SECCIONES

viernes, 1 de marzo de 2019

La permanente

Creo que es el primero, mi recuerdo más lejano en el tiempo. Transcurre el año mil novecientos cincuenta y pocos, y yo tengo esos pocos años de la década iniciada. Ando en casa de mis padres, en su dormitorio, donde acompaño y «ayudo» a la moza de la casa, que está arreglando la habitación. (Durante mi infancia siempre hubo alguna moza sirviendo en casa de mis padres.)
Antonia, que es el nombre de esta mujer, está haciendo la cama en el momento exacto cuya imagen visual todavía, tantos años después, viene a mi mente de vez en cuando. Y yo, muy pequeño, mientras espero a que haga la cama, que es en lo que más me gusta «colaborar», juego a su alrededor, ajeno al mundo exterior a mi entorno de la casa paterna, totalmente ajeno a lo que me espera, a lo por venir, feliz en mi reducido, sosegado y rutinario presente.
En la habitación, al otro lado de la cama (imagen nítida aunque silueteada, pues recibe la luz de la ventana que tiene detrás), mi madre está junto al pequeño armario ropero de dos cuerpos, guardando alguna prenda de vestir puesta para la ocasión de la que viene, y viene de la peluquería, de hacerse la permanente, un rizado de pelo hecho, como su nombre indica, para permanecer durante mucho tiempo, para durar.
Tengo miedo y me escondo detrás de Antonia, me agarro a sus piernas, saco la cabeza por un lateral y me asomo para mirar con desconfianza, con temor. ¿¡Con desconfianza!? ¿¡Con temor!?... Pero... ¿miedo de qué?, ¿¡de mi madre!? Pues sí, miedo de mi madre, a la que con el nuevo aspecto no reconozco como tal: me la han cambiado, no tiene la misma cabeza, la misma cara: ¡NO ES MI MADRE!

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