SECCIONES

miércoles, 7 de enero de 2015

Un huevo y un caramelo

Me suelo quejar de que siendo niño los Reyes Magos nunca "me ponían" lo que yo quería, lo que les había pedido, lo cual no dejaba de sorprenderme. ¡¿Qué Reyes Magos eran aquellos que me ponían lo que a ellos les daba la gana?!

¿Que qué me ponían?: mazapán, algún juguetito que recuerdo insignificante —como una pequeña tartana de hojalata—, pero nunca lo que yo había escrito en la carta. Eso es lo que tengo en la memoria. Una vez se dejaron caer con una guitarra, que hubo que devolver porque estaba defectuosa, y ya no fue restituida. Y eso que yo dejaba en la ventana de mi habitación comida para los camellos y caballos, que era lo que recomendaban los mayores como lo más acertado para recibir a sus majestades de Oriente. Ni así: mis Reyes Magos, o no se habían leído la carta o eran muy despistados —y mis regalos les iban a otros—, o tacaños… o iban a lo suyo.

Nota: Quizás los Reyes Magos sabían —yo, por temor, no se lo dije nunca— que tal ventana pertenecía a un niño enfermizo, con un soplo en el corazón, que no podía hacer ejercicio, y deducían que allí no tenían que dejar nunca una bicicleta ni un balón “de reglamento”, lo que más quería el chaval.

Menos espléndidos, se entera uno después, eran en otras casas —posiblemente, la mayoría—, de estas mismas y de otras latitudes. Leo que a Agripina, la tata de Almudena Grandes, le traían, como a cada uno de sus hermanos, todos los años, una naranja, y esta lectura me lleva a La Matanza de Fortuna, a su escuela, donde estuve de  maestro en los primeros años ochenta del siglo pasado. Había allí, en mi clase, unos niños de una zona un poco alejada del colegio, con un nombre de resonancias árabes, Ajauque; eran chiquillos con un aspecto muy pobretico, y con una actitud muy retraída: uno de ellos se escondía debajo de las mesas y sillas y no había manera de sacarlo de allí; también recuerdo que eran muy poco comunicativos, se notaba el poco contacto de aquellas criaturas con otros iguales: por lo visto solo se relacionaban, en el ambiente familiar, entre ellos. Un día llegó el abuelo a la escuela y, tras quitarse la gorra —dejando a la vista una zona más blanca en la parte superior de la frente y toda la calva—, pidió permiso para entrar en el aula, casi un poco a voz en grito:
—¿Da usted su permiso, Don José?
—Adelante, pase usted.
—Buenos días.
—Buenos días.

Y allí estuvimos un rato hablando de cómo iban los críos; me pidió que tuviera mano dura con ellos y me “aconsejó” que les tomara la lección con una vara en la mano, como lo hacía en su casa una de las hermanas mayores, que quería —después lo supe por ella misma, que me pidió consejo— ser maestra, algo que en ese ambiente me chocó mucho.

Tras las vacaciones de Navidad he solido preguntar a mis alumnos “¿qué os han puesto los Reyes?”; y allí, en La Matanza, no es que fueran unos Reyes especialmente espléndidos; serían, ahora no lo recuerdo con precisión, los  de una zona rural de aquella época con una situación económica típica. Pero lo de aquellos niños del Ajauque me sorprendió: todos los hermanos contestaban a mi pregunta, uno tras otro: “un huevo duro y un caramelo”.

¿Curioso, no?

Pues… no mucho tiempo después, estando yo viendo, una luminosa mañana de primavera, desde mi terraza, el paso de una procesión de Semana Santa (la de Domingo de Resurrección), vi a los padres y parientes mayores de los niños de quienes estamos hablando, ir recogiendo del suelo los caramelos que quedaban tras el paso de la banda de música que cierra el desfile y que es el motivo por el que yo suelo salir a echar un vistazo, a ver si conozco a los músicos (amigos, alumnos…) y para escuchar cómo tocan.

¡Bueno! Parece que tenemos las claves de tan humilde regalo de reyes a mis peculiares alumnos del Ajauque, explicado —deduzco— por la situación económica y la mentalidad de aquella gente: el huevo lo obtenían de sus propias gallinas, y el caramelo, gratis, recolectado de las procesiones que bastantes meses antes habían frecuentado en los pueblos de alrededor.


1 comentario:

  1. Pepe, mirar atrás implica encontrar aquello que empieza a ser habitual en la actualidad. Me pregunto cuántos niños han quedado sin regalo de los Magos, esperando todo el período vacacional ese día, el último, para no tener ni siquiera la satisfacción de poder sentir el fresco aroma de un caramelo. En este momento de hiperconsumismo inútil, los regalos pueden ser motivo de adoctrinamiento educativo pernicioso o, por el contrario, formativos. Podríamos medir la sensibilidad social realizando un estudio de los regalos más solicitados en estas fechas. Los niños de Ajauque, como los de La Garapacha, o cualquier otra aldea de los alrededores de estos lugares tan apartados y solitarios, creo que siguen anclados en los años a los que aludes. Una desgracia como muchas de las injusticias que se cometen día a día.

    Un abrazo, Pepe.

    ResponderEliminar