SECCIONES

jueves, 17 de abril de 2014

72 Rue de Seine, París

Corren los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado. Toñi, mi novia —ahora mi mujer—, estudia COU en Murcia, en un instituto público femenino. Su curso organiza un viaje de estudios a París, pero no tienen profesor responsable. Yo, maestro de primera enseñanza, me apunto como acompañante. Resultado: un verdadero viaje de novios.

Antes del viaje, me las arreglo para localizar la dirección parisina de la Librería Española. En Demos, una librería de la Murcia de aquellos años, mi amigo Juan me informa de las señas —entonces no existía Google—: Calle del Sena, número 72. 

Una vez en París, lo primero que hacemos Toñi y yo es buscar la Calle del Sena, pero, ¡ojo!, en francés: Rue de Seine. Miramos el plano de la ciudad, tomamos el metro, nos acercamos al barrio y pregunto (con la que yo entonces creía una buena —o por lo menos, decente— pronunciación francesa) al primer parisino a mi alcance:

— S'il vous plaît, monsieur, ¿où est la Rue de Seine?

Supongo ahora que esto sonaría algo así como silvuplé, mesié, ¿u es la Gggi de Sen?

¡Sorpresa!: el franchute no me entiende.
¿Gggi de Sen…? —responde, extrañado, frunciendo el ceño.
—Ui, Gggi de Sen —confirmo yo, cerrando un poco más la “e” y esforzándome mucho en la “u” francesa y en la “erre” gutural, y repito— ¡Ui, Gggi de Sen!
El individuo llama a otro parisino que por allí pasa y le pregunta, pronunciando como puede aquello que acaba de oír de mis labios.
—¿…?

Y nada:
¿Gggi de Sen…? ¿Gggi de Sen…? —van diciendo, extrañados, por orden de llegada.
Y yo:
¡Ui, Gggi de Seine! —solo me falta decir airosamente: “¿¡¡es que no lo entienden!!?”
Y así, conforme se van acercando nuevos parisinos, unos cuantos intentos más. 
Hasta que, pasado un buen rato, alguien cae en la cuenta:
—¡¡Ahhh, Ggi de Senn!! —dice, con bastante entonación, quizás con una “g” menos de las pronunciadas por mí y convencido de articular algo totalmente distinto de lo que yo he dicho— ¡¡Ggi de Senn!! —como diciendo: “ahora caigo, ¡haberlo dicho antes, hombre!”.

Yo pienso: “¡joder, pues si es lo mismo que he dicho yo!”.

Entonces nos orientaron y pudimos llegar poco después a La Librería Española, del 72 de la Rue de Seine, por cierto, no muy lejos de donde estábamos.

La Librería Española de Antonio Soriano del 72 de la Rue de Seine, fue durante décadas el punto de cita obligado de todos los exiliados españoles del 39 y los viajeros de la Península de paso por París: desterrados y visitantes ávidos de lecturas vedadas por el franquismo nos reuníamos en ella como en un café. La simpatía acogedora de Soriano invitaba a la convivencia: después de comprar u hojear las novedades publicadas en Francia o las que llegaban de Iberoamérica, proseguíamos la plática en la trastienda. La lista de los asiduos sería larguísima: abarcaba dos generaciones del exilio republicano y a los primeros disidentes de los años cincuenta y protagonistas del llamado "contubernio de Múnich". Intercambiábamos allí direcciones, noticias, proyectos. La atmósfera amistosa del lugar y la generosidad de Soriano eran un elemento aglutinador de la diáspora intelectual hispana, como lo serían después las de José Martínez en la librería de Ruedo Ibérico. 
Juan Goytisolo (El País, 12-12-2005)
 

Antonio Soriano en su Librería Española


Y allí, ¡qué maravilla!: la librería estaba llena de libros prohibidos en nuestro país; editados por la propia Librería Española, por Ruedo Ibérico o por alguna editorial sudamericana. Yo en aquellas fechas estaba estudiando Historia y, recuerdo que bastante emocionado y con un bagaje pobre, no sabía qué títulos coger: todos me parecían extraordinariamente atractivos.
Me interesaba la historia de España en el siglo XX, sobre todo desde la Segunda República en adelante, y más concretamente, el tema que más me atraía, teniendo en cuenta el lugar en que me encontraba y la censura de nuestro país, era el de la Guerra Civil. Y allí estaba sobre una mesa —todo estaba a la vista de cualquiera, increíblemente, no como en España— El laberinto español, de Gerald Brenan, todo un mito en la bibliografía, un ensayo sobre el contexto histórico previo a la Guerra Civil. Junto a él La guerra civil española, de Hugh Thomas, título pionero en el tema y en absoluto una visión de izquierdas, pero prohibido aquí. Del estadounidense Gabriel Jackson, de quien ya “conocía”, por referencias, La república española y la guerra civil, había allí un librito interesante: Breve historia de la guerra civil de España. También encontré, después supe que era una joyita, El mito de la cruzada de Franco, de un autor entonces desconocido para mí, Herbert Rutledge Southworth. Igualmente, allí estaba La España del siglo XX, de Manuel Tuñón de Lara, motivo suficiente para que muchos se desplazaran al país vecino en su búsqueda. También me traje La prodigiosa aventura del Opus Dei. Génesis y desarrollo de la Santa Mafia, de Jesús Infante, un título con una lista de opusdeistas al final y mucho morbo, pues se decía que el autor había pertenecido a la secta y tenido acceso a archivos secretos.
Y unos cuantos más: León Felipe. Antología y homenaje, de varios autores, La enseñanza en España, de autores anónimos, debido a la censura, La revolución sexual, de Wilhem Reich, y algunos otros que, por no cansar, no quiero reseñar. Todos ellos, o casi todos, los conservo en buen estado y con su precio escrito en francos.
El miedo vino después: había que pasar la frontera con todo el material adquirido. Y lo hice, vaya si la pasé; la pasamos, mejor dicho, con el consiguiente riesgo para mucha gente, escondiéndolos en los que creímos los lugares menos comunes, como por ejemplo, bajo la ropa de las chicas del viaje de estudios: ¡Qué astucia!
Bueno… pues… todos estos libros, y muchos otros adquiridos en aquella época — en librerías españolas, bajo manga, desde luego—, supusieron para mí una vacuna. Desde entonces, y ahora, me siento inmune, aunque alerta, a pseudohistoriadores revisionistas (moas, vidales y algunos ¿historiadores? autores de determinados artículos del Diccionario Biográfico Español, de la Real Academia de la Historia), con sus historias neofranquistas, historias para ignorantes, historias engañabobos.

