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viernes, 3 de mayo de 2019

En barreño

En los días más fríos de aquellos inviernos, sobre todo por las mañanas, recién levantado, te lavabas con mucha pereza («como los gatos», te decían que hacías), un poco los ojos con las puntas de los dedos humedecidas apenas en el agua de una zafa y... a disimular, antes de que viniera alguien mayor de la casa y te lavara de verdad, restregándote sin piedad para limpiarte bien la cara, el cuello, las orejas… ¡qué desagradable!
Ya un poco más «grande», para atenuar el problema, calentabas tú mismo en el fuego un cazo con agua que después ibas mezclando con la fría que habías echado antes en la zafa. Y unos años más tarde te lavabas ya en aquel primitivo primer lavabo de un cuarto de aseo que no llegaba a tal categoría, al que tardaría todavía mucho en llegar el calentador de agua (en realidad nunca lo hizo a ese impostor cuarto de baño), y que cuando llegó (a uno posterior, este sí dotado al completo: lavabo, bañera, inodoro y bidé) tanto agradeciste, pues con agua templada o caliente era más llevadero el acicalado.
De muy niño, sobre todo si hacía frío, te bañaban semanalmente o a intervalos de tiempo incluso mayores; sobre todo lo hacían para las ocasiones, en los días más señalados; y para ello era utilizado un lebrillo de barro o —recuerdo mi caso— un barreño de zinc, pues aún no había llegado el plástico, que se impondría años después. En cualquier caso, te bañaban introduciéndote parcialmente en un diminuto recipiente con agua a la que iban añadiendo poco a poco pequeñas cantidades de otra previamente calentada en una olla puesta directamente en el fuego de una cocina que primero fue de leña y después de petróleo —«gas» lo llamábamos— hasta que llegó el butano, que tantas prevenciones destapó en un principio con su revolucionaria llama rojazulada.
Para su uso en el baño barreñero, en mi casa solía haber —no en vano teníamos tienda— alguna pastilla de jabón «de olor» (llamado «del bueno» para diferenciarlo del otro tan basto que era el «de lavar» la ropa), un jabón cremoso de agradable aroma, que recuerdo de un color verde suave y envuelto en papel amarillo y blanco, de la marca Heno de Pravia, el más vendido de los pocos —¿¡el único!?— de esta clase que había en la tienda que mi familia tenía en el pueblo.
Y ya enredaos con lo del baño, aprovechaba tu madre y te lavaba también la cabeza con un terroso champú en polvo, un lavado de pelo que acababa con un último enjuague a base de agua con vinagre, el eficaz antiparasitario «perfumado» de la época.
Para entonces ya habías pasado un buen rato metido en el agua, y, por efecto del prolongado remojo, empezabas a arrugarte, «como los garbanzos» te decían los mayores, y tú, para comprobarlo, te mirabas sorprendido las yemas de los dedos, blandas, blancas y surcadas de rugosidades.
¡Había que ver cómo terminaba el agua del barreño!

2 comentarios:

  1. Hola Pepe: me has hecho recordar mi juventud, la juventud del Barreño. Recuerdo como nos duchábamos de pie dentro del barreño y tirándonos por la cabeza una olla de agua caliente.
    Saludos

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    1. Creo, Toni, que el del barreño fue un sistema muy extendido por aquellos años, pues no teníamos, ni mucho menos, los cuartos de aseo de que disponemos ahora. Ese ponerse de pie que tú dices, yo lo recuerdo al final del baño, para el último enjuague, con agua limpia abocada con un cazo porque la del barreño ya estaba imposible.
      Un saludo.

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