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viernes, 8 de marzo de 2019

El puesto

Las tardes de los días festivos —domingos y fiestas de guardar—, una rechoncha mujer de talla mediana tirando a pequeña, de cara redondeada —ancha y mofletuda— y un empinado y piramidal moño casi diminuto de pelo muy negro en lo alto de la cabeza, saca a la calle su puesto, que consiste en una sencilla mesa cubierta con un mantel blanco, limpio y tieso, como almidonado. Va vestida de oscuro pero con un muy limpio y bien planchado —como el mantel de la mesa— delantal blanco que le sube al pecho a través de un peto que la mujer ha prendido con imperdibles a la tela de su vestido.
Sobre el mantel se pueden ver, bien expuestas a la mirada de quien por allí pasa, algunas «golosinas» que encandilan a los niños, todas ellas, o casi, de factura casera, elaboradas por la propia señora con materias primas de fácil adquisición aun en tiempos de penuria, como algunas manzanas rebozadas de brillante caramelo de color muy rojo, unos cuantos puros —barritas alargadas— también de dulce caramelo rojo, una corona de tiernas pipas de girasol para vender por trozos que la mujer corta con un cuchillo casero in situ según pecunia a gastar por la pequeña clientela, y también, en un montoncito, pipas con sal tostadas al horno —debe de tener uno moruno en su patio—, que se venden a granel, por «medidas» que se sirven con un diminuto cacillo de hojalata con asa, un recipiente que la señora llena y aboca directamente en las manos del cliente o, mejor, en alguno de sus bolsillos, tantas veces como reales esté dispuesto a gastar.
Con una peseta te puedes apañar e irte muy contento.
 

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