¡coño!
Ni corto ni perezoso, El Caleles coge el cuchillo, uno grande que tiene siempre bajo el mostrador, le pega un tajo al paquete de tabaco y le dice al cliente:
—Ahí tienes, Celtas cortos.
Lógicamente el cliente sale del establecimiento amilanado —acojonado prefieren decir los que lo cuentan— con el rabo entre las patas.
La del libro de reclamaciones es otra de las aventuras, de las leyendas del Caleles, y se la oí contar a él mismo. Un cliente, forastero, que no conoce a Paco, descontento por el servicio recibido, pide, cabreadísimo, el libro de reclamaciones; nuestro personaje saca y le muestra su famoso cuchillo; el cliente sale despavorido y, ya en la calle sujeta la puerta por fuera para evitar qu’El Caleles la abra desde dentro. Paco tira de cuchillo rompiendo los cristales y asustando aún más al por entonces ya arrepentidísimo individuo, que, seguro, no volverá a poner los pies en el establecimiento de nuestro amigo.
Son tantas las anécdotas que se contaban y se cuentan d’El Caleles, que, necesariamente tenemos que dejarnos muchas en el tintero: la de la clienta que pide un vaso de agua y la manda a la Fuente del Algarrobo; la de quien pide una cocacola, le pone un vaso de vino tinto y ante la protesta le contesta que la coca cola de la casa es de Jumilla, etc. etc. etc.
En fin… todo un personaje.

6 comentarios:

  1. Pepe, tu crónica es tan cierta que la refrendo en todo su contenido.
    Alguna vez, los limoneros de mi abuelo, el tío Vicente "El Bamboso", ya cultivados por sus hijos, debían ser "cavados en los troncos", limpiarlos de caracoles, escardaos más mal que bien, etc. Para ello, entre los meses de julio y septiembre, en plenas vacaciones escolares, levantarse muy temprano para que el duro sol no te hiciese arder la camisa a mediodía era muy habitual. Pero, ¡ay!, a eso de las diez de la mañana tenías más hambre que un galgo. Ese era el momento para dirigirse al bar-tienda de embutidos de Paco, que se encontraba en plena carretera de Murcia-Alicante, casi a la altura del portón de la señorita Adelita pero al lado contrario de la carretera y además de las avellanas tirás como si fuese un muletazo desmayao, decías: "Paco ponme algo de almorzar..." Y ahí acababa la solicitud. Te ponía cada día unas viandas diferentes, embutido exquisito, y vino, vasos de vino que llenaba al verlos mermar. Era la mejor carta que se podía elegir en toda la provincia de Murcia. Y ¡de ahí al cielo! Hacia la hora y media o dos terminabas almorzado, comido y cenado haciendo Paco la cuenta como le venía en gana, tal como había servido pero siempre a la baja, una baja que era de agradecer y sorprendía al más pintao. Es una delicia leer tus crónicas, Pepe.

    Un abrazo.

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  2. Yo conocí al personaje, ya en sus últimos tiempos, y pasé algunas tardes de agradable charla en algún velador de la destartalada taberna entre vasos de vino y acompañamientos variados, según el capricho del 'barman', como tan bien describes. Era uno de los personajes curiosos de este pueblo (que dispone de algunos más) cuya galería te invito a ir desvelando en entradas sucesivas. Un abrazo.

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    1. Con algunos de esos personajes andamos, Mariano, gracias.

      Un abrazo.

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  3. Vaya personaje, pero qué divertidas las anécdotas que cuentas. Por momentos me has recordado a mi padre contando historietas de juventud. Un besico

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  4. Hola. Estoy recopilando anécdotas de bares para un libro y me ha gustado mucho alguna que cuentas aquí, pero no me queda claro en qué pueblo está el bar del Caleles.

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    1. La localidad en que se encontraba (hace ya muchos años que fue cerrado) es Santomera (Murcia).

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