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viernes, 22 de marzo de 2019

Coches de línea

La chispa que hace brotar los recuerdos en la cabeza del escribidor, poco a poco, encadenados, es un reciente encuentro mañanero con un trabajador todoterreno que, en los años de mi infancia y juventud, fue cobrador y después también chófer en los coches de línea de la Compañía Martínez, la que durante aquellos años cubría el trayecto de Santomera a Murcia, ida y vuelta, un recorrido con muchas paradas intermedias que se convertía en el colmo de los colmos de la pesadez cuando el trayecto incluía desviarse y pasar por El Esparragal.
Las paradas que a lo largo de su recorrido hacían estos destartalados coches de línea (el 36, el 45, el 49...) estaban situadas en lugares fijos del itinerario, en los que se colocaba la gente que quería subir y viajar en ellos (todavía no los llamábamos autobuses: para todo el mundo eran, como he dicho, «coches de línea»). El conductor veía a esa gente parada en la parada, y paraba, detenía el vehículo para recogerla. Si no había nadie esperando en el lugar previsto, el chófer solo detenía el coche para que pudiera bajar allí algún usuario, y paraba si se lo indicaba alguien, por ejemplo dicho usuario, o, más a menudo, el cobrador, que era quien sabía si alguno de los viajeros que habían subido antes al vehículo tenía que bajar en ese lugar; y lo sabía porque era él quien había expedido el billete en cuestión al viajero, sacado de una cajita metálica que llevaba dentro de una muy manoseada cartera pequeña de cuero sujeta con una correa a la cintura o, con más frecuencia, colgada cruzada del hombro, con la que recorría el vehículo una vez tras otra, y en la cajita metálica portaba unos taquitos de pequeños tiques de distintos precios, según el recorrido a realizar.
El aviso del cobrador al conductor para indicarle en qué paradas debía detenerse cuando algún viajero tenía que bajar no era a través de timbres ni otras modernidades que tardaron en llegar; solía hacerse verbalmente, con un sonsonete cuasi musical, cuya parte literal estaba formada por el nombre o apodo del conductor seguido de la expresión «para en la próxima» (en vez de «la próxima», se podía escuchar el nombre de la parada en concreto: por ejemplo, «para en La Gloria»); así que frecuentemente el sonsonete quedaba como: «fulano, para en la próxima».
Recuerdo, siendo niño, ver con frecuencia llegar al final de su trayecto en el pueblo a estos coches de línea, pues mi casa estaba justo enfrente, a menos de veinte metros, de donde daban la vuelta para marchar otra vez a la capital; a veces, y ello llamaba mucho mi atención, llegaban con gente sentada en una gran baca que se extendía por todo el techo del vehículo, lugar que se solía ocupar cuando el interior ya lo estaba hasta los topes, y lo estaba sobre todo cuando en la capital se celebraban determinados acontecimientos festivos que resultaban muy populares y, por tanto, muy concurridos: la feria de septiembre, los toros, el bando de la huerta... En esos días, los coches de línea..., ya digo, de bote en bote, incluso la baca.

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