Corren los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado. Toñi, mi novia —ahora mi mujer—, estudia COU en Murcia, en un instituto público femenino. Su
curso organiza un viaje de estudios a París, pero no tienen profesor responsable.
Yo, maestro de primera enseñanza, me apunto como acompañante. Resultado: un
verdadero viaje de novios.
Antes del viaje, me las arreglo para localizar la dirección parisina de la Librería Española. En Demos, una librería de la Murcia de aquellos años, mi amigo Juan me informa de las señas —entonces no existía Google—: Calle del Sena, número 72.
Una vez en París, lo primero que hacemos Toñi y yo es buscar la Calle del Sena, pero, ¡ojo!, en francés: Rue de Seine. Miramos el plano de la ciudad, tomamos el metro, nos acercamos al barrio y pregunto (con la que yo entonces creía una buena —o por lo menos, decente— pronunciación francesa) al primer parisino a mi alcance:
— S'il vous plaît, monsieur, ¿où est la Rue de Seine?
Supongo ahora que esto sonaría algo así como silvuplé, mesié, ¿u es la Gggi de Sen?
¡Sorpresa!: el
franchute no me entiende.
—¿Gggi de Sen…? —responde, extrañado, frunciendo el ceño.
—Ui, Gggi de Sen —confirmo yo, cerrando un poco más
la “e” y esforzándome mucho en la “u” francesa y en la “erre” gutural, y repito—
¡Ui, Gggi de Sen!
El individuo
llama a otro parisino que por allí pasa y le pregunta, pronunciando como puede aquello
que acaba de oír de mis labios.
—¿…?Y nada:
—¿Gggi de Sen…? ¿Gggi de Sen…? —van
diciendo, extrañados, por orden de llegada.
Y yo:
—¡Ui, Gggi de Seine! —solo me falta decir
airosamente: “¿¡¡es que no lo entienden!!?”
Y así, conforme
se van acercando nuevos parisinos, unos cuantos intentos más.
Hasta que,
pasado un buen rato, alguien cae en la cuenta:
—¡¡Ahhh, Ggi de Senn!! —dice, con
bastante entonación, quizás con una “g” menos de las pronunciadas por mí y convencido
de articular algo totalmente distinto de lo que yo he dicho— ¡¡Ggi de Senn!! —como diciendo: “ahora
caigo, ¡haberlo dicho antes, hombre!”.
Yo pienso: “¡joder, pues si es lo mismo que he dicho yo!”.
Yo pienso: “¡joder, pues si es lo mismo que he dicho yo!”.
Entonces nos orientaron y pudimos llegar poco después a La Librería Española, del 72 de la Rue de Seine, por cierto, no muy lejos de donde estábamos.
La Librería Española de Antonio Soriano
del 72 de la Rue de Seine, fue durante décadas el punto de cita obligado de
todos los exiliados españoles del 39 y los viajeros de la Península de paso por
París: desterrados y visitantes ávidos de lecturas vedadas por el franquismo
nos reuníamos en ella como en un café. La simpatía acogedora de Soriano invitaba
a la convivencia: después de comprar u hojear las novedades publicadas en
Francia o las que llegaban de Iberoamérica, proseguíamos la plática en la
trastienda. La lista de los asiduos sería larguísima: abarcaba dos generaciones
del exilio republicano y a los primeros disidentes de los años cincuenta y
protagonistas del llamado "contubernio de Múnich". Intercambiábamos
allí direcciones, noticias, proyectos. La atmósfera amistosa del lugar y la
generosidad de Soriano eran un elemento aglutinador de la diáspora intelectual
hispana, como lo serían después las de José Martínez en la librería de Ruedo
Ibérico.
Juan
Goytisolo (El País, 12-12-2005)
Antonio Soriano en su Librería Española
Y allí, ¡qué maravilla!: la
librería estaba llena de libros prohibidos en nuestro país; editados por la
propia Librería Española, por Ruedo Ibérico o por alguna editorial sudamericana.
Yo en aquellas fechas estaba estudiando Historia y, recuerdo que bastante emocionado
y con un bagaje pobre, no sabía qué títulos coger: todos me parecían
extraordinariamente atractivos.
Me interesaba la historia de España en el siglo XX, sobre todo desde la
Segunda República en adelante, y más concretamente, el tema que más me atraía,
teniendo en cuenta el lugar en que me encontraba y la censura de nuestro país,
era el de la Guerra Civil. Y allí estaba sobre una mesa —todo estaba a la vista de
cualquiera, increíblemente, no como en España— El laberinto español, de Gerald Brenan, todo un mito en la bibliografía,
un ensayo
sobre el contexto histórico previo a la Guerra Civil. Junto a él La guerra civil española, de Hugh Thomas, título pionero en el tema
y en absoluto una visión de izquierdas, pero prohibido aquí. Del estadounidense Gabriel Jackson, de quien ya “conocía”, por
referencias, La república española y la
guerra civil, había allí un librito interesante: Breve historia de la guerra civil de España. También encontré, después
supe que era una joyita, El mito de la
cruzada de Franco, de un autor entonces desconocido para mí, Herbert
Rutledge Southworth. Igualmente, allí estaba La España del siglo XX, de Manuel Tuñón de Lara, motivo suficiente
para que muchos se desplazaran al país vecino en su búsqueda. También me traje La prodigiosa aventura del Opus Dei. Génesis
y desarrollo de la Santa Mafia, de Jesús Infante, un título con una lista de opusdeistas al final y mucho morbo, pues se
decía que el autor había pertenecido a la secta y tenido acceso a archivos
secretos.
Y unos cuantos más: León Felipe. Antología y homenaje, de varios autores, La enseñanza en España, de autores anónimos, debido a la censura, La revolución sexual, de Wilhem Reich, y
algunos otros que, por no cansar, no quiero reseñar. Todos ellos, o casi todos,
los conservo en buen estado y con su precio escrito en francos.
El miedo vino
después: había que pasar la frontera con todo el material adquirido. Y lo hice,
vaya si la pasé; la pasamos, mejor
dicho, con el consiguiente riesgo para mucha gente, escondiéndolos en los que
creímos los lugares menos comunes, como por ejemplo, bajo la ropa de las chicas
del viaje de estudios: ¡Qué astucia!
Bueno… pues…
todos estos libros, y muchos otros adquiridos en aquella época — en librerías
españolas, bajo manga, desde luego—, supusieron para mí una vacuna. Desde
entonces, y ahora, me siento inmune, aunque alerta, a pseudohistoriadores
revisionistas (moas, vidales y algunos ¿historiadores?
autores de determinados artículos del Diccionario Biográfico Español, de la
Real Academia de la Historia), con sus historias neofranquistas, historias para
ignorantes, historias engañabobos.
“Hay mucho engañabobos porque hay mucho bobo al que engañar” (Manuel Toharia)