SECCIONES

viernes, 18 de mayo de 2018

Fe de ratas

Este artículo no contiene eratas

He escuchado contar en más de una ocasión a un amigo, vecino de una localidad cercana, que, con ocasión de un acontecimiento organizado por él para las fiestas de su barrio hace ya bastantes años, pidió a una de las imprentas de la capital —en el pueblo no había entonces ninguna— la elaboración de un folleto que anunciaba una noche de meigas (así llaman a las brujas en algunas zonas del norte peninsular). Cuando el trabajo estuvo hecho y mi amigo fue a recogerlo, el imprentero por llamarlo de algún modo», suele añadir en off cuando me lo cuenta), hombre campechano y de peculiar mollera, le dijo, con aire de sobrada suficiencia: «menos mal, tío, que m’he dao cuenta y te lo he corregío: habías puesto meigas en vez de migas». Así que la cosa quedó como «noche de migas».
Según me enteré después, este imprentero de las migas era «famoso» por su falta de formalidad en los plazos de entrega, por su impuntualidad, a lo que había que añadir sus más que frecuentes meteduras de pata en los trabajos que se le encargaban. Igual te podía «cambiar», como acabamos de ver, las meigas por las migas en un programa festero, que, en otro de un concierto de música, podía aparecer Venegas me destroza en lugar del nombre del compositor español del siglo de oro Venegas de Henestrosa; sí, eso y mucho más.
***
Una errata, según el diccionario de la Real Academia Española, es una equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito. Y llamamos fe de erratas, según la misma obra, a una lista de dichas equivocaciones observadas en un libro, inserta en él al final o al comienzo, con la enmienda que de cada una debe hacerse (donde dice tal cosa, debe decir tal otra).
«Fe de ratas» (ABC tituló un artículo sobre este tema «Helarte de la errata») me da pie a un pequeño divertimento sobre este particular tipo de errores publicados, sobre erratas, algunas de ellas verdaderas obras de arte. De estos fallos se culpaba en la Edad Media al diablo y posteriormente a los duendes de la imprenta; ahora, con los procesadores de texto, ¿a quién echamos la culpa?, ¿al corrector de Word?
En la errata, un cambio inesperado en el texto (el añadido o la supresión de una letra, el cambio de una por otra, la presencia o ausencia de una coma o...) da al traste con el sentido original de una frase, incluso, y eso es quizás lo más interesante, aunque siga manteniendo un significado coherente. Veamos a continuación unos cuantos ejemplos.
He leído que en Arroz y tartana, una novela de Blasco Ibáñez, el cambio de una vocal por otra —una «o» donde tendría que ir una «e»— provocó que doña Manuela quedara «con los ojos fijos en el suelo, el coño fruncido [en lugar de el ceño fruncido] y las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese erisipela».
Parece ser que Ramón de Garciasol quería decir «Y Mariuca se duerme y yo me voy de puntillas», pero terminó diciendo  «Y Mariuca se duerme y yo me voy de putillas».
Pensemos ahora cómo se quedaría el crítico que dedicó un libro a una condesa escribiendo de ella que su «exquisito busto conocemos bien todos sus amigos», cuando en realidad había querido decir que su «exquisito gusto conocemos bien todos sus amigos».
Al novelista argentino Manuel Ugarte debemos el conocimiento de la errata atribuida a un pelotillero periodista que pretendía elogiar a la hija del dueño del periódico para el que trabajaba; para ello escribió «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tinta», pero lo que apareció publicado fue «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tonta».
El récord de errores se lo adjudican a la Suma Teológica, pues su fe de erratas en una edición de 1578 ocupaba ciento once páginas.
¿Y qué lenguas están expuestas a las erratas?; pues... todas. Estas equivocaciones las podemos encontrar en publicaciones de distintas hablas.
En Francia, a Voltaire se le adjudica una errata, parece que malintencionada, contra Juan Francisco Boyer, que había sido obispo de Mirepoix y firmaba como l’anc Evèque de Mirepoix (el ex-ovispo de Mirepoix). El escritor cambió anc (ex) por âne (asno), dejando así al prelado como un burro: «el asno obispo».
En Londres es célebre este ligero cambio (aprovechado por Ramón J. Sender en Mr. Witt en el cantón): God save the Queen por God shave the Queen. Y no es lo mismo Dios salve a la Reina que Dios afeite a la reina, ¿a que no?
Parece que algunas erratas son muy resistentes a la corrección, como la que pongo a continuación, encontrada en un artículo del blog librosmalditos.com.
Hay erratas poderosas, invencibles, como la que afligió a un pobre plumilla que escribió acerca de una encopetada dama. Reclamaba al ministro una merecida recompensa por sus «infinitos servicios», pero el demonio de la imprenta —pues de él hablamos— hizo poner «ínfimos». Nuestro protagonista se apresuró a corregir el error, pero la errata mutó incansable, y apareció «infames» al día siguiente. Desesperado, nuestro héroe volvió a corregir la dichosa palabra, solo para comprobar una vez más que la dama bien merecía un premio del ministro por sus «íntimos servicios».
Para terminar, aquí va un ejercicio que permite evaluar la comprensión del tema que nos ocupa. Se trata de saber, en las frases que siguen a este párrafo, qué se quería decir en cada caso, en lugar de lo que se dijo, en vez de lo que aparece escrito. Para facilitar la tarea, he puesto en cursiva la errata, la palabra a cambiar.
“La Dama de las Camellas
“Alejandro el Glande
“La Putísima Concepción”
“Necesito mecanógrafa con ingles
Y para la calificación, que cada cual haga sus números.

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