SECCIONES

viernes, 2 de septiembre de 2022

Nombres

Allá por los últimos años de mi infancia, los que acababan la década de los cincuenta del siglo pasado, los nombres de los chiquillos del pueblo (me vienen ahora a la cabeza algunos de los que conocí), reflejo de los de sus mayores y normalmente expresados en sus variopintos diminutivos murcianos, no iban mucho más allá de Pepe —algunas veces era José—, Juan, Antonio, Pedro, Joaquín, Paco —nunca Francisco—, Manuel, Ramón, Fernando, Ángel…; también había algún Juan José y algún José Luis, y, créaseme, poco más.

Me acuerdo de que, excepcionalmente, se daba el caso de un José Ignacio —primo mío, por cierto—, un nombre que me parecía más fino, más distinguido, debido a su peculiaridad, a que se salía de lo normal, de lo común en aquellas fechas, pues era compuesto y contenía el entonces aquí tan singular «Ignacio».

Y algo parecido ocurría cuando aparecía por la localidad alguien con un nombre igualmente diferente, un nombre fuera de lo habitual en nuestro entorno, como, por ejemplo, Eduardo, que te sonaba mejor, como de más importancia, de mucho más interés que los habituales antes mencionados, por lo cual lo mirabas y lo veías de otra manera.

Al respecto, me viene a la memoria la imagen de un zagal un poco mayor que yo, que llegó al pueblo y vivió en mi barrio durante una temporada que recuerdo no muy larga, concretamente en la casa cuartel de la guardia civil —era hijo del sargento de la misma—, un chaval del que recuerdo con claridad que llevaba su material escolar en una muy atractiva cartera de cuero que despertaba mi admiración y envidia: una muy bonita, de un color marrón claro, que tenía un par de correas con hebillas para su cierre.

Se llamaba Rogelio, pero le decíamos Róger, un nombre que ahora no me gusta pero entonces me pareció lo más de lo más, pues me sonaba a extranjero, creo que porque lo relacionaba con el «Rogers» del actor Roy Rogers, un cowboy que salía en unas películas del oeste que me gustaban mucho. Y, así, al principio llegué a pensar que aquel chaval, al que veía más guapo, era también más listo: mucho más atractivo, en definitiva, que la mayoría de los chiquillos del barrio; aunque, en realidad, con el tiempo, resultó ser (por lo menos así me lo terminó pareciendo cuando lo conocí mejor) un verdadero gilipollas.

Una vez llegó a mi escuela un niño forastero que se llamaba Hipólito y yo imaginé que sería rico. (Muñoz Molina, Antonio: Volver a dónde. Barcelona: Seix Barral, 2021, pág. 53).


1 comentario:

  1. Buenas pepe, me cruze con tu Blog haciendo una tarea. Muy buena historia. A mi el nombre Martin siempre me parecio de gente superior, de una jerarquia distinta a los "Tomases" o "Joaquines". Un Martin es un hombre, no son ningunos pavos. Saludos desde Argentina.

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