“Hay mucho engañabobos porque hay mucho bobo al que engañar” (Manuel Toharia)
 

jueves, 10 de abril de 2014

“Arrí veder chirroma”

Cuenta Antonio Martínez Sarrión, en Jazz y días de lluvia, que Frank Sinatra, con ocasión de una entrevista, y muerto ya Nat King Cole, contestó al periodista: “Mire usted, cantar, lo que yo entiendo por cantar, solo lo hacía Nat Cole”.

 Nat Cole
En mi casa había un picú. Entonces, como dice Antonio Burgos, “casi nadie tenía tocadiscos. Teníamos picú, que se escribía pick-up”. Mi picú era una cosa así:

Arrí veder chirroma (sí, para mí, tres palabras; fíjense en cómo lo canta Nat King Cole). Esto es lo que oía yo cuando era niño —oía, escuchaba y, aunque prestara mucha atención, no comprendía— cada vez que poníamos en el picú la famosa canción italiana Arrivederci, Roma, en la, ahora lo sé, maravillosa versión de Nat King Cole. En la carátula del disco de 45 revoluciones ponía “Nat King Cole canta en español”, pero yo no lograba entender qué diablos quería decir Arrí-veder-chirroma. 
                                                             
Con el tiempo, supongo que bastante tarde, no recuerdo cuándo, me di cuenta que el título estaba en italiano y caí en lo que significaba. Es una canción italiana de 1955, que aparece en la película Arrivederci, Roma, de Roy Rowland, donde la canta Mario Lanza. La música es de Renato Rascel —otro de sus cantantes famosos— y la letra, de Pietro Garinei y Sandro Giovannini

Para quienes tengan interés, nombraré, entre los muchísimos intérpretes, más o menos conocidos, además de los ya mencionados, a los cantantes Claudio Villa, Franco Corelli, Carlo Buti, Dean Martin, Vic Damone, Connie Francis, Nilla Pizzi, Lys Assia y Perry Como; también, a los pianistas Carmen Cavallaro —el Poeta del Piano— y Richard Clayderman; y orquestas como la de James Last, la de Franck Pourcel, la de Pérez Prado —el Rey del Mambo—, la de Xavier Cugat, la Mantovani y la Filarmónica de Londres. Si les apetece, olisqueen por Youtube y podrán apreciar la variedad y la calidad de estas versiones.

Bueno… ya, aquí tienen la versión del gran Nat King Cole, acompañada de una presentación de fotografías de Roma, la Ciudad Eterna: disfrútenla: 

 Letra de esta versión  

ARRIVEDERCI, ROMA,
ADIÓS, GOODBYE, AU REVOIR.
LLEVO LA NOSTALGIA DE TU CIELO,
DE TU DULCE VINO DE CASTELLI Y
CÓMO HUELE EL VERDE DE LOS PINOS,
¡AY DE MÍ!

ARRIVEDERCI, ROMA,
ADIÓS, GOODBYE, AU REVOIR.
TODOS SON RECUERDOS QUE ME MATAN,
DE AQUELLA JUVENTUD ENAMORADA,
YO QUERÍA AMOR Y ELLA DECÍA 
SIEMPRE "NO"

QUIERO CAMINAR LAS MISMAS CALLES,
QUIERO SUSPIRAR LAS MISMAS PENAS,
VOLVER A BESAR LOS MISMOS LABIOS,
¡AY DE MÍ!

PUEDE QUE ALGÚN DÍA VUELVA A VERTE,
VOLVER A ENAMORARME DE TU FUENTE,
CUMPLIR EL JURAMENTO Y VIVIR SIEMPRE
JUNTO A TI.

viernes, 4 de abril de 2014

No volveré a ser joven

    NO VOLVERÉ A SER JOVEN
                                
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
—como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra. 
                       
                     Jaime Gil de Biedma 
                     Antología poética
                   Alianza Editorial, 1989, pág. 118

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