SECCIONES

viernes, 19 de julio de 2024

Toda la vida

No recuerdo haber visto ni un solo episodio en su primera emisión en nuestro país –en todo caso… alguna escena suelta–, ni tampoco después; pero ahora, transcurrido el tiempo, estoy viendo, uno tras otro, a un ritmo de uno por semana, todos los capítulos de la famosa serie de televisión Los soprano. En el último que he visto, ya separados Tony y Carmela –el matrimonio protagonista principal–, la mujer se siente halagada y atraída por un directivo –no sé si el director– del centro de estudios donde va Anthony –el hijo del capo mafioso–, e inicia una relación amorosa con él. Estando juntos en la cama, ella se levanta y va al aseo, donde, sentada en la taza del váter, ve, al alcance de la mano, un libro; lo toma y le echa un rápido vistazo de curioseo. Se trata de Cartas de Abelardo y Eloísa; lo deja en el lugar que estaba y vuelve a la cama, donde su amante, para cobijarla, la recibe levantando la cubierta que arropa a ambos; a continuación, ella le pregunta quiénes son Abelardo y Eloísa; él –un intelectual– le da una breve explicación y, no recuerdo cómo, en la misma incluye una frase: «la educación nunca debe acabar», que, tras paladearla unos segundos, me hace abandonar el sofá para ir a tomar unas notas sobre la misma en la libreta que, para casos como este, tengo sobre la mesa de mi estudio. 

Y es que así lo veo yo también: sí, totalmente de acuerdo: hay que seguir formándose (y bien: con intención, con rigurosidad, incluso, si se sabe y se puede…, con cierto sistema), mejorando lo ya sabido, rellenando huecos, ampliando espacios, explorando otros nuevos…, y ello, como viene a decir el personaje de la serie, durante toda la vida.

Y, pronto, al respecto, me viene a la cabeza una anécdota sobre Sócrates, que no recuerdo con precisión, pero que en líneas generales viene a decir que, en sus horas finales, mientras le preparaban la cicuta, el sabio filósofo practicaba con su flauta las notas de una melodía, y cuando alguien le preguntó para qué estaba haciendo tal cosa con el poquísimo tiempo que le quedaba de vida, él respondió que lo hacía para saber tocar mejor dicha melodía antes de morir.

Me detengo un poco a pensar en ello y constato que mi experiencia me empuja a inclinarme por la creencia de que, generalmente, ocurre lo contrario, de que la gente, mucha gente –demasiada en mi opinión–, estudia, no por placer y con la finalidad de aprender, de conocerse mejor a sí misma y al mundo que la rodea, sino que lo hace simplemente para conseguir un buen puesto en la sociedad, pensando sobre todo en la remuneración económica y en la consideración social, y que, una vez conseguida dicha meta –y esto es lo que me parece una pena–, abandona su persecución seria de más saber, de más conocimiento: se acomoda, se deja llevar y… a vivir.

Yo, sin embargo, creo que gran parte de lo más importante que he aprendido en mi vida ha sido, precisamente, después de haber superado las oposiciones que, allá por los años setenta del siglo pasado, me proporcionaron estabilidad laboral y suficiencia económica; y quizás por eso, estando embarcado en alguna tarea de estudio –la de música, por ejemplo–, he tenido que oír, más de una vez y más de dos, algún reproche de incomprensión: «y tú… ¿qué necesidad tienes de…?».


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